domingo, 28 de diciembre de 2008

Fin de los sueños

No nos queda casi nada de este año, dense prisa, si tienen algo por hacer… y que la naturaleza y los dioses sean generosos con ustedes y con sus sueños en ese 2009 aún por estrenar.






La soledad de la bella durmiente
seguía dibujando la certeza
de un dulce Sur y un corazón perdido
y años que se entretienen y resbalan
entre dedos desiertos de caricias.
Y tú que sollozabas escondido
en el ángulo oscuro de mi danza,
en el rincón mas quieto de mi sueño;
y yo que despertaba de repente
del único destino de las hadas,
de mi tiempo pasado entre unas ruinas
más perfectas que yo, desde los versos
de los cuentos amargos de las niñas,
amargos como hombres que levantan
los vestidos y rompen las almohadas
a las que me abrazaba por las noches
cuando el amor era un temor futuro,
cuando todo da miedo y tú no estabas
besándome la angustia de los párpados
ni esperando los pasos de mis piernas,
las mismas que sostienen y que guardan
tus labios en el centro de mi trampa.
Tus labios cuidadosos por mi alma
muerden mi corazón, leen los mapas
del calor en mi piel y las montañas,
el mar, el cielo, el sol, la luna y nada,
nada como tu peso me ata al alba.
Sobre mí tu deseo y la mirada,
sobre mí tu equilibrio y tu locura,
tú sobre mí, tu y yo sobre la cama.


Olga Bernad

Actualización del 29 de diciembre de 2008
:
Fernando Sarría lleva este poema a su Crepusculario siglo XXI.
Muchísimas gracias, Fernando.


martes, 23 de diciembre de 2008

Manos de barro

Ay, el amor a la Humanidad, qué pocos problemas trae. A mí no me cuesta nada querer a todos esos seres que no conozco y que nunca me molestarán, están ahí, con sus sonrisas y sus lágrimas, con su niebla y su imprecisión, con su manera de ser como yo pero bien lejos. La sensación es tan gratificante y cuesta tan poco esfuerzo que tiene algo de trampa y tentación. Os quiero a todos, tenedlo por seguro. Os quiero y es verdad. No miento y, sin embargo, si deseo pensar en el amor seriamente, no tardarán en llegar fogonazos de odio. El problema es que quienes nos mienten, quienes nos traicionan, quienes nos hacen la vida imposible en el trabajo o quienes, simplemente, nos desagradan, son también Humanidad. Que te digan que los respetes, vaya y pase; pero que, encima, los tengas que querer… Eso es para valientes o para mentirosos (y hablábamos del amor seriamente, hemos quedado).

Pero ese esfuerzo casi inhumano es el único que mejora un poco el mundo, esa es la verdad, lo pone un poco en orden, lo suaviza. Pone a prueba la inmensa carga de nuestra voluntad, la convierte en la joya que brilla sobre el pecho o en el collar de hierro de una esclavitud profunda. Cuando no puedo amar a quien me hace daño, pero no quiero odiarlo (porque el odio es muy impertinente de sentir, como enamorarse pero sin parte bonita) intento comprender. Es lo único que me salva, entender su dolor, meterme un poco en su piel, sentir su frío, compararlo con mi propio corazón helado cuando he devuelto mezquindad por mezquindad, tasada con ojo de amo. Y todos esos pequeños sufrimientos envenenando la vida cotidiana en cada historia de amor y en cada reunión de vecinos de la comunidad. Qué pérdida de tiempo y, en la mayor parte de los casos, qué gran tontería.

A veces, muy adentro, quisiera disculparme por ser tan débil, por haberme sentido herida, por no entender a los demás o no intentarlo. Casi nunca lo hago. Pero, mientras pienso en ello, hago algo parecido a rezar, imploro una compasión por mí y por todos que sólo ante Dios dejaría de resultar absurda, si es cierto que nos mira y nos escucha. Y el auténtico compromiso – y en muchos casos auténtica penitencia, seamos sinceros- es dejar de hacer lo que no debemos y punto. Sin excusas y sin autocomplacencias. Yo no sé qué pensará Dios de nosotros. A mí me cuesta creer que existe, pero me resulta casi imposible creer que no existe. En cualquier caso, si no volviese a nacer cada invierno, se aburriría de mirar y mirar con ojos viejos los gestos repetidos de los hombres, siempre intentando lavarse esas manos de barro sobre las que sopló la gracia.

En fin, pido un poco de belleza y compasión en estas fechas y les deseo a todos una feliz Navidad.

Olga Bernad

Actualización del 24 de diciembre:
Para completar esta entrada, pasen y vean la web de DVD Ediciones, donde encontrarán felicitaciones de muy diversa índole (incluida la de una servidora) durante estos días navideños junto a sus otras habituales e interesantes secciones. No se las pierdan. Gracias al coordinador de la página, el simpar Juan Manuel Macías, por su amable invitación.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Canciones de extraño amor



Estoy segura de que nadie en el mundo ha visto este vídeo tantas veces como yo. Tengo una copia en la habitación destartalada donde sólo entra lo que amo y de la que ya les he hablado algunas veces; la misma habitación de la que no saldré algún día, cuando el sentido común deje de interesarme o me abandone, aburrido de cuentas por cuadrar y tonterías.

Miren a su alrededor: en su trabajo, en la calle, en el autobús o encapsulados en su coche entre el tráfico; miren un poco y comprendan de qué viven rodeados y, luego, dediquen dos minutos a esta canción.

Ni siquiera la entiendo del todo: sé que habla de marineros que bailan en el puerto, que brindan a la salud de las putas de Ámsterdam y a veces mueren al despuntar el día, ebrios de cerveza y dramas; habla de lánguidos océanos, del sonido de un acordeón y de mujeres infieles, de monótonas orillas, de manteles muy blancos, de miseria. Oigo el rumor de un mar vivo y triste, duro como una roca, en ese gesto hipnótico que se ha ido irremisiblemente a otro lugar y desde allí nos habla, dejando mi incredulidad agazapada hasta que acabe, poniéndome la carne de gallina.

Nadie canta así, con la emoción creciente del que se va dejando herir por la historia que desgrana, enamorándose de ella hasta desesperarse y hacernos desaparecer. Yo quiero estar ahí, quiero estar a su lado mientras canta. Seguro que el aire quieto de los auditorios vibraba con la voz y el calor de esos sentimientos tan normales y tan extraños que palpitan en su gesto masculino, distintos como copos de nieve que no dejan de caer, llenos de una rara perfección de miel y rabia. Y yo me siento ahí, casi siento el calor que se levanta de cada uno de sus movimientos, y me gustaría que esas manos que acarician o golpean el aire cuando siguen la música, torrentes de algo como un amor contenido que se escapa, rozasen un segundo mi mejilla.

Olga Bernad
Actualización del 17 de julio de 2009: lamentablemente el vídeo mostrado en la entrada ya no está disponible. Adiós a los subtítulos en griego... os dejo éste subtitulado en inglés, que no es lo mismo, pero nos permite oír a Brel. Sin su voz, el texto estaba muy triste.

martes, 9 de diciembre de 2008

El cielo para quien sepa tocarlo

A Fernando G. Seral, que mira mucho al cielo...


Casi al final del día
da el águila real la última vuelta
sobre el llano de plata.
Sobre el campo,
la tierra y las razones cartesianas,
linderos y murallas, paredones
que tranquilizan a los propietarios.
Por encima de él,
surcando el infinito mar del aire,
el águila se adueña del misterio;
sus alas reconocen, acarician y marcan,
delimitan
su parcela de cielo insobornable,
la soledad azul que se oscurece.


Olga Bernad

Nota: El autor de la fotografía es Fernando González Seral y fue publicada en su blog Los Monegros el pasado cinco de agosto bajo el título "...cielo"

jueves, 4 de diciembre de 2008

Manuel

Olía a tabaco negro y a pensamientos tristes. Nunca escuchaba música y yo creo que nunca cometió la imprudencia de leerse un libro entero. En 1960 se cayó del andamio, estuvo un par de meses en coma y casi tres años de hospital en hospital. Mi abuela contaba que volvió de aquella guerra igual que de la otra: callado y taciturno, mucho más solo, con la calma sin adornos del que ahorra fuerzas para el tajo, con misterios nuevos bailando en las dos luces oscuras de sus ojos negros. Dos olivas mojadas que disparaban recto.

No tenía dinero, no tenía libros y no tenía palabras; liaba los cigarrillos con alguna ternura y los fumaba despacio mirando hacia la nada. Miraba muy adentro y bebía coñac por las mañanas.

Supongo que su vida no fue buena. La guerra, la tierra dura a la que pelearle cada fruto, estériles arcillas y rocalla y, luego, la huida hacia la urbe: la fábrica, el cemento, los andamios, la sucia periferia sitiada por descampados deprimentes; los rezos insomnes a San Jornal Sagrado, el más espiritual, el intangible.

Nunca contaba penas, no sabía. Miraba tan despacio, hablaba tan poquito. Nunca me metió su odio en el cuerpo, si le quedaba odio, ni me legó antorchas sucias que pudieron haberme convertido en un fantasma más de la diversa Santa Compaña que aún ameniza nuestras incógnitas. A lo mejor encontraremos las nuestras, luces y cruces antiguas pero propias que ir llevando adelante. No me dejó en herencia su derrota, tan sólo su recuerdo y, con eso, volvió verdad un poco de la libertad futura soñada en el pasado; tampoco quiso compartir su amargura, la inmensa, la que estaba cada día entre el gesto paciente de sus manos callosas. Qué pocas caricias ásperas dieron esas manos toscas.

Nunca tiraba el pan, se lo guardaba en uno de esos bolsillos ocultos que tienen los abuelos. Desmigajaba más tarde los mendrugos para dar de comer a las palomas grises que acuden a las aceras, lo hacía con prisa, con cierta vergüenza de que alguien lo viese, sin ninguna dulzura, con el mal genio o el silencio mortal en que refugiaba su orgullo o sus perplejidades, ignorándolo todo. No miraba a las palomas, seguía caminando, cargaba con su cruz.

Se murió de puro viejo sin hacer aspavientos, hace apenas un año. Y no quiero, jamás, por nada del mundo, manipular su recuerdo hasta enterrarlo en las mil frases gastadas que todos pueden imaginar, pues tienen corazón y seguramente saben cómo se vuelve el mundo cuando se va marchando la gente que conocemos y amamos de verdad. La gente que nos quiere.

Olga Bernad

viernes, 28 de noviembre de 2008

El Cierzo y el suicida


Le oíste trabajar toda la noche

salmodiando razones extrañísimas


Juan Manuel Macías, Interludio en Marte (Azul de enero)


El viento tiene muchos nombres bonitos: el isleño Gregal y los Alisios, el cálido Levante, el Xaloc y el Lebeche cargado de desierto, la Galerna que azota las costas del Cantábrico, el Simún y el Siroco, el Mediodía. A mí todos me suenan a lamento y en todos ellos respira la locura, aunque alguno es tan dulce como la niña eterna de las cantigas llenas de saudade, la morriña de lejos, la tristura del mar azul del norte.

