Le oíste trabajar toda la noche
salmodiando razones extrañísimas
Juan Manuel Macías, Interludio en Marte (Azul de enero)
El viento tiene muchos nombres bonitos: el isleño Gregal y los Alisios, el cálido Levante, el Xaloc y el Lebeche cargado de desierto, la Galerna que azota las costas del Cantábrico, el Simún y el Siroco, el Mediodía. A mí todos me suenan a lamento y en todos ellos respira la locura, aunque alguno es tan dulce como la niña eterna de las cantigas llenas de saudade, la morriña de lejos, la tristura del mar azul del norte.
Pero el Cierzo que yo oigo es la voz sin amabilidades, un viento de Mistral, un desbaratador de pensamientos, el frío y seco, el fuerte. Jamás escucha a nadie, revolvedor de hojas, barrendero del mundo; el insensato, el que limpia la cara del cielo en días luminosos e imposibles, el que arrastra las nubes hacia el Este. Con su zarpazo invisible, curte la cara de los hombres que amo, les cierra la mirada, es responsable de arrugas y suicidios.
Es el enloquecido Cierzo de las capitanas sorprendentes y molestas que se estrellan de pronto contra los parabrisas de los coches barceloneses, el creador de brujas a lo lejos, brujas que danzan unos minutos como peonzas de polvo en movimiento sobre la línea rasa del horizonte que parece llamarnos con su esperanza de tierras siempre misteriosas y extremas llenas de mares, tramontanas y gaviotas.
Es tan seco e implacable, tan frío y testarudo, que su empecinamiento parece guardar una rectitud rara, la misma que mantienen los que no se dan tregua ni a sí mismos.
A veces me pregunto si la tristeza sin contemplaciones y el pudoroso desconsuelo que observo en mis paisanos y que siento tan claro y tan adentro, el que convive con la afabilidad cierta y comprobable de la que hacemos gala, con nuestra franqueza y a veces con nuestra alegría, nos lo ha traído el Cierzo o si, precisamente, eso es lo que ha dejado después de llevarse las nubes y el aliento hacia otra parte, soplando sin cesar desde la noche de los tiempos. Porque el día que sopla, no recuerdas que luego va a pararse.
Pienso en la imagen repetida de un hombre encorvado sobre sus propias manos, encendiendo un cigarro sabiamente, guardando el fuego con gesto de caricia; pienso ahora en un hombre mucho más antiguo, refugiado en su desierta soledad de masovero, con la mirada fija en el brillo asustado de la lumbre, en el frágil calor amenazado por el rumor del Cierzo, aturdido por el frío y los vaivenes insistentes de la ventolera, desalentado por la pregunta inmensa que supone la vida por delante. Y el Cierzo que no para. Y entiendo su cansancio por un viento que zoa hasta acabarte, las ganas de dejarse llevar por sus palabras: que no florezca mayo en los jardines ni octubre preocupe a los suicidas. Y me oigo a mí misma disculparle como en sueños: “le oíste trabajar toda la noche, salmodiando razones extrañísimas…”
Pero el Cierzo que yo oigo es la voz sin amabilidades, un viento de Mistral, un desbaratador de pensamientos, el frío y seco, el fuerte. Jamás escucha a nadie, revolvedor de hojas, barrendero del mundo; el insensato, el que limpia la cara del cielo en días luminosos e imposibles, el que arrastra las nubes hacia el Este. Con su zarpazo invisible, curte la cara de los hombres que amo, les cierra la mirada, es responsable de arrugas y suicidios.
Es el enloquecido Cierzo de las capitanas sorprendentes y molestas que se estrellan de pronto contra los parabrisas de los coches barceloneses, el creador de brujas a lo lejos, brujas que danzan unos minutos como peonzas de polvo en movimiento sobre la línea rasa del horizonte que parece llamarnos con su esperanza de tierras siempre misteriosas y extremas llenas de mares, tramontanas y gaviotas.
Es tan seco e implacable, tan frío y testarudo, que su empecinamiento parece guardar una rectitud rara, la misma que mantienen los que no se dan tregua ni a sí mismos.
A veces me pregunto si la tristeza sin contemplaciones y el pudoroso desconsuelo que observo en mis paisanos y que siento tan claro y tan adentro, el que convive con la afabilidad cierta y comprobable de la que hacemos gala, con nuestra franqueza y a veces con nuestra alegría, nos lo ha traído el Cierzo o si, precisamente, eso es lo que ha dejado después de llevarse las nubes y el aliento hacia otra parte, soplando sin cesar desde la noche de los tiempos. Porque el día que sopla, no recuerdas que luego va a pararse.
Pienso en la imagen repetida de un hombre encorvado sobre sus propias manos, encendiendo un cigarro sabiamente, guardando el fuego con gesto de caricia; pienso ahora en un hombre mucho más antiguo, refugiado en su desierta soledad de masovero, con la mirada fija en el brillo asustado de la lumbre, en el frágil calor amenazado por el rumor del Cierzo, aturdido por el frío y los vaivenes insistentes de la ventolera, desalentado por la pregunta inmensa que supone la vida por delante. Y el Cierzo que no para. Y entiendo su cansancio por un viento que zoa hasta acabarte, las ganas de dejarse llevar por sus palabras: que no florezca mayo en los jardines ni octubre preocupe a los suicidas. Y me oigo a mí misma disculparle como en sueños: “le oíste trabajar toda la noche, salmodiando razones extrañísimas…”
Olga Bernad
La foto, cortesía de Fernando González Seral |