martes, 31 de marzo de 2009

El fuego que nos mira

Cansada estoy de danzas junto al fuego.
Guardé todo el invierno las llamas insaciables,
las rojas y voraces, y no supe
volverlas luces blancas para el alma.
Me asusta su incansable rezo sordo,
su arrebato de luz que nunca es mía.
Alimenté las lenguas del incendio
por si llegabas antes de que marzo
volviera inútil mi dolor de lumbre.
El invierno se ha ido y tú no vienes.
Quemé el bosque y la casa; suena el río
y el viento contra el fuego de mi hoguera
(todo el maldito invierno junto al fuego).
Los restos de mi cama para el fuego
y las sábanas blancas son del fuego,
en mis ropas prendidas mira el fuego
lo único que queda en torno al fuego:
mi cuerpo ensimismado frente al fuego.

Olga Bernad

lunes, 23 de marzo de 2009

Sedeisken

Honrar a los que murieron
tal vez porque nunca me podrán
juzgar por el hambre que siento ahora.

Agustín Calvo Galán, Magisterio (Poemas en el entreacto)



Hoy he estado en Azaila. Sentada sobre una piedra del yacimiento íbero, desde la elevación que te permite, como si fueses un soldado vigilante aburrido por la ausencia de enemigos, vislumbrar treinta kilómetros de llano imperturbable, he pensado esta entrada. Tantas cosas pensaba que no sé cómo empezar a contárselas.

Tal vez por el principio: lo que roza la mano que luego excavará, porque excavar es preguntarse y encontrar lo que fuimos mirando hacia nosotros, dar permiso a lo escondido para que aparezca, ponerlo delante de nuestros ojos y dejar que nos los abra. Mis dedos tocan la muesca en la piedra dura. Una inscripción de la guerra. 1937. “Viva la C.N.T.” Veo tropas republicanas oteando la misma tierra que tengo junto a mí. El frente del Ebro y su carga de angustia. Nunca he podido pensar en Belchite con tranquilidad. Esa manera de pelear las guerras, que siempre son derrotas, casa por casa, habitación por habitación, vida por vida, donde se mezclan en un caldo oscuro el heroísmo y la crueldad hasta límites insospechados. Me asusta llevarlo dentro, es el fundido en negro que a veces intuyo en mi propio corazón, contra el que muchas veces vivo. Esa imaginaria de mi propia oscuridad me lleva hacia la otra ciudad, la destruida por segunda vez y para siempre sobre el año 75 antes de Cristo, porque la tropa que labró esa piedra estaba ya instalada sobre ruinas que dominaban un paisaje y sólo repetían la historia sin cesar.

La Hispania Citerior fue testigo en aquel tiempo de las guerras civiles romanas. Sertorio fue nombrado gobernador por el senado de Roma, pero se rebeló contra ella. Casi todo el Valle del Ebro tomó partido por Sertorio, y la ira terrible de la madre romana cayó sobre sus pueblos. Esta ciudad no pensaba rendirse. Fortificada alrededor de su muro y su foso, alta como una torre sobre el llano, resistió un primer asalto. Pero a los que resisten no sólo se les vence, se les destruye por completo. Y Roma trajo toda su tormenta, la palabra que designa -tan poéticamente- la maquinaria romana de guerra usada en los asedios: las catapultas inventadas por los cartagineses y perfeccionadas por los macedonios; y también ballistas, scorpios, onagros, arietes, torres de asalto.

El foso y la muralla eran seguros; la fuerza romana, sin embargo, no sólo residía en sus armas. Numerosos soldados levantaron una lengua de tierra, la arquitectura de la rampa de asalto que después fue encontrada por las excavaciones. Muy cerca, se halló también el hueco en la muralla derrumbada, el resquicio por el que entraría la segura derrota.

Pero los tercos habitantes de esta tierra no se preparaban para rendirse: se dispusieron a la lucha sin cuartel. Levantaron las piedras de su propia calzada, eso explica los campos de lajas hincadas bajo esa rampa de asalto, en un intento por entorpecer las maniobras del enemigo; eso explica la catapulta de torsión en el interior del templo, ya no enfocando el llano, sino la puerta de su propia ciudad; explica los restos de barricadas en sus calles, cada vez más interiores y más desesperadas, explica por qué fueron salvajemente aniquilados, tanto, que una ciudad que había tenido vida casi ininterrumpida durante más de mil años no volvió a habitarse nunca más, a pesar de su perfecto emplazamiento.