Pero el Cierzo que yo oigo es la voz sin amabilidades, un viento de Mistral, un desbaratador de pensamientos, el frío y seco, el fuerte. Jamás escucha a nadie, revolvedor de hojas, barrendero del mundo; el insensato, el que limpia la cara del cielo en días luminosos e imposibles, el que arrastra las nubes hacia el Este. Con su zarpazo invisible, curte la cara de los hombres que amo, les cierra la mirada, es responsable de arrugas y suicidios.

Es el enloquecido Cierzo de las capitanas sorprendentes y molestas que se estrellan de pronto contra los parabrisas de los coches barceloneses, el creador de brujas a lo lejos, brujas que danzan unos minutos como peonzas de polvo en movimiento sobre la línea rasa del horizonte que parece llamarnos con su esperanza de tierras siempre misteriosas y extremas llenas de mares, tramontanas y gaviotas.

Es tan seco e implacable, tan frío y testarudo, que su empecinamiento parece guardar una rectitud rara, la misma que mantienen los que no se dan tregua ni a sí mismos.

A veces me pregunto si la tristeza sin contemplaciones y el pudoroso desconsuelo que observo en mis paisanos y que siento tan claro y tan adentro, el que convive con la afabilidad cierta y comprobable de la que hacemos gala, con nuestra franqueza y a veces con nuestra alegría, nos lo ha traído el Cierzo o si, precisamente, eso es lo que ha dejado después de llevarse las nubes y el aliento hacia otra parte, soplando sin cesar desde la noche de los tiempos. Porque el día que sopla, no recuerdas que luego va a pararse.

Pienso en la imagen repetida de un hombre encorvado sobre sus propias manos, encendiendo un cigarro sabiamente, guardando el fuego con gesto de caricia; pienso ahora en un hombre mucho más antiguo, refugiado en su desierta soledad de masovero, con la mirada fija en el brillo asustado de la lumbre, en el frágil calor amenazado por el rumor del Cierzo, aturdido por el frío y los vaivenes insistentes de la ventolera, desalentado por la pregunta inmensa que supone la vida por delante. Y el Cierzo que no para. Y entiendo su cansancio por un viento que zoa hasta acabarte, las ganas de dejarse llevar por sus palabras: que no florezca mayo en los jardines ni octubre preocupe a los suicidas. Y me oigo a mí misma disculparle como en sueños: “le oíste trabajar toda la noche, salmodiando razones extrañísimas…”

Olga Bernad

La foto, cortesía de Fernando González Seral

viernes, 21 de noviembre de 2008

Ver para creer

Adiós, dulces amantes invisibles,
Siento no haber dormido en vuestros brazos.
Vine por esos besos solamente;
Guardad los labios por si vuelvo.

Luis Cernuda , He venido para ver (Los placeres prohibidos)


Yo también vine para ver, vine por esos besos solamente y, como tú has visto, me quedé más de lo esperado entre caricias (ah, las hambrientas y aladas) que sólo se transmiten por la fe. No soy digna de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Alguna vez he querido entender lo que sentía; otras, despedazarlo contra tu rostro cierto de miserable amante, el que está al mando de todo lo visible y lo invisible; otras, salir corriendo y, sin embargo, me quedaré a esperar una vez más porque esperarte es permanecer quieta entre tus brazos, los más imaginados, los únicos que tengo cuando escribo, los que abrazan de esa forma invisible las diez letras de un nombre como el mío.

Olga Bernad

sábado, 15 de noviembre de 2008

Los lobos del jardín

Nunca supe si el árbol destrozaba la tierra
o si la sostenía la fuerza de su abrazo.
La amaba fieramente; bajo la sombra, el mundo,
y sobre las acacias nos salpicaba el cielo.
Y yo sobre la hierba dispuesta a la batalla,
muerta de miedo y viva, sonriendo a las arañas,
imaginando luces y retirando sombras.
Te quiero hablar despacio cuando acabes conmigo,
más allá del jardín que cerca el descampado
y nos aleja el mar, la brisa, los mendigos,
como si fuese cierto, como si el paraíso
pudiera construirse negando el otro lado.
El otro lado grita y trae ecos feroces,
salta muros de piedra e invadirá tu huerto.
¿No sabes que no viven las flores que no mueren?
No conoces el lado donde todo se pierde,
no conoces mi alma subiendo por el monte,
ladrándole a la luna y mordiendo a sus presas;
no conoces el frío ni el ruido ni la niebla
ni su oscura guarida para pasar las noches
ni la limpia mañana a la que siempre vuelve,
obediente y dispersa, solitaria, salvaje,
corriendo para siempre sobre los mediodías,
olvidándote siempre, para siempre guardándote,
para siempre perfecta frente a su precipicio,
para siempre invisible desde tu voz lejana.
No existe el muro, el cielo, tu risa, las acacias:
ninguna cosa existe desde que no me miras.
La rabia de mis lobos tiene una nube blanca
con su lluvia de ganas de amor y alcobas cálidas.
Desde el centro del pecho respira una campana,
en el centro del llano vislumbro luz y casas.

Olga Bernad

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Algunos cisnes negros


No voy a hablarles de esos hermosos animales descubiertos en 1.697 por el explorador holandés Willen de Vlamingh, para desconcierto de los maestros europeos que, antes de esa fecha, enseñaban a sus alumnos que todos los cisnes eran blancos, no. Tengamos la fauna en paz, y dejemos a cada cual con su tranquilizador libro de texto bajo el brazo, repitiéndolo año tras año para volver a empezar, consiguiendo que el tiempo fluya mientras algo permanece, aunque sea el error. Tampoco voy a hablarles de Heráclito, no me atrevo.

Resulta que un cisne negro es algo que pasa, algo que nunca podríamos haber previsto y cuyos resultados tampoco podemos calcular. Un hecho matemáticamente improbable, impredecible desde el pasado y de consecuencias imprevisibles para el futuro. Una cosa rara. Su naturaleza viene definida por la manía que tiene de ocurrir. Los cisnes negros ocurren.

Se nos plantan delante de las narices con esa chulería de hecho consumado, mareando nuestra incertidumbre, haciéndole un desplante al concepto de probabilidad. Tienen esa pinta de Peter Pan encantador y canalla, infantil e inaprensible; ese gesto de piernas abiertas clavadas sobre un suelo que es real en alguna parte negada a nuestra ciega y limitada manera de mirar; esos brazos en jarras como de jotera dispuesta a cantar al viento su jota de los incrédulos, deliciosa, irreverente, implacable. Rara.

A toro pasado, cuando ya han ocurrido, hordas de analistas y críticos intentan explicarlos, aplaudirlos, destruirlos, pero sólo encuentran su propia estulticia como arma arrojadiza porque un cisne negro es siempre incontestable.

Si el muchacho que se inventó el Linux hubiese querido competir con Microsoft, se lo hubieran comido sonriendo tranquilamente. Pero se le ocurrió la inaudita idea de enviar un correo masivo que decía: “Hola, muy buenas. Tengo un sistema operativo nuevo y te lo dejo”. Algo así, completamente absurdo. Linux es un hermosísimo cisne negro, pero también los hay de otro tipo. El 11 de septiembre no es sólo una fecha en el calendario, es un enorme y terrible cisne negro desplegando sus majestuosas alas delante del sol y proyectando una sombra inquietante sobre el mundo.

Hay quien considera a Nassib Nicholas Taleb (padre de la criatura “El cisne negro: el impacto de lo altamente improbable” y de su precursor “Engañados por el azar”) un genio, y quien lo considera un perfecto idiota. Yo no sé cuál es la verdad y no me importa. Sé que los cisnes negros existen, que nunca los veremos venir, que seguirán pasando y que sólo una cosa es condición sine qua non para que ocurran: que alguien, en algún momento y en algún lugar, se atreva a pensarlos.

Juegan con nuestro concepto de esperanza, esa Pandora griega de fama tan incierta, también con nuestro miedo; se mueven tranquilamente sobre los lagos intelectuales del devenir. Los inexistentes dioses de la antigüedad no sabían verlos; el nuestro se mantiene al margen pensando, digo yo, que la joya del libre albedrío no puede salirnos gratis.

Yo estoy fascinada por esa figura. Le rindo tributo como puedo, siempre humildemente: he escrito esto sin haberme leído el libro y sin tener ninguna intención de hacerlo. No me interesa.

No pierdan la esperanza ni vivan tranquilos. Verán al cisne negro cuando el aire de sus alas les acaricie el rostro.

Olga Bernad

sábado, 8 de noviembre de 2008

Amores platónicos

Hace pocos días, Iseo y yo hablábamos de ellos. Iseo es el nombre ficticio de una amiga real, compañera de mis anteriores quebraderos de cabeza con las cuentas en la Universidad. Estábamos en una cafetería, poniéndonos moradas de churros, porque hemos sustituido la operación “incierto bikini del verano que viene” por la operación “eterno y lejano bañador negro de manga corta con pareo hasta las rodillas, estratégicamente colocado”, que amplía felizmente nuestras opciones de nutrición. Entre otras cosas, nos preguntábamos si un amor platónico se podía considerar infidelidad. Al final decidimos que no (yo creo que, desde el principio, mostrábamos muy poca tendencia a decidir que sí).

Frívolas e irresponsables, pensará un lector riguroso. Pues sí, tiene razón. Iseo quiso ponerse algo seria: “Depende de si son platónicos porque lo son o porque no queda más remedio”. Hija, qué ganas de fastidiar.

Platónicos o imposibles, la cuestión es que todo conspira para que sean cada vez más seductores: nunca decepcionan porque sólo vemos la perfección distante o incluso el ejemplo, y es fácil imaginar una maravillosa e indiferente sonrisa lejana que llama y llama sin nombrarte nunca. Pero si no nombramos, no amamos.

Voy por la calle, un amigo me mira, pronuncia mi nombre y me coloca en el mundo. Abandono a esa soñadora consentida y soy yo, como yo soy, contenta de verte, Raúl, siempre con ganas de hablar. Y, sin embargo, qué pobre resulta todo otra vez al poco rato, qué ganas de mirar a lo lejos y ver algo, lo que sea, un poco más de confusión.

Esos hombres lejanos y admirados son pequeños dioses a la medida del calendario. Es el hambre de nuestro corazón desquiciado el que construye esos dudosos fantasmas y ese bosque. Lo malo (o lo bueno) es que, de repente, nos parezca que coinciden con algún ser real. Tiene mucho de equivocación, un poco de milagro y otro poco de lamentable intento de meter en nuestra vida cotidiana algo más que el humilde tic-tac del tiempo que se escapa. Son totalmente nuestros. ¿Son verdad?

