Renata Remedios (Memé) es un personaje de Cien años de soledad. Hija de Aureliano Segundo, de Fernanda del Carpio y de ese Macondo real y maravilloso, es enviada de pequeña a una escuela estricta y disciplinada donde le enseñan, que yo recuerde, a tocar el clavicordio. Cuando vuelve a casa, la adolescente apasionada y calculadora en la que se ha convertido se ve obligada a interpretar cada día varias horas de concierto ante su madre, con un gesto de niña buena que lleva en su cara oculta el impasible ademán del soldado dispuesto a morir en su propia guerra. Así la dejan en paz. Así se gana su libertad. Pronto se enamora de Mauricio Babilonia, un menestral negro e impresionante al que siempre rodea un extraño revoloteo de mariposas amarillas. Ella paga con oro de curso legal, con un trozo de cada uno de sus días, por la posibilidad de hacerles un sitio a los momentos que desea vivir. Y de noche ocurre lo que nadie sospecha: su amante vuelve verdad sus sueños. Cuando su madre se entera de estas visitas, dispone bajo su ventana una guardia nocturna que dispara sobre Mauricio y le deja inválido. Ella es enviada a un convento. Muere ya muy anciana en un oscuro hospital sin haber vuelto a pronunciar una sola palabra en toda su vida porque el mundo había dejado de interesarle.
A menudo he pensado en Renata, muchas veces he pagado con actos de aparente sumisión la esperanza de atrapar extraños instantes rodeados de mariposas amarillas sobre las que alguien acaba siempre por disparar y que guardan muy adentro la verdad de mis deseos y también tienen un desierto de silencio por delante. Al final, esos momentos fueron pocos; brillantes y reales, sí, pero tan breves y gloriosos que ni siquiera mientras ocurrían fui siempre capaz de reconocerlos. La gloria es complicada. Los distingo ahora y los aíslo en mi memoria mediante una prueba simple y contundente: recuerdo que mientras sucedían no necesitaba soñar.
Y, sin embargo, las interminables tardes de colegio en las que el reloj no avanzaba y yo escapaba sin remedio como mi pensamiento, los libros de texto que no quería ni mirar, los sobresalientes inútiles, las leyes que acepté, los balances, las cuentas que conseguí cuadrar, las horas en el trabajo o en la cola del mercado, en la del paro, en la del médico, en la del último cursillo imprescindible, hablando con gentes que no parecía importarme y que al final dejaron huellas más perceptibles que lo soñado, los hombres que me miraron y me quisieron mientras yo me empeñaba generalmente en malgastar mi admiración (esa forma tan real de amor) con pobres hombres endiosados donde yo veía altura y no encontré, en ocasiones, más que la decepción de tocar corazones secos –y posiblemente rotos- ajenos al mío y sus ganas de latir, todo lo que apareció mientras yo buscaba otras cosas en un tiempo que consideré perdido y bajo, todas las salas de espera en las que me senté con las rodillas juntas y un libro entre las manos, todas esas horas que pagué como un tributo a cambio de una libertad interior –y exterior- que me permitiera guardarle el sitio a algún incierto y miserable segundo de maravilla fueron las que finalmente moldearon mis manos, afinaron mis oídos, pusieron teselas humildes en el mosaico aún indeterminado de mi vida, llenaron de contenido preciso mi realidad, aunque ésta tuviera la vocación de ser mágica.
Horas de clavicordio, Memé, cómo me gustaría contarte todo esto. Tal vez quisieras hablar. Qué merito tenía entonces entregarse a una pasión con cuerpo de hormonas y traje de letras; entonces, cuando la inexperiencia nos permitía odiar sin dudas y amar sin poder evitarlo. Puede que ahora mi pasión sea más cierta, ahora que podría abandonarla con el gesto de quien suelta un pájaro de la cabeza, ahora que hay que alimentarla para que sobreviva, protegerla para que el pobre patito feo de la realidad no se la coma con la indiferencia que le caracteriza. Sé que está viva porque me sigue saliendo cara, porque aún busco, qué sé yo, alguien superior al que contársela (que tal vez sea lo mismo que ofrecérsela) una remota posibilidad de sentir que, en lo profundo, no estamos infinitamente solos y que no todo es siempre para nada.
Ese extraordinario (des)concierto de la vida pasada parece sonar ahora, en la distancia, más templado que cuando me ensordecía; mi pasión tiene algo de imperturbable, de resignada y radical al mismo tiempo, tiene la sosegada fuerza del que sabe que se ha pasado ya incluso el momento de abandonar (y fue un consuelo pensar en ello mientras pude). La fiebre se ha instalado en mi sangre y se ha vuelto más serena; la esperanza, menos fantasiosa y más paciente. Mi fuego ha aprendido a congelarse un poco, como mi corazón desencantado, para mantenerse vivo y yo, yo soy mucho más terca que entonces.
5 de noviembre: Juan Antonio González Romano deja una breve reseña de Andábata en algunas lecturas. Muchas gracias, Juan Antonio, por esa lectura y esas palabras.