viernes, 28 de noviembre de 2008

El Cierzo y el suicida


Le oíste trabajar toda la noche

salmodiando razones extrañísimas


Juan Manuel Macías, Interludio en Marte (Azul de enero)


El viento tiene muchos nombres bonitos: el isleño Gregal y los Alisios, el cálido Levante, el Xaloc y el Lebeche cargado de desierto, la Galerna que azota las costas del Cantábrico, el Simún y el Siroco, el Mediodía. A mí todos me suenan a lamento y en todos ellos respira la locura, aunque alguno es tan dulce como la niña eterna de las cantigas llenas de saudade, la morriña de lejos, la tristura del mar azul del norte.

Pero el Cierzo que yo oigo es la voz sin amabilidades, un viento de Mistral, un desbaratador de pensamientos, el frío y seco, el fuerte. Jamás escucha a nadie, revolvedor de hojas, barrendero del mundo; el insensato, el que limpia la cara del cielo en días luminosos e imposibles, el que arrastra las nubes hacia el Este. Con su zarpazo invisible, curte la cara de los hombres que amo, les cierra la mirada, es responsable de arrugas y suicidios.

Es el enloquecido Cierzo de las capitanas sorprendentes y molestas que se estrellan de pronto contra los parabrisas de los coches barceloneses, el creador de brujas a lo lejos, brujas que danzan unos minutos como peonzas de polvo en movimiento sobre la línea rasa del horizonte que parece llamarnos con su esperanza de tierras siempre misteriosas y extremas llenas de mares, tramontanas y gaviotas.

Es tan seco e implacable, tan frío y testarudo, que su empecinamiento parece guardar una rectitud rara, la misma que mantienen los que no se dan tregua ni a sí mismos.

A veces me pregunto si la tristeza sin contemplaciones y el pudoroso desconsuelo que observo en mis paisanos y que siento tan claro y tan adentro, el que convive con la afabilidad cierta y comprobable de la que hacemos gala, con nuestra franqueza y a veces con nuestra alegría, nos lo ha traído el Cierzo o si, precisamente, eso es lo que ha dejado después de llevarse las nubes y el aliento hacia otra parte, soplando sin cesar desde la noche de los tiempos. Porque el día que sopla, no recuerdas que luego va a pararse.

Pienso en la imagen repetida de un hombre encorvado sobre sus propias manos, encendiendo un cigarro sabiamente, guardando el fuego con gesto de caricia; pienso ahora en un hombre mucho más antiguo, refugiado en su desierta soledad de masovero, con la mirada fija en el brillo asustado de la lumbre, en el frágil calor amenazado por el rumor del Cierzo, aturdido por el frío y los vaivenes insistentes de la ventolera, desalentado por la pregunta inmensa que supone la vida por delante. Y el Cierzo que no para. Y entiendo su cansancio por un viento que zoa hasta acabarte, las ganas de dejarse llevar por sus palabras: que no florezca mayo en los jardines ni octubre preocupe a los suicidas. Y me oigo a mí misma disculparle como en sueños: “le oíste trabajar toda la noche, salmodiando razones extrañísimas…”

Olga Bernad

La foto, cortesía de Fernando González Seral

viernes, 21 de noviembre de 2008

Ver para creer

Adiós, dulces amantes invisibles,
Siento no haber dormido en vuestros brazos.
Vine por esos besos solamente;
Guardad los labios por si vuelvo.

Luis Cernuda , He venido para ver (Los placeres prohibidos)


Yo también vine para ver, vine por esos besos solamente y, como tú has visto, me quedé más de lo esperado entre caricias (ah, las hambrientas y aladas) que sólo se transmiten por la fe. No soy digna de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme. Alguna vez he querido entender lo que sentía; otras, despedazarlo contra tu rostro cierto de miserable amante, el que está al mando de todo lo visible y lo invisible; otras, salir corriendo y, sin embargo, me quedaré a esperar una vez más porque esperarte es permanecer quieta entre tus brazos, los más imaginados, los únicos que tengo cuando escribo, los que abrazan de esa forma invisible las diez letras de un nombre como el mío.