¿Les pasará a ellos lo mismo? No sólo a los adolescentes, sino también a ese señor del maletín, tan serio y circunspecto. ¿Imaginará, como tú, culpables amores perfectamente inocentes? ¿Dejará que le duelan o lo tendrá todo controlado? Iseo me dice que pare la noria, que ellos son más honestos y sólo tienen fantasías sexuales. Remata la frase poniendo esa cara de esfinge que tanto me intranquiliza.

¿Debemos olvidarlos o alimentarlos? ¿A quién traicionamos en cada caso? “¿Les pasará esto a nuestras parejas?”, se me ocurre decir. “¡Calla, que me muero!”, salta la esfinge, descompuesta. Yo también me muero, Iseo, no me atrevo a preguntar.

¿Tú preguntas? O tú sueñas. Mi amor, no: él me quiere. Mi amor platónico, menos: él nunca hace lo que no debe; por favor, para eso estoy yo.

Olga Bernad

sábado, 1 de noviembre de 2008

La isla

No habrá una sola torre en esta isla:
ni la iglesia, ni el faro ni tu alma.
Nada levantará la voz al cielo.
Será la arquitectura de la playa,
la planicie sin fin del mar inmenso,
el horizonte en círculo perfecto
y las luchas de los acantilados
(revolución de espumas y de ahora
que inflama el torbellino de las olas
contra las viejas piedras de los tiempos).
Será la perdición de mi mirada
mi soledad cubierta por el cielo.
No voy a defenderme pero quiero
que me sonrías antes del disparo.

Olga Bernad

miércoles, 29 de octubre de 2008

Escrito está


Escrito ‘stá en mi alma vuestro gesto
y cuanto yo escribir de vos deseo



Para bien o para mal, hay gestos que se quedan escritos en el alma. En el amor como en la guerra. Me gusta que las palabras se claven en el corazón.

Hoy he vuelto a estos dos versos de Garcilaso porque estoy harta de aleteos vanos, superficiales intimidades que no arriesgan nada, evocaciones a las que no les basta con ser recuerdos, libros de texto y babas sobre palabras que aún guardan algún tesoro. Hasta de mayo con sus flores estoy harta. Saliva envenenada al pasar la lengua por la dulzura frágil de las mejores líneas.

Vuelve pronto noviembre y yo también regreso a los cuatro renglones que se quedaron escritos en mi alma. Vuelvo a mi casa y clavo tacón y lanza. Me gusta estar de pie junto a la puerta.

Olga Bernad

sábado, 25 de octubre de 2008

Andábata XXX: Corazón (A piece of my heart)



Es como si ya me supiese mi vida futura de memoria, como si me contasen la de otra, otra que no muerde las paredes ni pierde el oremus aunque sea por dentro. Pero por dentro no importa, decía el psicópata de American Psycho.

Nunca he sabido estar a la altura de mis ocurrencias, esa es la verdad; y tampoco he tenido valor para aceptar a los demás en cuanto se han pasado de la raya. ¿Te acuerdas de Koldo? Sí, aquel chico obsesivo de mirada intensa que tanto te quiso, que tanto lloró. Cómo me asustaba. Tengo que decir en mi favor que él estaba loco de verdad, de los que acaban necesitando un psiquiatra. Recuerdo bien lo que quedaba de él cuando por fin el tratamiento “acertó”. Tan sereno y apagado, tan funcionario probo, tan voy a formar una familia for ever and ever. Sus padres me odiaban. Achacaban su última y más terrible crisis a mi influencia, aunque aquello no era cierto. Puede que nos uniera una extraña conciencia de gremio (Dios los cría, etc.) pero él no necesitaba ayuda de nadie para desquiciarse, lo juraría sobre la Biblia de su madre; en fin, que me animaron a dejarle porque menos novia y más religión era el freno que su hijo necesitaba.

Pobres tontos, pobre de mí; yo no podía creerme que mi Koldo (también pobre), el que me asustaba y al que seguramente tampoco habría tenido el valor de amar hasta el final, se hubiera vuelto un zombi más o menos educado, más o menos tranquilizado, sin obsesiones ni dolores del alma. Me desesperaba la idea que toda aquella fatalidad y aquella fuerza, su especie de locura zambullida en un lago negro y romántico, toda su ansiedad pero también sus más auténticos deseos y por añadidura toda la pena, no fueran una verdad furiosa e insobornable, sino que se explicaran químicamente y se curaran con pastillas de color de rosa y con prácticas médicas que estaban entre la magia y la sospecha.

Koldo, aquel día eras como un animalito al que hubieran extirpado un tumor y el cirujano, avaro de descubrimientos, sicario leal de un gobierno muy legítimo, hubiese hurgado de paso en tu corazón y se hubiese quedado el trozo más sediento, más soñador y anhelante, el pedacito raro que todos tenemos y que tú simplemente no sabías disimular. Sí, creo que los tratamientos se llevaron un trozo de tu corazón y te mataron las ganas incontroladas de vivir y morir y el poder de emocionarme.

Aún te quería por lo que quedaba de ti en tu gesto tranquilo, ahora un poco alelado, de hombre agotado por el amor y la guerra imaginaria y las decepciones. Sólo que esa vez, la última que te vi, no habían acontecido el sexo y las peleas, únicamente existía un doctor de bata blanca y sensateces, un hombre tan prescindible como un asesino en un cementerio desierto, aquel que me sonreía con gesto razonable, tal vez comprendiéndome desde muy lejos pero sin querer oír que era yo la que lloraba por el hermano muerto mientras su amabilidad tranquilizaba a tus parientes. Yo sentía esa amabilidad comprada como una prostitución del amor, como una estrategia de tierra quemada que avanzaba, inclemente y amnésica, por todas las montañas que yo vi sembradas y verdes y a veces también fueron serenas y siempre, siempre habían sido hermosas.

Pero verme retrasaba tu supuesta recuperación, más bien recaptación, el doctor amablemente me instaba a abandonar mis combates y me convencía de que eso era lo mejor para todos. No me fui sin más, te prometo que sufrí. Quise decirle que tal vez un día se le apareciese el mago Merlín para recordarle que, cuando un hombre miente, mata una parte del mundo. Entiéndeme, perdóname, yo no quería acabar también siendo sospechosa de merecer tratamientos intensivos; y tú no respondías, y ya la comodidad y la esperanza se habían instalado en la paciencia y en las cuentas bancarias de tus padres. Años después supe que nada sirvió de nada, aunque ya lo sabía en aquel momento. Al menos yo te hubiese hecho feliz durante un tiempo. Pero entonces era muy joven para enfrentarme a todo eso, era más débil y tú habías dejado de ser tú. Y yo no tenía fuerza sin ti. No sabía qué hacer con toda aquella angustia.

Por eso me volví a casa sabiendo que no volvería a verte, indigna de mi propia historia, buscando la asfixia del aburrimiento y las mismas calles de esta ciudad. Preferí avanzar hacia atrás (hoy es ya costumbre), regresar para permitir que otra vez la vulgaridad sucediera a un tiempo encantado. Que mi perro me lamiera las manos, que algún chico más normal me besara la frente, que también mi médico me diese de vez en cuando pastillas de colores normalizadoras de lo desconocido, el latido desbaratado de todos los trozos de mi corazón y el vértigo gris de los días que se repiten y se repiten.

Olga Bernad

viernes, 17 de octubre de 2008

La dureza

He encontrado en el suelo una esmeralda falsa
y la he mirado.
Ella vio desde lejos el brillo de unos pasos
y vigila.
Ella sabe que nunca
escuchará violines en el aire
y que jamás despegará del suelo.
Sé que su bienvenida
es sólo una serpiente de sonrisa y siseo
y yo siento vergüenza de mirarla,
vergüenza de latir como campana,
miedo invisible a dar un paso en falso.
Sin embargo,
el anillo que brilla entre mis dedos
me recuerda tus versos,
su rotunda verdad y su silencio,
su recta y simple frase,
la alegría redonda de metal bien templado,
la dureza
de la luz más perfecta sobre el rostro.

Olga Bernad

martes, 14 de octubre de 2008

En un Simca 1.200

Mi padre tenía un Simca 1.200 más bonito que un San Luis. Un Talbot Simca 1.200 L S. Sustituyó a un Seat 600 verde guindilla que ya era milagroso: en él pudo llevar a la playa a su mujer con sus tres hijos y la suegra, junto al equipaje para todo el mes de agosto. Pero cuando llegó a mi calle conduciendo el Simca, para mí fue una aparición. Aquel coche blanco con techo negro era grande y nuevo como los de la tele, no como los de mis vecinos, qué va. Nos duró hasta principios de los noventa y nos llevó por toda España y parte del extranjero. Siempre con abuela dentro, y a veces con abuelo.

Mi abuela devanaba sus recuerdos en los viajes. Para desesperación de mi padre y deleite mío, miraba blandamente por la ventana y no paraba de hablar. Mecida por los paisajes, escuché mil veces que tuvo un padre maestro, un gramófono y, desde la guerra, muchísima tristeza. La guerra fue un hachazo sobre sus veinte años. Había un novio muerto, una madre muerta, muchos vecinos muertos y dolor y mezquindad por todas partes. Un definitivo adiós a la juventud tal y como hoy la entendemos (o lo que sea que hagamos). Mi abuela tenía pocas cosas. Tenía un pueblo abandonado, en ese Teruel más duro que las piedras, al que aún íbamos con frecuencia para visitar a mi tía Joaquina y ocuparnos de cuatro viñas. Tenía también una inmensa capacidad de afecto y consuelo y unas emociones que mezclaban sin remordimientos lo práctico con lo sentimental. De hecho, mi tía Joaquina no era tía carnal, era “sólo” amiga suya; pero yo me enteré de eso mucho tiempo después, cuando no pudo valerse por sí misma y mi madre se la trajo a casa porque ya no le quedaba nadie. Nunca me había parado a pensar en los lazos familiares (es que en el pueblo te lías con tanto pariente). Ella siempre la consideró de su familia y punto. Y ese punto era tan tajante que todo el mundo pasó a considerarla así.

Además de esas cosas, mi abuela tenía frío. Cuando el Simca maravilloso de mi padre dejó de ser maravilloso de puro viejo, comenzó a hacer maravillas distintas: se le encendía la calefacción en cuanto lo ponías en marcha, vaya usted a saber por qué, y ella era la única que aguantaba como una jabata los viajes al pueblo en pleno verano. Hasta ese punto era friolera, la pobre. Y mi padre aguantaba mecha, calefacción, manías de su suegra y opiniones de su suegro, falangista voluntario, mientras pensaba en su propio padre, voluntariosamente socialista. Eran unos viajes maravillosos como el Simca.

