El año desgrana sus últimas alegrías. Eduardo Moga nos hace "La
disección de la rosa" en la colección "Perspectivas" de la Editora Regional de Extremadura ("Así se titula mi
nuevo libro de crítica literaria. En realidad, no es nuevo, sino una
recopilación de los artículos y reseñas que he publicado en diferentes
medios culturales —singularmente, Letras Libres, Cuadernos
Hispanoamericanos, Turia y Quimera, entre otros— sobre las obras de
autores españoles que he creído interesantes a lo largo de los últimos
ocho años.") y tiene a bien incluir un texto precioso que escribió para
mi último libro. "La tristeza iluminadora", lo tituló, [sobre Algunos
cisnes negros, de Olga Bernad]. Crónicas de poesía desde sus "Corónicas
de Ingalaterra".
(Todo sobre la disección, en su blog: http://eduardomoga.blogspot.com.es/2015/12/la-diseccion-de-la-rosa.html)
LA TRISTEZA
ILUMINADORA
Olga Bernad, nacida cuando aún creíamos que debajo del
asfalto estaba el mar, no ha sido una escritora temprana: su primer poemario, Caricias perplejas, data de 2009, y su
primera novela, Andábata, de 2010.
Con silenciosa tenacidad, ha evitado la publicación de insustancialidades
juveniles –o de ñoñerías adolescentes, aún más perniciosas– y se ha dedicado a
esclarecer la voz, a afinar las fibras de su corpus retórico, electrizadas por una sensibilidad incisiva, hasta
unos extremos inusuales de versatilidad y precisión. Esa misma sensibilidad se
ha manifestado desde 2008 en las entradas de su blog Caricias perplejas, donde recogía –y sigue recogiendo– aquellos
asuntos en tránsito, aquellos acontecimientos cotidianos o sin desbastar, que
no han sedimentado todavía en relato o poema. Pero la inmediatez de estas
entradas es solo aparente: se publican en la bitácora con lentitud, y su tono
es tan reposado como el de sus versos. Olga Bernad es una escritora paciente, a
la que le gusta someter el bullicio de lo subjetivo a la ceremonia del
alumbramiento. Así se observa en Algunos
cisnes negros, esta antología de su blog, que puede definirse como un
diario de los sentimientos; y es importante el complemento preposicional: no es
un diario sentimental, sino de los
sentimientos, esto es, un análisis de la interioridad, del cañamazo de
emociones que contribuyen al ejercicio, más aún, a la construcción de la
inteligencia, una pesquisa íntima que no condesciende a la efusión ni a la
banalidad, sino que desanuda las hebras del placer y del dolor, de la incertidumbre
y la alegría, y las sujeta al escrutinio del pensamiento, sin privarlas por
ello de su envoltura de enigma, de su penumbra individual, refractaria siempre,
en última instancia, a la elucidación. Algunos
cisnes negros no es un diario voraz, proliferante, animado por la
desaforada pretensión de transformar cada gesto en palabra, sino una crónica
parsimoniosa, sutil, emanada de una inteligencia activa, aunque introvertida,
en el que Olga Bernad solo consigna lo que juzga emocionalmente relevante. El
amor, en primer lugar, como eje del estar humano en el mundo: un amor
poliédrico, que se ramifica en las insinuaciones eróticas, acalladas por el
decoro, pero subsistentes en una intimidad que arde como un fogón; o en el amor
esférico, impermeable, que profesa a la familia y los hijos; o en la pasión por
el lenguaje y la literatura, que en este libro brota a cada paso, incluso en
aquellos textos que no están dedicados a la reflexión estética. Sin embargo, el
amor no es un paisaje inmaculado ni una explosión de claridad, sino el
territorio donde maniobran fantasmas y se abaten cataclismos. Hay, pues, otra
dimensión de los sentimientos que Olga Bernad desmenuza con una lucidez
turbulenta y desamparada: los propios miedos y zozobras, el pasmo ante la
muerte de aquellos a quienes se ha amado, el desconcierto que nos procura
nuestra ignorancia sin final. Confusión acaso sea la palabra que mejor describa
esta vertiente oscura, este aposento del conflicto: confusión frente a un mundo
incomprensible, condenado a la caída, y confusión frente a uno mismo, tan
incomprensible como el mundo, y más caedizo todavía. Las entradas de Algunos cisnes negros son, así, breves
balbuceos a la intemperie, o contra la intemperie: ruidos interiores que cifran
un grito, gritos de auxilio que, tras describir una parábola sobrecogida,
vuelven, intactos, a su emisor. En muchas entradas, observamos rasgos
memorialísticos: el recuerdo hace presa en la prosa, y los textos de Olga
Bernad cobran un carácter elegíaco: canta a sus amigos o familiares muertos, a
los paisajes de la infancia, a los accidentes del pasado que han contribuido a
configurar el presente; canta a las canciones escuchadas, a las películas
