Mi padre tenía un Simca 1.200 más bonito que un San Luis. Un Talbot Simca 1.200 L S. Sustituyó a un Seat 600 verde guindilla que ya era milagroso: en él pudo llevar a la playa a su mujer con sus tres hijos y la suegra, junto al equipaje para todo el mes de agosto. Pero cuando llegó a mi calle conduciendo el Simca, para mí fue una aparición. Aquel coche blanco con techo negro era grande y nuevo como los de la tele, no como los de mis vecinos, qué va. Nos duró hasta principios de los noventa y nos llevó por toda España y parte del extranjero. Siempre con abuela dentro, y a veces con abuelo.
Mi abuela devanaba sus recuerdos en los viajes. Para desesperación de mi padre y deleite mío, miraba blandamente por la ventana y no paraba de hablar. Mecida por los paisajes, escuché mil veces que tuvo un padre maestro, un gramófono y, desde la guerra, muchísima tristeza. La guerra fue un hachazo sobre sus veinte años. Había un novio muerto, una madre muerta, muchos vecinos muertos y dolor y mezquindad por todas partes. Un definitivo adiós a la juventud tal y como hoy la entendemos (o lo que sea que hagamos). Mi abuela tenía pocas cosas. Tenía un pueblo abandonado, en ese Teruel más duro que las piedras, al que aún íbamos con frecuencia para visitar a mi tía Joaquina y ocuparnos de cuatro viñas. Tenía también una inmensa capacidad de afecto y consuelo y unas emociones que mezclaban sin remordimientos lo práctico con lo sentimental. De hecho, mi tía Joaquina no era tía carnal, era “sólo” amiga suya; pero yo me enteré de eso mucho tiempo después, cuando no pudo valerse por sí misma y mi madre se la trajo a casa porque ya no le quedaba nadie. Nunca me había parado a pensar en los lazos familiares (es que en el pueblo te lías con tanto pariente). Ella siempre la consideró de su familia y punto. Y ese punto era tan tajante que todo el mundo pasó a considerarla así.
Además de esas cosas, mi abuela tenía frío. Cuando el Simca maravilloso de mi padre dejó de ser maravilloso de puro viejo, comenzó a hacer maravillas distintas: se le encendía la calefacción en cuanto lo ponías en marcha, vaya usted a saber por qué, y ella era la única que aguantaba como una jabata los viajes al pueblo en pleno verano. Hasta ese punto era friolera, la pobre. Y mi padre aguantaba mecha, calefacción, manías de su suegra y opiniones de su suegro, falangista voluntario, mientras pensaba en su propio padre, voluntariosamente socialista. Eran unos viajes maravillosos como el Simca.
Mi abuela es sus toquillas y el gesto de recogerse, y unas cuantas frases que el tiempo ha convertido en clásicos memorables. Toda mi infancia oyéndola decir, pegada a la estufa: “Hija mía, a ver si nos tocan los ciegos para poder comprarnos un piso con calefacción”. También llegó un momento en que mis abuelos no fueron capaces de vivir solos y vinieron a casa de mis padres. Por entonces, ya hacía años que teníamos calefacción. Y hasta aire acondicionado les pusimos, esos aparatos productores de corrientes asesinas a los que siempre miraron con desconfianza. A mi abuela la memoria se le fue volviendo rara, pero se le quedó la costumbre de sufrir. Mi padre en navidades: “Hala, señora Presen, cuéntenos penas”; y ella: “Ay, no os riáis de mí, que al año que viene ya no estaré”. Eso, todas las nochebuenas de mi vida. Hasta el año pasado, que fue verdad: no estaba. Porque la suegra de mi padre siempre acababa teniendo razón. A mi abuelo se le rompió el débil hilo de seda que le sostenía y se murió al mes siguiente. Y yo, que miro atrás cada vez con más nostalgia, echo de menos hasta las lágrimas las letanías de ella y los silencios de él, me arrepiento de lo que nunca pregunté, les respeto por lo que supieron no decirme. Me asombro porque ya no veré más la mirada húmeda y feliz, inconfundible, con que nos acarician los que nos quieren siempre y nos quieren gratis.
Mi padre pensó en dejar el Simca en una de las viñas, allá arriba en la sierra, para resguardarnos si llovía durante la vendimia o la poda de los sarmientos. No me hubiera gustado verlo pudrirse bajo el frío de las heladas negras de esa tierra implacable, no me hubiera consolado poder meterme en él. Tal vez era mejor mandarlo al desguace, permitir que las cosas descansen en los cementerios adecuados y los recuerdos no se vuelvan fantasmas. Al Simca le siguió un Opel Vectra que ahora es mío y ya está para el arrastre. No sé si encontraremos maravilla con que sustituirlo. No sé qué pensarán mis hijos cuando crezcan.
Olga Bernad