Mi abuela es sus toquillas y el gesto de recogerse, y unas cuantas frases que el tiempo ha convertido en clásicos memorables. Toda mi infancia oyéndola decir, pegada a la estufa: “Hija mía, a ver si nos tocan los ciegos para poder comprarnos un piso con calefacción”. También llegó un momento en que mis abuelos no fueron capaces de vivir solos y vinieron a casa de mis padres. Por entonces, ya hacía años que teníamos calefacción. Y hasta aire acondicionado les pusimos, esos aparatos productores de corrientes asesinas a los que siempre miraron con desconfianza. A mi abuela la memoria se le fue volviendo rara, pero se le quedó la costumbre de sufrir. Mi padre en navidades: “Hala, señora Presen, cuéntenos penas”; y ella: “Ay, no os riáis de mí, que al año que viene ya no estaré”. Eso, todas las nochebuenas de mi vida. Hasta el año pasado, que fue verdad: no estaba. Porque la suegra de mi padre siempre acababa teniendo razón. A mi abuelo se le rompió el débil hilo de seda que le sostenía y se murió al mes siguiente. Y yo, que miro atrás cada vez con más nostalgia, echo de menos hasta las lágrimas las letanías de ella y los silencios de él, me arrepiento de lo que nunca pregunté, les respeto por lo que supieron no decirme. Me asombro porque ya no veré más la mirada húmeda y feliz, inconfundible, con que nos acarician los que nos quieren siempre y nos quieren gratis.

Mi padre pensó en dejar el Simca en una de las viñas, allá arriba en la sierra, para resguardarnos si llovía durante la vendimia o la poda de los sarmientos. No me hubiera gustado verlo pudrirse bajo el frío de las heladas negras de esa tierra implacable, no me hubiera consolado poder meterme en él. Tal vez era mejor mandarlo al desguace, permitir que las cosas descansen en los cementerios adecuados y los recuerdos no se vuelvan fantasmas. Al Simca le siguió un Opel Vectra que ahora es mío y ya está para el arrastre. No sé si encontraremos maravilla con que sustituirlo. No sé qué pensarán mis hijos cuando crezcan.

Olga Bernad

jueves, 9 de octubre de 2008

De la tristeza

No quiero que mi tristeza sea la conversación inútil con esa hermana tonta de la felicidad con la que casi todos jugamos cada día. Ni el mentiroso espejismo de lucidez de algunos sabios, cuya sabiduría me importa tanto ahora como que una pequeña mariposa mueva las alas en Nueva York y se desate la tormenta en otro mundo. No quiero saber cosas ni entenderlas, quiero montarme en un tren lento y marchar hacia un país maldito o bendecido donde me espere un poco de belleza. Y no quiero dejar la misma estela de amargura y renuncia vista tantas veces; no quiero que al final los sueños no cumplidos se conviertan en hambre amarga y atrasada, ni la vida en un lobo cruel y cansado que acecha presas fáciles. Si pudiese elegir, preferiría matarla con mis propias manos. Quiero mirarla flotando sobre el agua, sin ninguna impaciencia, como una dama blanca muriendo para siempre sobre un río. Sin nada que la dote de contenido preciso; sin nada que la atrape. Quiero guardarla así. Quisiera protegerla.

Olga Bernad

domingo, 5 de octubre de 2008

Lo que tardamos en olvidar un nombre

Lo que tardamos en olvidar un nombre
que no ha dejado nada entre nosotros,
ese demoledor segundo en blanco
asesinado por nuestra memoria,
sólo ese tiempo muerto del olvido,
ese pequeño instante que perdimos
una y mil veces
en mil sinsentidos,
vendrá y se vengará cuando no queden
ni segundos ni arena en los relojes;
vendrá para gritar, para callarse,
para quedarse solo y guarecerse
bajo el toldo golpeado por la lluvia.

Debí pensar en ti, tú me ofrecías
un poco de verdad entre la nada.

Y la lluvia que insiste en la memoria
acunará en los golpes cada letra,
pronunciará mi nombre y el recuerdo
se quedará sentado en esta calle
en la que hoy pienso en ti.

Olga Bernad

lunes, 29 de septiembre de 2008

La terrible virtud de ser inolvidable



Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla

que voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé

de esos ratos; darles principio resultaba más sencillo que

darles fin.

Jorge Luis Borges, El Zahir


Moneda o ser amado, poema o canción, tigre rayado o sable poderoso, el sujeto que atrapa nuestro pensamiento juega con nosotros. Somos su presa y nuestra mente el lago azul o negro en que su imagen, su concepto, su voz o sus palabras se repiten y doblan, se reflejan como si fueran ciertos mil veces, vuelven a ser y siguen siendo hasta convertirse en obsesiones. La cordura, los horarios, las frases hechas y la filosofía, todo lo razonable, sólo son piedras lanzadas inútilmente contra la superficie del lago, intentos infantiles de hacer desaparecer la imagen impresa en el deseo o en el alma. Sólo es cuestión de tiempo que el agua lisa vuelva a reflejar lo que quiere y sepa ser espejo de nuestros pensamientos.


A veces el camino es perderse en ellos, zambullirse desnuda en el estanque ciego, repetir un nombre hasta que no signifique nada. Gastar el Zahir a fuerza de pensarlo, decía el maestro. Pero el Zahir es lo inolvidable, y lo inolvidable puede enloquecer. Detrás de cada ser inolvidable (el notorio, el visible) Borges intuía la existencia de Dios, quizá para consolarse. Por eso al decir “Zahir” pronunciamos uno de sus noventa y nueve nombres.


Cada obsesión es un trozo de amor destartalado, el reflejo imperfecto y tenaz de una arquitectura que sabemos perfecta, un barco que se hunde para siempre, una caricia o un zarpazo de inmensidad que no cabe en la cabeza. Pero es un poco de inmensidad, la sombra de la rosa.


Olga Bernad

Nota: La imagen es cortesía de Mª Teresa Gómez Puertas, fotógrafa zaragozana integrante del Circulo Fotográfico de Aragón . Fue publicada en su blog el 15 de junio de 2008 con el título Reflejo de la Casa Mateus (Portugal)

jueves, 25 de septiembre de 2008

Noche de otoño

Hoy quiero un beso largo
y una lengua perdida por mis manos,
quiero morderte el cuello
y jadear adentro de tu aliento.
Quiero quedarme quieta sobre el mundo
y moverlo al compás de lo que siento
y agotar las reservas de tus venas.
Quiero que busques algo sobre mí
como si realmente
pudieras encontrarlo.
Sólo más, nada más, y tan aprisa
como se escapa el cielo
en una interminable borrachera;
tan despacio como se acaba un árbol
bajo los mil mordiscos
de las heladas negras.
Más luz, más paz, más tercas melodías,
más sed y oscuridad sobre mis piernas,
zarpazos de lamentos y caricias,
recuerdos imperfectos de otra vida.

Y al final quedarán entre tus dientes
mis labios recordando
lo que dices en sueños
y mi piel inventando lo que sueñas
a golpe de caderas y de estrellas.

Olga Bernad

domingo, 21 de septiembre de 2008

Belleza y compasión

Aunque la compasión goce de mala prensa, esté reñida con la altivez y todos los parapetos que ponemos ante el mundo y aunque siempre digamos “no quiero que me compadezcas”, yo creo que cada vez que hablamos pedimos compasión. Está en nuestras plegarias y en todos los deseos.

Hacemos mil cosas para sobrevivir y proteger nuestra débil presencia entre los otros, algunas muy raras. Pensamos mentiras, cuentos, dioses, ciudades y normas, historias de amor. Muchos dioses inventados son crueles y hermosos, indiferentes, tal vez porque fuera del sentimiento puede comprenderse mejor la pureza, algo sin mancha que se mantiene a salvo de la vulgaridad, algo más alto que nuestra miseria, ajeno a nosotros y, sin embargo, algo que llena ese frío espacio de nuestra imaginación en el que parece resguardarse una cierta belleza, altiva y solemne, inaprensible pero viva.

También el Dios que nos alumbra fue imaginado a veces como un dios terrible y solamente perfecto, desdibujado por el tiempo en su mandorla, el pantocrátor lejano e inaccesible que señalaba la justicia con su dedo vengador y misterioso. La bendición del poder. Necesitamos la justicia tanto como la belleza, pero el miedo de los hombres tiene límites hechos de tedio e inconstancia y, sólo vestido de justicia y castigo, sólo lejanamente bello y terrible, sólo poderoso, le hubiéramos olvidado o convertido en literatura.

Creo que Dios sobrevive porque está cerca y se compadece, y porque en todo momento puede haber alguien que lo sienta así, tan cerca que se mete en el corazón.

Olga Bernad

lunes, 15 de septiembre de 2008

Ejercicio literario nº 29

Cuando alguien me cuenta una tontería y no sé qué decirle, acabo sugiriéndole que la escriba. Es una de las muchas vilezas que cometo. No he encontrado persona que no crea que la actividad continuada e insignificante de su memoria atribulada, o de su corazón, o de su metafórica conciencia, merece la verdadera pena de ser puesta por escrito. Me incluyo en la fiesta de la confusión con el agravante de que a mí no hace falta que me lo sugiera nadie. Con el tiempo he intentado que en el ejercicio de la escritura haya un entendimiento más o menos cordial entre el vómito y la belleza. Es lo único que puedo decir en mi favor, aunque no sé si es mucho.

Pero a veces hay sucesos (o incluso textos) con los que nos topamos y nos obligan a ir más allá, o tal vez a pararnos. Pararse a pensar sobre la palabra, como haríamos en una iglesia silenciosa y vacía, a solas con la luz, apoyados en la sombra de los muros, es un acto de honestidad y valentía. Mantener el valor es otra cosa. Apenas salimos al ruido y al frío, los mismos vicios amables nos circundan. Siempre vuelvo a fumar, siempre quiero dejarlo. Y siempre vuelvo a escribir. Pero no he conseguido ir más allá de lo evidente, me da mucho miedo que no haya final ni caminos de vuelta ni entendimientos cordiales con los que consolarse.

Me da pánico andar por la llanura helada de la estepa que tengo en la cabeza, totalmente visible y expuesta, sin abrigo, sin carpeta a la que agarrarme, sin amores que sonrían, sin tabaco.

Olga Bernad

martes, 9 de septiembre de 2008

Apuesta



Cuando ellos empezaron a tocar, yo tenía 15 años. Con el tiempo me fueron gustando aquellos rockers sin complejos a pesar de que mi novio hablaba muy mal de ellos, porque mi novio era mod. Pero, entre Quadrophenia y Quadrophenia, sus canciones se metieron en mi memoria y yo me las guardé en el corazón porque tenían la misma tristeza y la misma rabia que siempre me acompañaban; también la dulzura y un desencanto que a veces era amable y hasta gracioso y, otras, sólo absurdamente desolador. Sin demasiadas pretensiones pero con más seriedad de la previsible, esas canciones comenzaron a crecer e incluso flirtearon con el éxito. Aquélla era una época falsamente inofensiva, y la libertad y el placer que parecían infinitos y nos condenaban a vivir, como la primera juventud, como el mareo agradable de una borrachera, acabaron por convertir en verdad los peores presagios. Tal vez perdieron su apuesta, no lo sé. Tal vez no iban a ningún sitio.