vistas, a los cuadros e imágenes contemplados; canta incluso a lo solo
imaginado, como en «Canciones de extraño amor». Nada de todo ello adolece del
hieratismo del catálogo, ni languidece en superficialidad: cada evocación sirve
a un propósito intelectivo; cada recuerdo se transforma en un acto verbal, que
crece medusinamente y suscita nuevas cogitaciones, o se proyecta en otros
espacios de la conciencia, aunque todos confluyan en el estuario claroscuro de
la melancolía. Parece como si Olga Bernad se sintiera in media res, acuciada por una vida que se va, y agónicamente
sabedora de sus límites; como si creyera que, extendiendo los brazos, puede
tocar las paredes del nacimiento y la muerte desde su ser actual, y esa certeza
ontológica –y táctil– la condujese a una comprensión vertiginosa de la propia
fragilidad y a una lamentación próxima al desgarro, aunque siempre asordinada
por una templanza estoica. Si en algún momento Olga Bernad advierte el peligro
de una nostalgia –o de una sentimentalidad– que quiebre el pudor, o cometa la
descortesía del exceso, su prosa da un giro irónico, o recurre al humor, aunque
sea un humor un poco triste. Dos entradas, «Ingles brasileñas (Andábata XXV)» y
«Dura lex, sed lex: My goodness», demuestran la vis comica de la autora, pero asimismo el sustrato crítico –contra
la moda, contra la sumisión, contra el puritanismo– que se agazapa en la burla:
nuevas facetas de su ductilidad expresiva y de su sensibilidad multitudinaria.
Este eclecticismo sensible, precisamente, explica que Algunos cisnes negros sea un diario de los sentimientos, pero
también una crónica del mundo. Sus entradas acogen descripciones de realidades
duras, imperiosas, con frecuencia vinculadas a la tierra, que coadyuva, con su
gravitación telúrica, a la decantación de los sentimientos: Los Monegros, el
emplazamiento ibérico de Sedeisken, el laberinto urbano de Zaragoza y los
vientos africanos que los barren a todos, y que transportan olores, tan
decisivos para cincelar las sensaciones –esto es, para delimitar la
experiencia– y para configurar el recuerdo. La literatura –y la reflexión sobre
la literatura– constituyen otro de los grandes asideros, en ese mundo
inabarcable e ininteligible, a los que se aferra la autora. Pero no se trata de
una indagación teórica, sino íntimamente imbricada en el tejido emocional de
quien la realiza. La intertextualidad –Quevedo, Garcilaso, Cernuda, García
Márquez, Borges– le sirve a Olga Bernad para trazar nuevas conexiones con la
realidad: letra y mundo establecen una comunicación biunívoca, que se expande
en luminosos arabescos. Y la impregnación poética es visible en su estilo,
pródigo en repeticiones, paralelismos y un amplio abanico de analogías. En dos
entradas, «Porque quiero» y «Perfección sentimental», formula una poética, que
es también un programa vital: «Quiero limpieza y luz (…). Y quiero perfección,
palabras justas, el roce incontestable de la verdad y lo exacto», dice en el
primero; y en el segundo: «Lo genial. Concebir y mostrar de una forma precisa
su delicado equilibrio, su rara perfección sentimental». Su prosa –y también su
poesía, aunque ahora no sea objeto de comentario– se ajustan con minuciosidad a
estos propósitos. Algunos cisnes negros exhibe
una dicción ceñida: a su propio ritmo y a las necesidades elocutivas de su
autora; y también una textura nítida, en la que nada disuena, ni se oscurece:
la confusión en la que nos confiesa vivir Olga Bernad no afecta a las palabras
con las que nos lo confiesa. El libro está repleto de observaciones
iluminadoras, a veces apuntes brevísimos, casi fogonazos –como cuando habla del
«arriesgado calor de los amigos» o sostiene que «esperar es ya una forma de
búsqueda» y que «uno nunca sabe, pero quiere»–, que obran la maravilla de
revelarnos ideas o sensaciones que hemos experimentado, pero que nunca hemos
sido capaces de formular, o ni siquiera de reconocer. Por eso transmite
veracidad, como quería Hemingway: la veracidad se percibe, y en este libro se
derrama. Algunos cisnes negros
expone, con palabras tentativas y exactas a la vez, un abrumador sentimiento de
indefensión, una inocencia concienzudamente perdida. Pero, entretejidos con él,
encontramos sentimientos idempotentes de exaltación y regocijo, de fraternidad
y esperanza. En esta unión tan humana, en esta soldadura de placer y tiniebla,
reconocemos la verdadera naturaleza de este diario: un canto a la vida, al
deseo de vivir, de recobrar lo vivido, o de entenderlo. En esa labor andamos
todos. En Algunos cisnes negros, Olga Bernad la ejecuta
con un brío delicado y una descarnadura singular.
EDUARDO MOGA