Inútiles para siempre se volvieron su dos torres cuadradas, el molino, el templo in antis de cuyas figuras principales sólo los pies quedaron anclados al suelo, los pies del hombre y los cascos del caballo. La hermosa victoria que lo coronaba voló en mil pedazos, su orgullosa cabeza apareció entre los restos del naufragio, destronada por la historia y envilecida por la caliza del beso largo y lento del suelo y la derrota. Inútil el foro y el único túmulo que llegó hasta nosotros; inútil el arrabal, las termas más antiguas de la península y el gran aljibe; inútiles las perfectas calles empedradas donde aún pueden notarse las obstinadas entallas de las rodadas de sus carros.

Dos mil años después la ciudad fue rescatada por la arqueología, y desde ella avistaron este paisaje los republicanos que labraron sobre la piedra del templo la inscripción a la que me refería al principio. Todo eso explica también mi escalofrío, explica las palabras de Pompeyo al senado de Roma en el año 74 antes de Cristo: “La Hispania Citerior que no está en poder del enemigo, o nosotros o Sertorio la hemos devastado hasta el exterminio”.

Pero tenemos que excavar un poco más, ésta no es toda la historia. Aquella ciudad romana y rebelde ya se había asentado sobre otra destrucción de la que casi nada queda. El poblado tuvo su origen en el siglo IX antes de Cristo, en la Edad del Bronce final, y no parece caber duda de que fueron íberos, con su misterio lingüístico y tenaz que pervive en alguna parte de nosotros mezclado con una amable música celta y otras muchas aportaciones de la aventura del devenir. Posiblemente se llamó Sedeisken y estuvo habitada por sedetanos, pueblo ibérico también presente en otras localidades del Valle Medio del Ebro: Damaniu, Lakine o ese Alaun ahora convertido en nuestro Alagón cercano.

Lo íbero mantiene su secreto, cerrado y contundente, pero de sus usos y costumbres sociales nos ha llegado lo que se llama el culto al jefe, una manera de ser que cartagineses y romanos aprovecharon en su beneficio. Los romanos lo nombraron con el término devotio, y con ello intentaban atrapar en una palabra la fidelidad de vida y muerte al líder. Sus hombres vivían por él y morían por él y con él. Si llegaba el caso, se inmolaban. Es una constancia en la lealtad que roza la demencia. Y tal vez una decisión tomada por su sangre: la de no querer contemplar nunca la derrota desde el lugar del esclavo.

La bella, tosca y antigua Sedeisken acabó quedando en zona cartaginesa, cuando Cartago y Roma usaron el Ebro como frontera para intentar repartirse una paz que jamás pensó ser cierta. La margen izquierda, influencia romana; la derecha, para Cartago. Ese tratado se firmó en el 226 antes de Cristo y nació muerto. Durante la segunda guerra púnica, Roma se apropió de la ciudad, pero para eso tuvo que devastar aquel primer pueblo misterioso que estaba en ese momento bajo influencia cartaginesa y del que apenas quedan restos que nos sirvan de testigos. Tan sólo una necrópolis cercana, situada a favor del viento dominante, ese Cierzo que se empeña en llevarse lejos hasta el olor a muerte; un cementerio que el tiempo humilló partiéndolo por la mitad con una carretera. Quedan noventa y un túmulos, un campo de urnas que la cultura hallstática sembró de ceniza y huesos y ajuares funerarios.

Hoy, con la calma de un sol tibio sobre la frente y las risas y las quejas de mis hijos, tan sinceramente dispuestos a aburrirse pronto de piedras y pensamientos, he sentido que el sumario de la historia suele ser simple y cíclico igual que mi tristeza. No me he hecho preguntas que ya están contestadas: “Aquí pasó lo de siempre. Han muerto cuatro romanos y cinco cartagineses”. Pero, a pesar de todo, el sentimiento que he encontrado al final de mi conciencia, de pie sobre esta tierra, se parecía al amor.

No quiero excavar más.


Zaragoza, 21 de marzo de 2009.

