martes, 27 de enero de 2009

Feliz donde no hay nada

No sé de dónde sale la nostalgia
que me inunda los ojos y las letras.
Creo que soy feliz y, sin embargo,
dulcemente me envuelve
la certeza más fría:
sé que nada me importa algunas veces.
Como un niño siniestro,
inocente y perverso en el desorden,
sonríe desde lejos la locura.
¿Y por qué a mí? Si yo esperaba mayo
y miraba las manos de la gente.
Vi a una mujer bailando entre los coches.
Los demás se reían.
Tengo miedo a bailar entre los coches.
No quiero ser feliz donde no hay nada.
Yo quiero la insistencia de los lirios
y también la conciencia y la crudeza,
olas de rabia y miel sobre mi pecho.
Siempre lo quise todo, ¿lo recuerdas?
Y quiero ser capaz de soportarlo.
Aunque todos sabemos que tendré que elegir
entre la risa absurda de esa vieja
y los gestos más tímidos que veo en otros rostros
(pero es la misma triste risa vieja,
la enloquecida venda que salva tantos ojos)
o la certeza mucho más absurda
de saber que no hay nada,
que toda salvación es una venda
y que, si en este instante
fuésemos condenados para siempre,
no pasaría nada.

Actualización del 30 de enero de 2009:
Para olvidar la nada, nada mejor que un paseo con amigos.
Mil gracias a Antonio Rivero Taravillo por dedicarme su entrada y llevarme a Edimburgo .
Y os quiero invitar también a vosotros, a los que habéis padecido mi nada con generosidad. Lo bueno hay que compartirlo.

Olga Bernad

viernes, 23 de enero de 2009

Al borde del invierno y la tristeza



Esperábamos oír una campana,
la campana que late y llama a los perdidos,
si alguna vez la suerte
nos olvidaba en lo alto de su noche.
Sabíamos confiar en el sonido,
su silencio presente era la nota
más precisa y la prueba irrefutable
de que nunca nos habíamos perdido.

Pero aquella mañana del principio
estrenábamos tránsito y adioses,
con el sol ocupando todo el cielo,
la guerra en el pasado, el mundo por delante,
las botas sobre el suelo,
las inquietantes hachas en las manos
y el camino y la gloria,
la muerte y el amor y la fortuna
sin repartir, disuelta por el aire,
y sin saber qué parte era la nuestra;
esa mañana no era de silencio
ni de temblor futuro,
de pensar en la fe de nuestros padres,
ni era el momento de la sabiduría,
sino el golpe del aire en los pulmones
y de beberse el tiempo en grandes copas,
inmenso mar de tiempo bajo un cielo
que nunca iba a agotarse de mirarnos.

Me da miedo que un día
nos llegue a parecer que no fue cierto,
que no existió ese cielo y su mañana
fría de luz, radiante de futuro,
hambrienta de destino desbordándose
en los precarios límites del cuerpo.
Cuando ese día llegue,
llamarán a mi corazón como testigo
y quiero que recuerde.
Por eso me repito cada noche
que una vez fuimos jóvenes y fuertes,
nuevos y en blanco, puros, aprendices,
crueles conquistadores y milicia,
novicios consagrados al acaso,
peligrosos de amor y de violencia.
Y vivir importaba
y el porvenir olía a incertidumbre,
a fiesta y a dureza, a beso húmedo.
Mucho antes de perderte lentamente
tras cada borrachera de renuncia
que convirtió mi fuerza en soledades
y tu entusiasmo en luz de cobardía.

Por eso me acurruco en el rincón oscuro
que da miedo a los niños
y rehuyen los viejos
con su mirada líquida de espanto
lavada por tragedias cotidianas.
Soñar es ver el mapa del camino;
ponerse en marcha es
acariciarlo en serio como a una compañera.

Aún no necesitábamos abrigos de palabras,
las amnésicas trampas de tus ojos;
no existían cuchillos de silencio
frente a nuestras seguras ganas de llamarnos,
de decir en voz alta nuestro nombre
y reír porque el eco lo repite.
Danza de voces sobre las montañas,
ganas de irse tan lejos
como fuera posible.
Y nos fuimos muy pronto, ¿lo recuerdas?
Cuando nada recuerdes
enterraré tus restos
al borde de tu invierno y mi tristeza.

