viernes, 22 de agosto de 2008

Las reglas del desierto



A muy pocos kilómetros de Zaragoza comienza un desierto grande y raro. Los Monegros, los olvidados Montes Negros de mi alma, el único paisaje que es realmente mío. Estepa que contempla con la misma vieja indiferencia los diez grados bajo cero que los cuarenta grados a la sombra, cuando hay alguna sombra que llevarse a la cara. Por encima de la tierra devastada, por debajo de un cielo incontestable que parece asolar toda esperanza y muy lejos de benévolos paisajes, rebulle un hervidero de vida y de silencio, una extraña manera de agarrarse a la dudosa suerte de estar en este mundo. Hasta esa consideración es gratuita, un exceso de niña malcriada. Ni un gesto de más ni un ademán de menos. La seriedad que quiero habita en cada araña y en cada una de sus telas densas y resistentes, tan engañosamente delicadas que, cuando llueve, atrapan el agua más violenta con su fuerza flexible y forman collares alambicados, propios de una princesa a la que nadie espera (pues no hay nadie esperando y quien no espera sabe que no sólo no existe esa princesa, sino que nunca viene a este desierto). Abalorios de perlas de agua sobre los hilos hechos en sus entrañas negras: los collares de lluvia y telarañas son joyas para nadie.

Pero no hay raíz más tenaz, ni romero más intenso, ni manzanilla más pura, ni tomillo más fragante que éste que sobrevive entre la nada, con una aristocracia de planta olorosa por derecho propio y de sangre tan azul como el reflejo del imposible verde de sus hojas, que no llegan a ser exactamente hojas, sino filos estoicos de olor denso. Cuando quiero tener entre mis dientes un poco de pureza sin contradicciones, muerdo siempre una fruta de secano. Su esfuerzo no es inútil ni orgulloso, es la increíble pulpa fabricada con sed y con sudor, bella porque sí y punto (a veces muerto).

Y junto a todos los puntos muertos del camino, junto a las arañas y las princesas insubsistentes, hay a veces chillones girasoles de estío, ejércitos vencidos en otoño. Los extraños fardachos vigilan sus derrotas, vestigios del estupor de aquellos inmensos dragones de los cuentos, que se han hecho al tamaño de la supervivencia; lagartijas de medio kilo, impasibles y lúcidas, con su algo de mercenarias y de bestias comprensivas que leyeron a Arquíloco y sueltan sus escudos sin dar explicaciones porque la vida es siempre lo importante. Y no tienen remordimientos pero tampoco ganas de ironías. Los fardachos de aquí entienden hasta la saciedad y hasta la soledad más absoluta ese ritmo del hombre que Arquíloco cantaba, yo lo creo, pues saben cómo tratarlo: se esconden ciegamente de sus pasos. Y nunca se entristecen demasiado ni entienden la alegría sino como una loca extravagancia de los que tienen tiempo y paisaje para ensueños más bellos que la vida, y acaso más importantes que mantener el corazón en marcha hasta que no se pueda y por ninguna otra razón dejar de hacerlo.

Cuando la escasa lluvia se convierte en tormenta, en tromba de agua o pedregada infame, este cielo vuelve a inventar un gris que nunca habíamos visto, un agujero profundo y asustador de buitres y de quebrantahuesos audaces que han olvidado serranías y alturas y planean por estos enormes descampados de nubes. Ese cielo lleva en sí su amenaza y su paciente fin del mundo y se burla del temor de los vivos con alguna esquina que brilla claramente por un sol irreal de puro intenso. Las águilas reales lo acarician, y sojuzgan desde arriba la inquietud que su sombra produce sobre el llano. El cielo agita el miedo de conejos y zorros esteparios. En el cielo entero vive el desconcierto del más y el menos y la certeza de que quien manda, manda. Y el cielo manda sobre los Monegros.