Olga Bernad

Nota:
La Villa de Azaila se encuentra a unos cincuenta kilómetros de Zaragoza, en la margen derecha del río Aguasvivas y dentro de la Comarca del Bajo Martín. Pertenece a la provincia de Teruel. Los primeros asentamientos se localizan en el Cabezo de Alcalá, junto al río Aguasvivas y en dirección a Vinaceite.

martes, 17 de marzo de 2009

Las afinidades electivas




En noviembre del año pasado, con motivo de su participación en Las afinidades electivas, Juan Manuel Macías tuvo a bien mencionarme en su lista de poetas. Para diciembre me animé a preparar algo, pero no me decidía a enviarlo. Me impresionaban un poco algunos de los nombres que por allí podían leerse y no estaba segura de lo que pintaba yo entre ellos.

Como siempre, creo que al final lo mejor es hacer caso a la simple verdad que piensas y sientes, y la verdad es que me hace ilusión por doble motivo: por mostrar un poco de mi poesía, como he hecho aquí en el blog; y porque esa mención ha venido de una persona a la que yo ni siquiera conocía, salvo por el acercamiento mutuo que supuso ir leyendo cada texto de cada entrada, una tras otra, y nada más. Y nada menos.

Agustín Calvo Galán, artífice de ese edificio en permanente construcción, tuvo para conmigo la mayor de las amabilidades en todo momento.

Me decidí por dos poemas ya publicados aquí en mayo y junio, y que tal vez recordarán los lectores más veteranos de esta bitácora; luego añadí otros dos de ésos que posiblemente iban a quedarse para siempre en los inquietantes ataúdes sin cruces en que suelen convertirse nuestros armarios particulares para algunos de los que tenemos esta manía de escribir.

Aquí están. Espero que les gusten.

Olga Bernad

Actualización del 18/03/09:
Las Diosas se hicieron eco. Gracias al simpar administrador de sus designios y a todos los que allí habéis participado.

Actualización del 19/03/09:
Gracias también a Álex Chico por la amable referencia en su Isla de Elca.


lunes, 9 de marzo de 2009

El mal amor

Lo peor del mal amor es que está condenado a la mentira. Se miente a sí mismo cuando interpreta y sigue mintiendo cuando habla. Con motivos o incluso sin ellos, tenemos derecho a decir no, y deberíamos poder soportar que nos lo dijesen.

Las personas normales se entristecen, los apasionados sufren e investigan los límites de su dolor, aprenden; los mejores escriben poemas. Pero el acosador, por encima de todo eso, no acepta al otro, ese otro desligado de sí mismo y su vanidad; busca mil explicaciones, se crece de una manera equivocada, refuerza sus actitudes hasta hacerse minuciosamente odioso a los ojos de quien quiere poseer.

Toma café en tu bar, pasea por tu calle, va a los mismos cines que tú, propicia mil coincidencias cotidianas e interpreta las del otro como mensajes en la misma lengua. Te espía, te importuna, y tú te vuelves sensible al mínimo roce de su mirada. Enseña su dolor constantemente, su dolor de monarca indignado, de mentirosa víctima, de serpiente que sabe arrastrarse y quiere hipnotizar. El acosado llega a preguntarse si tiene derecho a marcar su territorio, si eso será amor, si debe decir no tan claramente, si esa honestidad no forma parte de cuantas margaritas echamos a los cerdos. Si tendrá razón o se estará volviendo loco. Pero el rechazo es tan rotundo que no es fácil fingir cordialidad. Es tan cierto que aclara cualquier duda. No puedes.

Cuando el acosador pasa a la acción, comprendes que tu instinto olió su sangre negra antes que tú. Que tu mirada le dice lo que no quiere saber: le dice quién es. Le dice que no. Que es no, es no, es no y lo será siempre.

Olga Bernad

miércoles, 4 de marzo de 2009

Rectas

Contigo solo estaba,
en ti sola creyendo;
pensar tu nombre ahora
envenena mis sueños.

Luis Cernuda


Sólo tú, nadie más, nadie me mira.
Solamente tu nombre me envenena.

Las rectas que imagino se parecen
a los días en los que pienso en ti:
encrucijada de crucifixiones
y delirio de dudas y destinos.
Algo como un dolor de despedida
y un fiero amor; navajas de juguete
en la espina dorsal de los caminos.

La vida es un enorme precipicio,
lo que queda delante de la vista.
Sólo la fe dibuja líneas rectas
y busca rectos versos en sus filos.

Olga Bernad