Ayer Andábata y yo fuimos a la cárcel de
Daroca, invitadas por Javier Aguirre.
Desde la Biblioteca
de Aragón se desarrolla un Programa de colaboración con los Centros
Penitenciarios, a resultas de un convenio firmado en 2010 entre el Ministerio
del Interior y el Gobierno de la Comunidad. Dentro
de esas actividades, se realiza un Club de Lectura que incluye la visita de los
autores. Javier Mesa, Coordinador de Formación del Centro, acudió muy
temprano a nuestra cita en Zaragoza para llevarnos hasta allí.
Muchas veces había pasado cerca de sus muros, visibles desde
la carretera cercana, durante algún viaje por los alrededores. El edificio
tenía para mí la contundencia de un búnker y la extrañeza de los espejismos; me
dejaba en la cabeza el eco de un interrogante. Siempre me pregunté qué
historias alojaba. No imaginé que un día
traspasaría esos muros, no para hacer preguntas sino para contestarlas. No por sus historias sino por las mías.
Al entrar, el primer corredor me atrapó la conciencia: el peso
excesivo de su realidad sin concesiones lo convertía casi en un escenario. Un
lugar cinematográfico, un no-lugar. Ni
un solo detalle que aliviase la estética carcelaria. Cemento. Muros. Alambre.
Nada. Después muchas puertas,
algún trámite, escaleras, presentaciones. Personas. Rafael Aparicio, director del Centro Penitenciario, que apoya
decididamente las actividades de este tipo, aunque sean malos tiempos para la
lírica y haya que contar también con la generosidad de las editoriales que
ceden los ejemplares de los libros (gracias, de nuevo, a Juan Manzano que desde Paréntesis hizo también
un esfuerzo para que esto fuese posible). Y por fin el Módulo Sociocultural, la
escuela en palabras de los presos, devolviéndole al nombre naturalidad
y eficacia. Un cigarro en el patio en
compañía de Jaime Castejón,
coordinador de Programas, que había leído la novela y quiso asistir al
coloquio. La visión de quien conoce muy
bien el suelo que pisa.
Lo curioso es que, desde que entré en el aula de redacción
de la revista
La Oca Loca, el lugar donde nos reunimos con ellos, pasaron
apenas dos minutos y me olvidé de los muros y de mis preguntas. La afluencia hizo que estuviésemos muy cerca,
sillas en corro, personas que hablan. Me acogió la atención con la que habían
leído el libro, el interés que mostraron, la agudeza de las reflexiones, lo
poco que les costó entrar -y hacerme entrar- en conversación. Las distintas
edades de los lectores, el tema de la novela y sus muchos caminos periféricos
hicieron que se interesasen por cuestiones también muy distintas, pero en todos
fue común un respeto sin afectaciones innecesarias, la intención de que yo me
sintiese bien y una cordialidad que sólo pude pagar con la misma moneda.
Comprendí que yo no tenía nada que juzgar, que el momento me
pedía cosas sencillas pero importantes: mirar a los ojos de las personas que me
hablaban. Escuchar y contestar con
sinceridad. Aprender. Sé que Andábata
está muerta y así se lo dije a ellos. No
hay gladiador que pase de los 30 años y yo ya los he pasado. El impulso que creó ese personaje es ya otra
cosa. Pero entendí que en ese instante
el libro era también, más que el aula de la cárcel, el lugar real que nos reunía.
Y, por un breve tiempo que bien pudiera ser una tregua, no importaba de qué
estábamos rodeados, por qué caminos habíamos llegado hasta allí ni a dónde iríamos
luego. Desde su tumba imaginaria, esa
gladiadora sin cuartel notó latir una vez más su corazón de palabras.
Vuestra lectura le dio vida.
Solo puedo decir gracias.