Cuando leí en el periódico la noticia de la muerte de Mauricio Aznar, comenzaba el otoño del año 2000, aquel año que apenas meses antes sonaba a futuro impredecible y pasó a ser historia melancólica con la misma normalidad de cualquier otro. Me sorprendió lo triste que me puse, me entristecí como si se me hubiese muerto alguien conocido. Me pareció que todas las calles del barrio envejecían y mostraban la verdad: que el tiempo y la ciudad eran asuntos sucios y yo una mujer de treinta años que empujaba por primera vez un carrito de bebé. Definitivamente, las cosas eran como eran y en cada paseo iba dejando atrás la juventud inmortal e interminable y las canciones que habían sido la banda sonora de una especie de adolescencia inacabada.

Pero se había acabado mucho tiempo atrás y ya nunca iría solamente donde quisieran mis botas, ya nunca escaparía de la vida: estaba atrapada por el amor más tierno y más real que existe. Sin embargo, una chica morena y furiosa, infinitamente sola y confundida, me miró con rabia y con desprecio, con el gesto beligerante de su elegida vuelta atrás. Y no la he vuelto a ver. Se largó hacia el mar, seguro, porque al Este del Moncayo sólo hay sed y el desierto para correr. A veces quisiera mandarle violetas a alguna dirección inventada.

Hacía demasiado tiempo que todas las advertencias iban en serio: nosotros también nos moríamos y yo acunaba a mi hijo; y ya no estaba hecha sólo de futuro y ganas, tendría que haber un sitio para el deber, las renuncias y las despedidas. Y para tragarse la tristeza que no se puede confesar. En aquel momento seguí tomándome el café como si nada. Mi madre nunca supo quién era ese chico, todas mis amigas estaban trabajando y mi hermana se había marchado ya. Luego fui caminando hacia el parque de La Granja, me senté en un banco a esperar que Víctor se durmiera y estuve un rato llorando tranquilamente, pensando apuestas que ganarle al porvenir.

Olga Bernad

Nota: Más birras fue un grupo de rock zaragozano que existió de 1985 a 1993, liderado por Mauricio Aznar. La canción Apuesta por el rock and roll fue incluida en su mini LP Al Este del Moncayo.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

No volver

Si ahora no pudiéramos volver
ni querer ya pensar la luz o el alba,
tampoco este silencio mataría.
Tal vez sea mi casa esta locura:
las frescas gotas sobre la garganta,
la luz ausente y, fuera, la tormenta.
Y Dios dormido, triste y olvidado.
El placer del recuerdo y las miradas,
la larga noche, la palabra nunca,
el tiempo que se muere en cada gota
con su temblor de lágrima que arde
y quiere recordar algún deseo.
Son pequeñas las llamas que me lamen
la cara y las palabras, y me dicen
que es tan duro apagar alguna hoguera
como dulce dejarla que se extienda.
Era cuando quemábamos el campo
y no nos importaba la cosecha,
ni el humo ni el dolor ni la tragedia.
Tan sólo verlo arder, el campo ardiendo
y la hoguera salvaje de mi alma
limpia como esas llamas sobre el campo,
incapaz de pudor, ardiendo en calma.

Olga Bernad

viernes, 22 de agosto de 2008

Las reglas del desierto



A muy pocos kilómetros de Zaragoza comienza un desierto grande y raro. Los Monegros, los olvidados Montes Negros de mi alma, el único paisaje que es realmente mío. Estepa que contempla con la misma vieja indiferencia los diez grados bajo cero que los cuarenta grados a la sombra, cuando hay alguna sombra que llevarse a la cara. Por encima de la tierra devastada, por debajo de un cielo incontestable que parece asolar toda esperanza y muy lejos de benévolos paisajes, rebulle un hervidero de vida y de silencio, una extraña manera de agarrarse a la dudosa suerte de estar en este mundo. Hasta esa consideración es gratuita, un exceso de niña malcriada. Ni un gesto de más ni un ademán de menos. La seriedad que quiero habita en cada araña y en cada una de sus telas densas y resistentes, tan engañosamente delicadas que, cuando llueve, atrapan el agua más violenta con su fuerza flexible y forman collares alambicados, propios de una princesa a la que nadie espera (pues no hay nadie esperando y quien no espera sabe que no sólo no existe esa princesa, sino que nunca viene a este desierto). Abalorios de perlas de agua sobre los hilos hechos en sus entrañas negras: los collares de lluvia y telarañas son joyas para nadie.

Pero no hay raíz más tenaz, ni romero más intenso, ni manzanilla más pura, ni tomillo más fragante que éste que sobrevive entre la nada, con una aristocracia de planta olorosa por derecho propio y de sangre tan azul como el reflejo del imposible verde de sus hojas, que no llegan a ser exactamente hojas, sino filos estoicos de olor denso. Cuando quiero tener entre mis dientes un poco de pureza sin contradicciones, muerdo siempre una fruta de secano. Su esfuerzo no es inútil ni orgulloso, es la increíble pulpa fabricada con sed y con sudor, bella porque sí y punto (a veces muerto).

Y junto a todos los puntos muertos del camino, junto a las arañas y las princesas insubsistentes, hay a veces chillones girasoles de estío, ejércitos vencidos en otoño. Los extraños fardachos vigilan sus derrotas, vestigios del estupor de aquellos inmensos dragones de los cuentos, que se han hecho al tamaño de la supervivencia; lagartijas de medio kilo, impasibles y lúcidas, con su algo de mercenarias y de bestias comprensivas que leyeron a Arquíloco y sueltan sus escudos sin dar explicaciones porque la vida es siempre lo importante. Y no tienen remordimientos pero tampoco ganas de ironías. Los fardachos de aquí entienden hasta la saciedad y hasta la soledad más absoluta ese ritmo del hombre que Arquíloco cantaba, yo lo creo, pues saben cómo tratarlo: se esconden ciegamente de sus pasos. Y nunca se entristecen demasiado ni entienden la alegría sino como una loca extravagancia de los que tienen tiempo y paisaje para ensueños más bellos que la vida, y acaso más importantes que mantener el corazón en marcha hasta que no se pueda y por ninguna otra razón dejar de hacerlo.

Cuando la escasa lluvia se convierte en tormenta, en tromba de agua o pedregada infame, este cielo vuelve a inventar un gris que nunca habíamos visto, un agujero profundo y asustador de buitres y de quebrantahuesos audaces que han olvidado serranías y alturas y planean por estos enormes descampados de nubes. Ese cielo lleva en sí su amenaza y su paciente fin del mundo y se burla del temor de los vivos con alguna esquina que brilla claramente por un sol irreal de puro intenso. Las águilas reales lo acarician, y sojuzgan desde arriba la inquietud que su sombra produce sobre el llano. El cielo agita el miedo de conejos y zorros esteparios. En el cielo entero vive el desconcierto del más y el menos y la certeza de que quien manda, manda. Y el cielo manda sobre los Monegros.

Si me da la tristeza y la manía grandilocuente de hacer poemas, recuerdo que yo también soy de esta tierra y que no hay que llorar más de lo imprescindible. Me miro en el espejo y me sonrío, sin mucha confianza y sin pasarme, el gesto suficiente que te afirma y te dice quién eres entre mil quinientas dudas

A veces imagino que un predicador absurdo, escapado de una película del oeste y de alguna religión falsaria, con su levita negra y su barba extranjera, va paseando su biblia por este hermoso infierno con la excusa de dar esperanza a las arañas. Pero ellas están tan inmunizadas contra la esperanza como incapacitadas para el desconsuelo. Bajo las piedras, los alacranes se aburren de escucharlo y las culebras más descreídas del mundo esperan que anochezca. Y sobreviven no se sabe bien cómo, pues todas las rendijas de las catedrales de arena donde se esconden y el suelo donde encuentran sus humildes guaridas, no cuentan con la protección de raíces suficientes que sujeten la exagerada bendición del golpe de agua. Y entonces, tristemente, la tierra se hace barro y sus rendijas, antes de dilatarse y encharcarse, se tragan esa lluvia y se la llevan hacia capas inútiles y profundas mientras la superficie de su piel se dispone a agrietarse nuevamente. El charco se hace barro; y el barro, tierra prieta, porque el sol, tan atroz como el cielo y todas las tormentas, insiste en caer de lleno sobre las humildes llanuras sin defensas. Llanura impenitente o suaves lomas que jamás se atreven a contestar al cielo y nunca terminan de levantar sus picos hacia el viento.

Mirada desde lejos es una inacabable tortura horizontal de tierra seca; desde cerca, una piel llena de arrugas hondas, un rostro del que alguien expulsó la vanidad a navajazos largos. Pero en su dureza es una tierra viva y dignamente amarga, con su monotonía desmentida con razón matemática por cerros bajos y barrancos, por las praderas de amapolas en mayo y su mar amarillo de hierba seca en los veranos; por los curiosos tonos de la muerte fingida y el frío arrasador en los inviernos. Para quererla bien hay que mirarla muchas veces. Y hay que pensar en ella. Recordarse en la magia imbebible de sus balsas, paraísos de ranitas alegres a montones, remansos de agua y limo que alguna vez saben a sal y confunden otras lluvias más dulces.

Adoro esta tierra, la quiero con toda mi alma, me rompe el corazón y me desquicia y, al mismo tiempo, guarda la única paz que tengo. Más terca que las flores del desierto, de ahí nace la raíz que me sujeta. Y en ella encuentro la infinita paciencia y el extraño consuelo que me ofrecen sus ermitas perdidas. Cómo decirlo y enviar de viaje hacia los otros esta caravana de sentimientos, caravana sin sedas ni camellos, sin dunas y sin príncipes, sin cuentos orientales que distraigan su ritmo limpio de latido y nada más. Pero también, sobre todo, sin traicionarla y convertir mi amor en otra cosa: el absurdo orgullo de patriota de pueblo que me canso de ver y jamás siento.

De aquí partieron muchos peregrinos hacia Roma, puede que demasiados, y no siempre volvieron. El horizonte sigue siendo una larguísima pregunta y el mar una neblina suave que invade de vez en cuando el pensamiento, una furia distinta o una brisa mojada que es verdad allá lejos, donde la bruma malva y la ternura. Yo sueño con el mar desde esta tierra, y el mar es más azul desde la norma rigurosa, las implacables reglas del desierto y sus inexistentes trenes a la nada.