Olga Bernad

sábado, 15 de noviembre de 2008

Los lobos del jardín

Nunca supe si el árbol destrozaba la tierra
o si la sostenía la fuerza de su abrazo.
La amaba fieramente; bajo la sombra, el mundo,
y sobre las acacias nos salpicaba el cielo.
Y yo sobre la hierba dispuesta a la batalla,
muerta de miedo y viva, sonriendo a las arañas,
imaginando luces y retirando sombras.
Te quiero hablar despacio cuando acabes conmigo,
más allá del jardín que cerca el descampado
y nos aleja el mar, la brisa, los mendigos,
como si fuese cierto, como si el paraíso
pudiera construirse negando el otro lado.
El otro lado grita y trae ecos feroces,
salta muros de piedra e invadirá tu huerto.
¿No sabes que no viven las flores que no mueren?
No conoces el lado donde todo se pierde,
no conoces mi alma subiendo por el monte,
ladrándole a la luna y mordiendo a sus presas;
no conoces el frío ni el ruido ni la niebla
ni su oscura guarida para pasar las noches
ni la limpia mañana a la que siempre vuelve,
obediente y dispersa, solitaria, salvaje,
corriendo para siempre sobre los mediodías,
olvidándote siempre, para siempre guardándote,
para siempre perfecta frente a su precipicio,
para siempre invisible desde tu voz lejana.
No existe el muro, el cielo, tu risa, las acacias:
ninguna cosa existe desde que no me miras.
La rabia de mis lobos tiene una nube blanca
con su lluvia de ganas de amor y alcobas cálidas.
Desde el centro del pecho respira una campana,
en el centro del llano vislumbro luz y casas.

Olga Bernad

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Algunos cisnes negros


No voy a hablarles de esos hermosos animales descubiertos en 1.697 por el explorador holandés Willen de Vlamingh, para desconcierto de los maestros europeos que, antes de esa fecha, enseñaban a sus alumnos que todos los cisnes eran blancos, no. Tengamos la fauna en paz, y dejemos a cada cual con su tranquilizador libro de texto bajo el brazo, repitiéndolo año tras año para volver a empezar, consiguiendo que el tiempo fluya mientras algo permanece, aunque sea el error. Tampoco voy a hablarles de Heráclito, no me atrevo.

Resulta que un cisne negro es algo que pasa, algo que nunca podríamos haber previsto y cuyos resultados tampoco podemos calcular. Un hecho matemáticamente improbable, impredecible desde el pasado y de consecuencias imprevisibles para el futuro. Una cosa rara. Su naturaleza viene definida por la manía que tiene de ocurrir. Los cisnes negros ocurren.

Se nos plantan delante de las narices con esa chulería de hecho consumado, mareando nuestra incertidumbre, haciéndole un desplante al concepto de probabilidad. Tienen esa pinta de Peter Pan encantador y canalla, infantil e inaprensible; ese gesto de piernas abiertas clavadas sobre un suelo que es real en alguna parte negada a nuestra ciega y limitada manera de mirar; esos brazos en jarras como de jotera dispuesta a cantar al viento su jota de los incrédulos, deliciosa, irreverente, implacable. Rara.

A toro pasado, cuando ya han ocurrido, hordas de analistas y críticos intentan explicarlos, aplaudirlos, destruirlos, pero sólo encuentran su propia estulticia como arma arrojadiza porque un cisne negro es siempre incontestable.

Si el muchacho que se inventó el Linux hubiese querido competir con Microsoft, se lo hubieran comido sonriendo tranquilamente. Pero se le ocurrió la inaudita idea de enviar un correo masivo que decía: “Hola, muy buenas. Tengo un sistema operativo nuevo y te lo dejo”. Algo así, completamente absurdo. Linux es un hermosísimo cisne negro, pero también los hay de otro tipo. El 11 de septiembre no es sólo una fecha en el calendario, es un enorme y terrible cisne negro desplegando sus majestuosas alas delante del sol y proyectando una sombra inquietante sobre el mundo.

Hay quien considera a Nassib Nicholas Taleb (padre de la criatura “El cisne negro: el impacto de lo altamente improbable” y de su precursor “Engañados por el azar”) un genio, y quien lo considera un perfecto idiota. Yo no sé cuál es la verdad y no me importa. Sé que los cisnes negros existen, que nunca los veremos venir, que seguirán pasando y que sólo una cosa es condición sine qua non para que ocurran: que alguien, en algún momento y en algún lugar, se atreva a pensarlos.