Si me da la tristeza y la manía grandilocuente de hacer poemas, recuerdo que yo también soy de esta tierra y que no hay que llorar más de lo imprescindible. Me miro en el espejo y me sonrío, sin mucha confianza y sin pasarme, el gesto suficiente que te afirma y te dice quién eres entre mil quinientas dudas

A veces imagino que un predicador absurdo, escapado de una película del oeste y de alguna religión falsaria, con su levita negra y su barba extranjera, va paseando su biblia por este hermoso infierno con la excusa de dar esperanza a las arañas. Pero ellas están tan inmunizadas contra la esperanza como incapacitadas para el desconsuelo. Bajo las piedras, los alacranes se aburren de escucharlo y las culebras más descreídas del mundo esperan que anochezca. Y sobreviven no se sabe bien cómo, pues todas las rendijas de las catedrales de arena donde se esconden y el suelo donde encuentran sus humildes guaridas, no cuentan con la protección de raíces suficientes que sujeten la exagerada bendición del golpe de agua. Y entonces, tristemente, la tierra se hace barro y sus rendijas, antes de dilatarse y encharcarse, se tragan esa lluvia y se la llevan hacia capas inútiles y profundas mientras la superficie de su piel se dispone a agrietarse nuevamente. El charco se hace barro; y el barro, tierra prieta, porque el sol, tan atroz como el cielo y todas las tormentas, insiste en caer de lleno sobre las humildes llanuras sin defensas. Llanura impenitente o suaves lomas que jamás se atreven a contestar al cielo y nunca terminan de levantar sus picos hacia el viento.

Mirada desde lejos es una inacabable tortura horizontal de tierra seca; desde cerca, una piel llena de arrugas hondas, un rostro del que alguien expulsó la vanidad a navajazos largos. Pero en su dureza es una tierra viva y dignamente amarga, con su monotonía desmentida con razón matemática por cerros bajos y barrancos, por las praderas de amapolas en mayo y su mar amarillo de hierba seca en los veranos; por los curiosos tonos de la muerte fingida y el frío arrasador en los inviernos. Para quererla bien hay que mirarla muchas veces. Y hay que pensar en ella. Recordarse en la magia imbebible de sus balsas, paraísos de ranitas alegres a montones, remansos de agua y limo que alguna vez saben a sal y confunden otras lluvias más dulces.

Adoro esta tierra, la quiero con toda mi alma, me rompe el corazón y me desquicia y, al mismo tiempo, guarda la única paz que tengo. Más terca que las flores del desierto, de ahí nace la raíz que me sujeta. Y en ella encuentro la infinita paciencia y el extraño consuelo que me ofrecen sus ermitas perdidas. Cómo decirlo y enviar de viaje hacia los otros esta caravana de sentimientos, caravana sin sedas ni camellos, sin dunas y sin príncipes, sin cuentos orientales que distraigan su ritmo limpio de latido y nada más. Pero también, sobre todo, sin traicionarla y convertir mi amor en otra cosa: el absurdo orgullo de patriota de pueblo que me canso de ver y jamás siento.

De aquí partieron muchos peregrinos hacia Roma, puede que demasiados, y no siempre volvieron. El horizonte sigue siendo una larguísima pregunta y el mar una neblina suave que invade de vez en cuando el pensamiento, una furia distinta o una brisa mojada que es verdad allá lejos, donde la bruma malva y la ternura. Yo sueño con el mar desde esta tierra, y el mar es más azul desde la norma rigurosa, las implacables reglas del desierto y sus inexistentes trenes a la nada.

Olga Bernad

Nota: La fotografía es de Fernando González Seral, a quien agradezco su cortesía por permitirme utilizarla para ilustrar el texto. Fue publicada el pasado 29 de marzo en su blog Los Monegros.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Mil gracias

Mil gracias a Juan Manuel Macías por dedicar su lectura de verano del lunes, en la web de DVD Ediciones, a esta modesta bitácora.

Me he decidido finalmente a reflejar aquí su cortesía, a pesar de lo sano que me parece huir de la autocomplacencia y de todos los demonios, porque la sección Lecturas de Verano en la citada página tiene algo de oasis en medio del desierto y del calor, y cuenta cosas que les interesarán con seguridad, más allá de esa amable referencia a las Caricias Perplejas.

Aunque la verdad es que también lo hago, compréndanme, porque yo no estoy acostumbrada (por decirlo de alguna manera) a leer cosas así sobre mí y porque estoy más contenta que unas castañuelas. Y mucho más perpleja que todas mis caricias juntas.

Gracias, Juan Manuel.

Olga Bernad