Olga Bernad

Nota: La fotografía es de Fernando González Seral, a quien agradezco su cortesía por permitirme utilizarla para ilustrar el texto. Fue publicada el pasado 29 de marzo en su blog Los Monegros.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Mil gracias

Mil gracias a Juan Manuel Macías por dedicar su lectura de verano del lunes, en la web de DVD Ediciones, a esta modesta bitácora.

Me he decidido finalmente a reflejar aquí su cortesía, a pesar de lo sano que me parece huir de la autocomplacencia y de todos los demonios, porque la sección Lecturas de Verano en la citada página tiene algo de oasis en medio del desierto y del calor, y cuenta cosas que les interesarán con seguridad, más allá de esa amable referencia a las Caricias Perplejas.

Aunque la verdad es que también lo hago, compréndanme, porque yo no estoy acostumbrada (por decirlo de alguna manera) a leer cosas así sobre mí y porque estoy más contenta que unas castañuelas. Y mucho más perpleja que todas mis caricias juntas.

Gracias, Juan Manuel.

Olga Bernad


miércoles, 30 de julio de 2008

Agosto espera

Cuando sea muy vieja y esté triste
recordaré veranos de mi infancia.
El mar era el milagro repetido,
lejana imagen del azul paciente
sobre agosto, que siempre volvería,
aparición tras largas carreteras,
deseo entre la niebla del invierno.
Más alto que esa niebla y aún más lejos
que el frío y las aceras destrozadas
donde duermen por siempre mis amigos,
flotaba agosto y el olor a brisa.
Yo flotaba en el agua cada agosto
y soñaba que el agua me llevaba
hasta el final del mar, hasta las calles
de todos los inútilmente ahogados
sin fuerza ni palabras, sin excusas.
Y me alejaba hasta el final del agua,
aquella línea al límite del cielo
donde empiezan los monstruos o se acaban,
aquel otro lugar que estaba al fondo.

Siempre supe que no me dejaría
(y era dulce y profundo abandonarse).
Ya sabía que el aire nos retiene
y es nuestra esclavitud la que respira,
respira al Sur, tan quieta sobre el agua,
jugando a ser un muerto que suspira
y flota y nada y llora contra el agua
y se deja llevar, pero es mentira.
El corazón explota más al fondo
y dócilmente elevas la cabeza,
fieramente respiras y respiras,
respiras obediencia y mediodía:
el salitre de agosto en las heridas,
el ruido de la playa en la memoria,
la vida que te llama y que te nombra.
Me nombra a mí, arena en la mirada
y seguir y salir y hablar con gente
y soportar el peso de mi alma.

Cada agosto marcaba una frontera.
La trinchera del mar se hizo pequeña.
Ahora sólo recorro las mareas
de la danza del mar sobre la tierra.
Y cada agosto acaba en la tristeza,
en el adiós al mar que siempre espera.

Olga Bernad

miércoles, 23 de julio de 2008

Jazmines sobre el mar

El perfume es una de mis pasiones. No son simples ganas de oler bien, qué va: yo quisiera perderme entre las flores, las hojas y los tallos, sin olvidar cortezas, maderas y raíces, ni tampoco las frutas, sin apartar semillas ni resinas. Yo sé que estos excesos no se llevan, pero a veces con nada tengo suficiente, y me siento exiliada de un mundo loco donde se impone la preocupante tendencia hacia una frescura fácil casi totalitaria. Es falsa y sintética y es sólo un producto de nuestra imaginación adulterada por el merchandaising y el purchaising. Ay, ese olor a mandarina, a chicle de melón, tan agradable y poco arriesgado como la gaseosa de los experimentos, tan mentira de sólo fruta fresca y de lo que no soy que me exaspera. Está muy bien la mandarina, pero no es eso, como decía Ortega y Gasset y, si no lo decía, debería haberlo dicho. No es eso, una mujer no es sólo algo sencillo y agradable. Después de perderme entre las flores, quisiera encontrar para todos los días un perfume natural y delicado, sin la confusión de las maderas de oriente pero con su inconfundible intensidad y su dulzura poco acomodaticia, una estela perceptible que me guste de verdad y que quiera llevar sobre la piel.

De todos los olores que recuerdo y que alguna vez llegaron a mi cerebro a través del misterioso sentido del olfato, siempre acabo eligiendo uno como el que elige un amor cuando es muy joven, sin importarme nada más que el hecho de querer tenerlo a él entre otros muchos. A mí me gusta oler a jazmín. Ahora mismo huelo a jazmín. Y es muy complicado encontrar un buen perfume de jazmín.

Antiguamente, para las flores delicadas como la que nos ocupa, se empleaba un sistema de extracción con disolventes volátiles, con éteres de petróleo bien rectificado. Se diluían las sustancias olorosas y resinosas de las flores hasta obtener la concreta, un pan que luego se depuraba para llegar a la absoluta, la esencia purísima, densa y viscosa, que ninguno de nosotros olerá jamás. Las flores de jazmín han desaparecido en Liguria y en la Costa Azul, dicen que sobreviven en Sicilia a pesar de la competencia de Egipto, pero cada vez se cultivan menos y los sintéticos reproducen de modo muy imperfecto este perfume. Oler esa absoluta sería insoportable; y un perfume derivado de ella, un lujo fugaz tan misterioso y ya imposible como oler el brento o tocar la piedra filosofal de los alquimistas (me la imagino volviéndose polvo blanco entre mis dedos, nada más rozarla). No volverá el despilfarro encantador de los franceses, cuando en 1870 y debido a la carestía, requisaron al perfumista Lubin todos sus aceites de jazmín para cocinar las pommes frites.

Mágico y dudoso, el perfume. No es difícil comprender a las mentes más puritanas y toda la resistencia a caer en las garras de su embriagadora naturaleza que, adelantándose a la propia presencia, parece hablar de una cierta disponibilidad de quien lo lleva para el placer de los sentidos. Porque es sutil e impalpable pero muy real, y subraya lo visible y lo invisible. Yo he acabado encontrando uno muy bueno. Los perfumes son una de las pasiones que pueden comprarse y dejan que el dinero participe del amor. Son tan inequívocamente sensuales que resultan muy difíciles de imaginar, eso es lo malo: los tienes que tener. Pero, una vez pagado el precio, se entregan con su generosidad de frasco abierto y saben hacerte disfrutar.

A pesar de todo, el amor sigue siendo gratis y yo amo los perfumes. Cuando mi presupuesto está lejos de los exactos jazmines que prefiero, no caigo en el desconsuelo, ni hablar, porque mi vocación de fidelidad hacia mis pasiones me lleva a disfrutar del perfume en todas sus posibilidades. De todos los componentes ya nombrados al principio, se obtienen no sólo aromas sino hermosísimas palabras mezcladas en uno de mis desbarajustes preferidos lleno de cedro, sándalo y aloe, lavanda, menta, romero, la rosa centifolia que es de mayo, la yerba moscatel, mi jazmín y las flores del naranjo; escuchen: jengibre, cálamo aromático, angélica, saxífraga (por Dios), bergamota y anís y nuez moscada, y también petitgrain, canela china, mirra e incienso. Y la antigua raíz del vetiver y el rizoma del lirio florentino. No me digan.

Esa borrachera de perfumes en palabra suele darme ganas de brisa marina, de aire para limpiar mis límites (que existen), pero estoy tan perdida que todo el ancho mar, tan suave y tan lejano, ya no me llevará a palabras frescas sino a caricias o zarpazos de olas tan bellas como el lenguaje de la marinería, como jarcia, ese áspero amor, junto a noray, tan dulce como una isla del Pacífico o una princesa prometida o más: Noray, Reina del Catai (no me digan) seguramente perfumada con almizcle. Ese lenguaje y sus obenques, sus drizas, sus escotas e incluso sus amantillos. Los tangones y la baluma. ¿Y la botavara? ¿Y la fogonadura? Y las gazas de los cabos de amarre, que se encapillan por seno; los barcos que recorren la bordadura, ciñéndose, sí, mientras no cambien de amura. No, no me digan. No saben lo que es eso para una chica de secano. Y el primer verso del Himno a Venus de Jaime Siles “Amor entre las jarcias de un velero”, y el último para volver siempre al perfume: “…gimen gemas de jades y jazmines”. En fin.

Olga Bernad

jueves, 17 de julio de 2008

No me dejes caer


Soy presa fácil de las tentaciones
y no sé si soy totalmente mala
o el placer me sostiene y me condena
al país triste de los arrepentidos.
Dentro de eso, soy de claros límites,
piadosa cumplidora de algunos mandamientos,
devota y mendicante de muy pocos deseos:
ni traicionar la gracia por un poco de amor
ni tan siquiera
traicionar el amor por cobardía.

No caer en la conspiración de la prudencia
ni aceptar nunca el calor de la vergüenza,
polvo heredado de miradas de otros,
que me llene de arena los bolsillos
y me empuje hacia abajo,
hacia la nada,
que ensucie de ceniza mi casa, mis vestidos,
las sábanas que guardo y acaricio,
como si fueran prendas de ellos,
los que saben decir una y mil veces
“estaba escrito, todo es así y tú eres como todos”.
“Y él también, también es como todos”,
nadie es mucho mejor y no me importa,
no me importa ahora mismo no me importa,
ayúdame a quedarme levantada
leyendo oscuros mapas, levantada,
mirando tercamente las murallas,
porque la verdad es que ya sé
que tienen la razón y que si alguien
me viera con cuidado no podría
seguir disimulando el desencanto
que acabará con lo que siento mío,
ni las ganas de darles su razón
con el gesto preciso del que entrega
las llaves tras rendir la ciudadela
inexistente y sola, hermosa y sola,
y, tenebrosa y sola, se encamina
hacia la plaza gris llena de gente
para sentarse en el bordillo
y charlar otra vez de cualquier cosa
como si le importara
(no me importa ahora mismo no me importa)
y nunca me importó, eso es lo cierto.
Pero he ido y he vuelto varias veces,
vacía de alegría y de entusiasmo,
también vacía de rencor u odio
pues de nadie es la culpa de que nunca
estuvieras entre ellos.

Y he vuelto sola, sola, sola,
y sola aguantaré si tengo fuerzas,
sola llorando o sola imaginando,
sola rezando, sola resistiendo,
pensando que tal vez te complacía,
suplicándole a Dios que se moleste,
que sea verdad que existe y cuando muera
no esté sola otra vez
y para siempre.