Juegan con nuestro concepto de esperanza, esa Pandora griega de fama tan incierta, también con nuestro miedo; se mueven tranquilamente sobre los lagos intelectuales del devenir. Los inexistentes dioses de la antigüedad no sabían verlos; el nuestro se mantiene al margen pensando, digo yo, que la joya del libre albedrío no puede salirnos gratis.

Yo estoy fascinada por esa figura. Le rindo tributo como puedo, siempre humildemente: he escrito esto sin haberme leído el libro y sin tener ninguna intención de hacerlo. No me interesa.

No pierdan la esperanza ni vivan tranquilos. Verán al cisne negro cuando el aire de sus alas les acaricie el rostro.

Olga Bernad

sábado, 8 de noviembre de 2008

Amores platónicos

Hace pocos días, Iseo y yo hablábamos de ellos. Iseo es el nombre ficticio de una amiga real, compañera de mis anteriores quebraderos de cabeza con las cuentas en la Universidad. Estábamos en una cafetería, poniéndonos moradas de churros, porque hemos sustituido la operación “incierto bikini del verano que viene” por la operación “eterno y lejano bañador negro de manga corta con pareo hasta las rodillas, estratégicamente colocado”, que amplía felizmente nuestras opciones de nutrición. Entre otras cosas, nos preguntábamos si un amor platónico se podía considerar infidelidad. Al final decidimos que no (yo creo que, desde el principio, mostrábamos muy poca tendencia a decidir que sí).

Frívolas e irresponsables, pensará un lector riguroso. Pues sí, tiene razón. Iseo quiso ponerse algo seria: “Depende de si son platónicos porque lo son o porque no queda más remedio”. Hija, qué ganas de fastidiar.

Platónicos o imposibles, la cuestión es que todo conspira para que sean cada vez más seductores: nunca decepcionan porque sólo vemos la perfección distante o incluso el ejemplo, y es fácil imaginar una maravillosa e indiferente sonrisa lejana que llama y llama sin nombrarte nunca. Pero si no nombramos, no amamos.

Voy por la calle, un amigo me mira, pronuncia mi nombre y me coloca en el mundo. Abandono a esa soñadora consentida y soy yo, como yo soy, contenta de verte, Raúl, siempre con ganas de hablar. Y, sin embargo, qué pobre resulta todo otra vez al poco rato, qué ganas de mirar a lo lejos y ver algo, lo que sea, un poco más de confusión.

Esos hombres lejanos y admirados son pequeños dioses a la medida del calendario. Es el hambre de nuestro corazón desquiciado el que construye esos dudosos fantasmas y ese bosque. Lo malo (o lo bueno) es que, de repente, nos parezca que coinciden con algún ser real. Tiene mucho de equivocación, un poco de milagro y otro poco de lamentable intento de meter en nuestra vida cotidiana algo más que el humilde tic-tac del tiempo que se escapa. Son totalmente nuestros. ¿Son verdad?

¿Les pasará a ellos lo mismo? No sólo a los adolescentes, sino también a ese señor del maletín, tan serio y circunspecto. ¿Imaginará, como tú, culpables amores perfectamente inocentes? ¿Dejará que le duelan o lo tendrá todo controlado? Iseo me dice que pare la noria, que ellos son más honestos y sólo tienen fantasías sexuales. Remata la frase poniendo esa cara de esfinge que tanto me intranquiliza.

¿Debemos olvidarlos o alimentarlos? ¿A quién traicionamos en cada caso? “¿Les pasará esto a nuestras parejas?”, se me ocurre decir. “¡Calla, que me muero!”, salta la esfinge, descompuesta. Yo también me muero, Iseo, no me atrevo a preguntar.

¿Tú preguntas? O tú sueñas. Mi amor, no: él me quiere. Mi amor platónico, menos: él nunca hace lo que no debe; por favor, para eso estoy yo.

Olga Bernad

sábado, 1 de noviembre de 2008

La isla

No habrá una sola torre en esta isla:
ni la iglesia, ni el faro ni tu alma.
Nada levantará la voz al cielo.
Será la arquitectura de la playa,
la planicie sin fin del mar inmenso,
el horizonte en círculo perfecto
y las luchas de los acantilados
(revolución de espumas y de ahora
que inflama el torbellino de las olas
contra las viejas piedras de los tiempos).
Será la perdición de mi mirada
mi soledad cubierta por el cielo.
No voy a defenderme pero quiero
que me sonrías antes del disparo.

Olga Bernad