Olga Bernad

domingo, 13 de julio de 2008

De Profundis

Creo en los hombres desesperados, no encuentro otra manera decente de estar en el mundo. Y me parece admirable que la misma lucidez que les lleva sin remedio a la desesperación, no les lleve también a una impaciencia más simple, y ésta no los venza, y no todos escojan una metralleta y una secta entre la variada oferta del mercado para ahogar su angustia solos o en compañía de otros, sino que algunos todavía hagan poemas, crucigramas, juegos de salón, malabarismos o se aventuren a tener descendencia. Y hasta de vez en cuando sonrían. Y a veces amen y anhelen, como yo, las cosas más peregrinas. Encuentro una cierta grandeza en esa resistencia entre pueril y heroica a caer totalmente en el error, a emborracharse de miseria y olvidar, a entregarse por completo a una maldad más fácil que la nada. Sí, creo que puede ser más sencillo matar que amar, y puede salir menos caro. Pero una profunda e innegable querencia por el bien aún nos sostiene, tira a veces de un hilo muy largo, invisible, que nos ata a la luz y no hemos roto. Desde el principio de los tiempos y en toda la tierra, esa querencia se ocupó de la invención o la intuición de Dios. Finalmente, creyó reconocerlo.

Borges, en Una vindicación del falso Basilides, nos muestra un fragmento precioso en el que la imaginación más brillante del hombre intenta explicar su propio origen: “…la tiniebla y la luz habían coexistido siempre, ignorándose, y cuando se vieron al fin, la luz apenas miró y se dio la vuelta, pero la enamorada oscuridad se apoderó de su reflejo o recuerdo, y ese fue el principio del hombre.”

No hay amor más hondo y sencillo que ese encandilamiento con la luz, ese redundante e inevitable misterio tan fácil de entender. Pero la enamorada oscuridad no quiere nada fácil: no es dejarse deslumbrar, que sólo ciega; ni dejarse enfocar por un instante, que inmoviliza el momento y esa luz; es seguirla con los ojos exactamente así, encandilados, sentirla posible, hacerla suya, quedársela también. Desearlo profundamente.

Me gusta ser parte de esos hombres, me gusta esa imagen del hombre enamorado de la luz, aun cuando ésta le da la espalda, y me gusta el amor humilde e inevitable por una salvación que parece escaparse cada día entre las rendijas tristes de la vida, los huecos de la equivocación y la ignorancia. Porque los rescatados por una fe cierta, sabia, solvente y sin fisuras ya tienen esperándoles todo su inmenso mar, el cielo de los justos, y sé que yo nunca tendré el consuelo de poder llorar junto a ellos ni por ellos desde la oscuridad visible de mis dudas.

Olga Bernad

miércoles, 9 de julio de 2008

Mujeres sin corazón

Tengo que empezar hablando de la voz que no es pronunciada delante de la cámara pero nos deja oír al narrador, quizá desde un lugar distinto al mostrado, quizá desde otro tiempo: esa voz que cuenta y envuelve, la voz en off del cine. Me gusta escuchar el principio de Rebeca y dejar que la deliciosa protagonista femenina sin nombre me lleve volando hasta sus sueños: “Anoche soñé que volvía a Manderley…” Ya me sé la historia y en su niebla flota el miedo a otra mujer terrible contra la que es imposible luchar porque no tiene corazón, pues está muerta. En Rebeca triunfa el amor tras las dificultades: todo como Dios manda. Ese principio, o más bien el hechizo que causó en mí, es otro curioso objeto de mi colección, está junto a Lucrecia Panciatichi en el cuarto destartalado que tal vez algún lector ya me habrá oído nombrar y en el que guardo todo lo que elijo. Desde seres humanos vivos a bajorrelieves de Nimrud, lo que sea. Las piezas originales de esa confusión de preferencias exigen nuevas compañías, y no es fácil. Pero escucho cada voz en off con el esmero del coleccionista que valora una adquisición, y con mi capacidad de asombro lo más limpia posible, a estas alturas.

No hace mucho, en uno de esos desmantelamientos del VHS que hacen los videoclubs cada tanto desde que el DVD llegó a nuestras vidas, me compré por un euro una película de precioso título, La Noche y el Momento, porque me gustó el título (precioso). Está ambientada en la Francia del siglo XVIII y es bastante aburrida; abunda en aristocracias, palacios, sensualidades y encantos de aroma decadente sin llegar a ofender pero tampoco a interesar. La luna es testigo: demasiada conversación. Se basa en la novela homónima de Crébillon Fils y está dirigida por una tal Anna María Tato a la que no tengo el gusto de conocer, pero mi incultura cinematográfica es amplia, tal vez Anna sea conocida. La protagonizan Willem Dafoe y Lena Olin. A él sí lo conozco y ella me sonaba cuando la vi.

Sin embargo, el comienzo de esta película me parece de una belleza, aunque feroz, poco habitual. Se trata de un breve pensamiento pronunciado por una voz masculina, la del doblaje en español, a la que no hace falta ponerle más adjetivos para que resulte trascendentalmente conmovedora, dados los tiempos que corren. Con esto último sólo quiero decir que me gusta el sonido de la voz masculina, nada más. Será física y química; será culteranismo (porque para mí pocas cosas intensifican los elementos sensoriales como la voz de un hombre) o incluso conceptismo (porque me gusta también que entrelacen conceptos y a veces prefiero que en el juego verbal se escuche el sonido de la testosterona) o será cualquier otra cosa que ustedes piensen, pero no hay mala intención sino unos tiempos salvajes.

Bien, a lo que iba: un coche de caballos viene hacia nosotros atravesando un bosque, lleva de pasajero a un hombre que piensa y mira hacia ese bosque, mientras el cielo se vuelve oscuro entre los árboles. Con el ruido del galope como banda sonora, nosotros le oímos pronunciar sus pensamientos. Al final, la imagen de una perfecta luna llena es el telón de fondo de su cruel carcajada. Mi inquietud revolotea ante esa luna que podía haber sido tan hermosa.

“Siempre estamos seguros de que el día acabará, pero nuestra certeza es menor respecto a si acabará la noche y el sol volverá a aparecer. En algunos países cada noche arrancan corazones de mujer para ayudar a que amanezca. Por lo visto, es eficaz. O al menos lo será mientras las mujeres tengan corazón”.

Olga Bernad

viernes, 4 de julio de 2008

Un poco de felicidad

Dicen que la felicidad no es un buen tema literario, y es cierto. Pero qué importa, alguna vez hay que dejar constancia de ese pellizco dulce en el corazón: el roce de una pluma blanquísima sobre la piel del alma, y la marea alegre que despierta en la sangre; ese vértigo exacto con su rumor de cascabel que va arrastrando, conforme pasa, la orgullosa tormenta de la mente. Y deja un poco de paz con chispas de colores. Un poco de paz con chispas de colores. Un poco de felicidad. Ojalá nombrándola se quede conmigo toda la tarde, se quede aquí y me cambie, mientras flamea su espíritu, la luz de la mirada, la que voy a guardar, la que recordaré cuando esté triste.

Olga Bernad

martes, 1 de julio de 2008

Tatuaje

Me gustan los hombres con cicatrices. Siempre me han gustado las cicatrices. Como las marcas de un accidente sobre el asfalto de las carreteras, me hacen preguntarme qué pasó. Jeroglíficos en el cuerpo, letras de alfabetos personales que quieren contar su historia; me parecen tatuajes que el dolor ha hecho en la piel, recuerdos físicos de su posesión momentánea y también el hierro que la realidad deja sobre sus esclavos, la certeza de que ya no estamos en el territorio virgen de los sueños.

Frente a los sueños y frente a la belleza perfecta del moderno anuncio publicitario, mis ojos se van hacia la ruta natural que la piel ha dibujado sobre sí misma con sus propias manos, intentando recomponer la antigua perfección ya imposible, una perfección original a la que le faltaba ese arte del dolor y la sensualidad de las cosas de la vida.

Me gusta verlas adornar los músculos y tocarlas, pasar la yema de los dedos sobre su rugosa escritura y leer así, en sus recorridos, la posible reparación de nuestra existencia y la tenaz sumisión a un orden que el albedrío de la sangre parece recordar. Me gusta que encierren la humildad del reconocimiento de la herida, la fuerza para curarla sin olvidarla y, sobre todo, la dignidad del que está dispuesto a dejarse hacer más. Me gusta que me las enseñen.

Olga Bernad

sábado, 28 de junio de 2008

Otros cielos

Hoy me he acordado de Nieves a través de un libro, estaba leyendo y he pensado “cómo me gustaría comentar esto con ella”, y esa intención hecha pensamiento me ha traído a la memoria aquellas larguísimas tardes de verano, cuando daba tiempo para aburrirse de todo, sentadas en los bordillos de las calles del barrio, aprendiendo sin acabar de saberlo el maravilloso arte de la conversación. Especialmente los dos últimos veranos, cuando teníamos doce y trece años, y hablar se fue convirtiendo sin darnos cuenta en un fin en sí mismo: quedábamos para hablar, no para jugar a baloncesto o para hacer ninguna otra cosa, sólo para hablar. Y estaba la confianza de toda la vida y también el hecho de que esa vida era tan joven que aún no habíamos aprendido el pudor ni los recursos para dosificarnos, sólo las ganas de disfrutar esa especie de chapoteo en la mente del otro, tan alegre y tan serio, que supone darte un enorme permiso para decir lo que piensas y otro permiso igual de grande para escuchar; y tampoco había recursos para evitar que el chapoteo se convirtiera en zambullida y la zambullida en la mejor de las aventuras estivales, abandonadas de horarios y obligaciones en la ciudad medio ausente que era Zaragoza en agosto, convirtiendo el aburrimiento en experiencia. Sin mar pero con tiempo, libertad y compañía, y con todas las novedades de la edad por compartir, ahora lo recuerdo como un paraíso perdido que nunca volveré a encontrar porque no forma parte de ninguna promesa, sino que era ella, el momento, el pequeño espacio del mundo tan nuevo que habitábamos, yo misma irrepetible y todo lo que ya no está en ningún lugar.

Acordarme de ella es algo que hago con frecuencia y, durante mucho tiempo después de su muerte, lo hice con dedicación, pero a veces pensar es abrir el frasco del perfume más potente hecho de tiempo. El recuerdo te llega al alma con la rapidez y la fuerza de un puñetazo a traición. Y el alma no sabe qué hacer, como ante la noticia de su repentina muerte, cuando todo se paró por un momento y seguramente hasta los insectos fingían morir para librarse de aquello oscuro que flotaba, que emergía del impacto brutalmente absurdo y de la acera manchada y trivial en la que se quedó. En mi corazón había una resta, la primera de mi existencia, y un latido perdido se fue corriendo al país de Nunca Jamás.

No se acaba del todo la tristeza, pero tampoco las ganas de hablar, y aún busco la amistad y la complicidad por la sencilla razón de que es lo que más me gusta, con la blancura de entonces y los dudosos rincones que el afecto esconde en la confusa mujer que soy ahora, con su mezcla de salvación y peligro, me sigue pareciendo lo mejor que me puede suceder. Cada vez es más complicado. Pero en esas ganas está el reflejo de aquella luz y su recuerdo y espero que no me abandonen nunca.

Olga Bernad

miércoles, 25 de junio de 2008

Caricias perplejas

Este poema es de principios de abril, fue el primero y no sé si está muy logrado, pero del último verso saqué después el título para el blog y no me parecía justo dejarlo fuera. Intentaba tantas cosas a la vez que no sé cómo salió algo: intentaba explicar, pedir unas extrañas disculpas, reflejar el pálpito que la belleza puede producir en un alma bastante confusa y también ser una especie de homenaje a una tal Rigoletta, una canaria encerrada en su jaula que un día, para pasmo de hombres de poca fe, empezó a poner huevos de un amor de memoria. Esos huevos, tan naturales y mágicos como los mejores poemas, tan lógicos y locos como las salidas de don Quijote, tan inservibles, no me parecen sólo el epitafio de una voluntad estéril sino la prueba de que la verdad es naturalmente verdad aunque parezca mentira y permanece, flota en un mundo paralelo al que no le queda más remedio que aterrizar en éste, con su equipaje de contrariedades convertido en algo que echarse a la espalda o al corazón. Por eso, por Rigoletta, intenté también que el poema tuviese forma oval, el único trastorno que me faltaba para llegar a este curioso resultado.
Todo esto tiene algo de captatio benevolentiae, pero es que le tengo cariño.


Belleza

Preciso y riguroso.
Tan natural su vuelo entre el cielo y el suelo,
tan cierto el rumbo interno, tan masculino el gesto.
Tan exacto su triunfo.

Y un poco de la gracia que se queda en el alma
después de ver un pájaro danzando entre las ramas.

Que no se pierda todo.
Que el espacio más blanco perdone ese recuerdo,
pues los que velan, salvan,
dictan largas condenas
a caricias perplejas.

Olga Bernad

domingo, 22 de junio de 2008

Discusiones y encuentros

Muchas veces a lo largo del día me canso de oír las mismas discusiones y de encontrar las mismas maneras de afrontarlas, es como si todos fuésemos clones de un replicante sin luz. O la cerrazón o la socorrida petición de argumentos. Y los argumentos, sólo cuadros expuestos de nuestra mediocridad y nuestros particulares fantasmas, juicios ajenos, ideas tiradas a la cara de los otros y mala intención.

Por eso cada vez pido menos explicaciones y estoy menos dispuesta a darlas. Pero no he renunciado a entender a los demás y aún me gustaría mirar a los ojos de la gente y saber de verdad qué hay dentro. Ya sé que es imposible y, si desisto de la discusión y no siempre es posible el amor, si los códigos del sentido común ocupan todo, sólo puedo moverme por sospechas, destellos que te marcan un camino, y por mis ganas de ir. Produce sonrojo decir estas cosas (pensarlas es distinto, ahí me permito caprichos) pero ir caminando hacia alguien es la única manera de vivir que me interesa.

El hecho de convencer es un espacio en blanco que otro abre al mirarnos o al hablar aunque nuestra vida sea un esquema completo (pero nunca es completo sino útil). Es un pequeño e íntimo milagro a veces vergonzoso que sólo los fuertes se atreven a no encubrir. Podría ser como aceptar un disparo y sus consecuencias mientras quien está a tu lado prepara el cemento gris con el que sellará las grietas de su alma, las únicas rendijas por las que podríamos entrar. Los más sensatos amasan deberes y justicia; los pusilánimes, razón. Los peores, violencia.

Las arquitecturas más raras de la soledad y el miedo me producen a veces una sonrisa devastada de incomprensión y cansancio, con su absurda planta de fortalezas inexpugnables, y un dolor propio y ajeno que es mejor aprender a soportar.

La felicidad es que esos castillos no existan, hablar con alguien, intercambiar pequeñas verdades que el otro acepta o corrige y, en el mejor de los casos, ama. Y encontrarlos también dignos de amor.

Ojalá sea posible suspender la incredulidad de los demás para desearles al menos buenas noches.

Olga Bernad

miércoles, 18 de junio de 2008

Capilla ardiente

Capilla ardiente sin cuerpo presente,
absurdos rezadores de difuntos,
hasta el aire se asfixia en esta tregua
de olor a flor que se marchita y llora.
Sácame de este sueño del incienso.
Que un dulce mar antiguo te despierte
sobre la playa en calma en la que duermes.

Despiértate, despierta la nocturna
libélula que ruge en mi melena
y el tren de sangre ciega que has perdido;
te cambio mar por más, copa por vino
y la luz de matar de tu mirada
por mi vertiginoso deseo de morir.

Déjame pasear en la serena
pradera del después; vuelve del agua
y quítame el collar de conchas muertas
que encierran su lamento y mi rumor:
infernal son del mar metido dentro,
mil tormentas perfectas que guardaba
en la espiral profunda de una oscura
caracola final. Ven donde nunca
tu voz iba a llegar, ven a esta sala
de velas blancas y flores cansadas.

Y llévame a la arena en que dormías.

Olga Bernad

domingo, 15 de junio de 2008

A la noche


Noche, fabricadora de embelecos,
loca, imaginativa, quimerista

Quién no se ha parado a soñar alguna noche. Soñar en soledad o en compañía y dejarse llevar por una voz que habla despacio para embelesarte y te guía por caminos que, en el fondo, tú le has mostrado. Si los acontecimientos de la jornada nacen con más esclavitud que independencia, la noche en la ventana y en tus sueños es un espacio en el que se puede gobernar y se puede danzar sobre lo ingobernable. Mezclar la indisciplina y la distancia con el deber cumplido, mezclar la soledad con el amor y cambiar unas caricias por otras. El tiempo más silencioso se habita de razones para seguir aquí, se multiplican los síntomas de nuestros deseos, adormecidos durante muchas horas por la sensatez a la que nos lleva el día y sus cuidados; se multiplican también las soledades y a veces ella es ella, loca, imaginativa, quimerista, la que conocía Lope y nos engaña, la habitadora de cerebros huecos, la que nos regala hermosos momentos de amor, recuerdos de lo que no hemos vivido. Y qué más da, también el amor que vivimos debe ser inventado pues, de lo contrario, no es del todo amor.

Olga Bernad

jueves, 12 de junio de 2008

Porque quiero

No sé qué hacer con la mitad de las cosas que siento. Me pregunto muchas veces qué hacen los demás con el amor de sobra, por qué rincones lo irán abandonando, detrás de qué puertas lo protegen del mundo o dónde aprendieron a negarlo. Ruedo por la jornada cotidiana y me encuentro sensatos seres que casi siempre saben lo que hay que hacer: cambian de carril con una agilidad asombrosa y hablan de leyes, economía, motores, vida y muerte, programas informáticos. Soy la que siempre espera con el intermitente puesto, la que se disculpa por no entender, la que no sabe qué hacer.

El modesto paso del tiempo encadenado ha ido convirtiendo mi gesto expectante en un rictus más serio y más cansado. A veces desprecio a los demás con profunda tristeza y sé que ese desprecio me obliga a envejecer; lamento hondamente que no me impresione su sabiduría, sólo quiero admirar. Quiero limpieza y luz: entusiasmo o renuncia, alegría o dolor, me dan lo mismo. Y quiero perfección, palabras justas, el roce incontestable de la verdad y lo exacto. Quiero que exista gente merecedora de admiración porque, si no, no hay nada: el mundo me parece la quimérica y desangelada sala de lectura de un hospital o una notaría, el lodazal donde acampará un circo; la esperanza, el papel brillante de un regalo innecesario.

Quiero sentir admiración y, sobre todo, quiero saber qué hacer con ella.

Olga Bernad

domingo, 8 de junio de 2008

Distinto amor

No vendo mi alma al diablo por la gloria
que persiguen discípulos más débiles,
ni regalo un minuto de mis sueños
por poderlo contar.

Algo distinto y nuevo me envilece:
mi corazón por una galopada,
ver esta tierra desde tu montura
y saberlo contar.

Olga Bernad

viernes, 6 de junio de 2008

El retrato de Lucrecia

Mi padre, como otros hombres de su generación, no tuvo más estudios de los imprescindibles; mi madre, muchos menos. Aunque lo que natura no da, Salamanca no lo presta, ellos se quedaron sin poder cultivar sus facultades para la ironía. El contratiempo educativo les dejó en el alma una conmovedora fe en la cultura y un empeño ciego en que todos sus hijos estudiasen, por lo menos, dos o tres carreras. Como primera medida, mi padre llenó la casa de enciclopedias. Atendía a todos los vendedores con la amabilidad del que sabe muy bien lo que es hacer cosas raras para ganarse la vida y, de paso, les compraba lo que vendían. Su gozo en un pozo, porque mis hermanos nunca estuvieron por el enciclopedismo, pero la verdad es que a mí me gustaban aquellos libros pesados, la suavidad casi plástica de sus hojas y su olor a novedad. Recuerdo con especial afecto El Mundo de los Niños y El Monitor… aunque ninguna como La Historia del Arte de Salvat, diez maravillosos tomos llenos de láminas donde he visto todo el arte del mundo sin aplicar más método que el de la apetencia.

En la página cuarenta del tomo sexto vi a la mujer que quería ser: Lucrecia Panciatichi, pintada por Bronzino. Luego he querido ser muchas otras, pero ella es aún sorpresa y presencia, con su claridad imposible y su vestido rojo, su preciosa mano sobre el libro, su formalidad, su geometría y su fondo oscuro. Tan normal y tan distinta, tan consciente, un poco burlona (podría ser tan inmisericorde si no fuese porque no lo es), tan serenamente aburrida, tan delicada y rotunda, tan nítida y tan de verdad… qué rara calidez en su pose de figura congelada. Aún regreso con frecuencia a sus dominios y dejo que me mire con su lucidez casi insensata. Ella me envuelve en esa visión superior que parece no desatar del todo sus lazos con la tierra y yo sigo pensando en el gesto tan bonito de su boca, que tal vez esconde una sonrisa (pero muy bien) que podría, tres segundos después, convertirse en mohín de sollozo; pues no, porque ella es muy mujer y muy seria y se sienta con la espalda bien recta y no vuelve a la niñez, igual que nunca envejece. Es tan real y tan irreal esa persona. Las habrá más guapas, más clásicas y más paradigmáticas, pero yo quería ser ella y, cuando pienso en ella, estoy segura de que Bronzino se enamoró mientras la pintaba y quiso mostrarnos una majestad natural que tuvo que ser cierta.

Cuando la miro sé lo que veo y me gusta lo que veo, y eso no me ocurre siempre con las personas que tengo frente a mí. Ella forma parte de mi paraíso particular, desorganizado pero concreto; estará en el espejismo que veré si un día termino de volverme loca, está en la estrambótica habitación donde voy guardando todo lo que elijo.


Olga Bernad

Actualización del 17 de julio de 2009: Lucrecia en Famayor. Gracias, Manoli, por acompañar con tus quimeras a las mías, tanto tiempo después.