Olga Bernad

lunes, 19 de enero de 2009

Perfección sentimental

Fabrícate, en secreto, una ciudad sagrada,
y equilibra en su centro la rosa primitiva.

Efraín Huerta, La rosa primitiva


Muchas veces me pregunto dónde reside la magia de lo exacto, o al menos su razón, de aquello a lo que no le cambiaríamos ni una coma, de esas palabras que leemos y hacemos nuestras y siempre son de otros. Sospechamos que nuestro propio espíritu confuso debió intuirlas una vez en algún breve momento de claridad que más tarde olvidamos como un sueño o como un capítulo más del desconcierto.

No es algo al alcance del artesano ni del que ha interiorizado simplemente, aun con honestidad y dedicación, las normas de una lengua, afiladas a través de los siglos por la inteligencia, el material sensible, el sentido común y ese enfrentamiento con la realidad que supone hablar todos los días. Es eso y algo más que eso, es recoger toda la herencia que arrastran las palabras, resumirla y hacerla crecer, elegir las adecuadas, expresar algo que nace de nosotros y va más allá de cada uno. El pensamiento certero que da en el blanco de otras memorias.

Lo genial. Concebir y mostrar de una forma precisa su delicado equilibrio, su rara perfección sentimental.

Olga Bernad

jueves, 15 de enero de 2009

Andábata XVII: Mariposas a sus órdenes

Acababa de cumplir trece años y empezaba la primavera. En ese preciso instante, aún no sabía qué cruel es abril. Fue un abril frío, pero yo estaba jugando a baloncesto y tenía calor. El baloncesto es un juego rápido y te envuelve, te hace pensar y, a la vez, no te lo permite. Sigues sin pausa el balón deseado, te enreda la voluntad si sabes entregarte: fuerza y reflejos, aguante y rapidez, engaños, las ágiles cinturas, el salto hacia delante, el lanzamiento y esa gloriosa manera de acertar, el ruido del balón venciendo el hueco de la red y, luego, el breve aplauso que es como una tregua. El balón para el otro y continuar; más lucha, diversiones, enfados, el dolor del cansancio y la alegría del partido. Yo me concentraba tanto que me olvidaba de mí misma. Alguna vez paré y me di cuenta de que el agotamiento estaba a punto de hacerme vomitar, pero nunca le oía acercarse porque siempre jugaba con los cinco sentidos, porque íbamos perdiendo y eso puede cambiarse, porque íbamos ganando y eso es frágil hasta el final.

Llevaba aquellos pantalones de las niñas de antes, los azules de espuma, cortos y ajustados, la camiseta blanquísima, las medias largas hasta la rodilla y las John Smith que me daban suerte. Llevaba el pelo suelto y la sangre alborotada, y el esfuerzo hacía que me ardiesen los ojos y los labios y la punta de los dedos. Tenía mucho calor.

Logré rozar el balón en un pase muy torpe, la mano surca el aire y lo consigue, rompe la voluntad del contrario; toqué la piel rugosa de aquel balón pero no pude atraparlo. El silbido del árbitro sonó a la vez que mi fastidio, y yo corrí a recuperar el balón perdido, lo lancé con rabia contra el suelo antes de devolverlo con un golpe violento hasta la pista. Entonces le miré. Y él me miraba. Me miraba desde hace mucho tiempo, estaba claro. Aquel hombre me miraba de cerca y desde lejos. Me miraba. Era alto y me miraba en silencio, con una calma rara, quieto y callado en el margen de la cancha. Recuerdo la cazadora verde con la cremallera subida hasta arriba, las manos en los bolsillos, la tensión felina que sostenía sus hombros completamente inmóviles. Mirada interceptada. Fue como una exigencia y una súplica, y un ejército de mariposas a sus órdenes se metió en mis pulmones y llegó hasta mi estómago, un golpe de sangre me inundó las mejillas y no tenía nada que ver con el rubor, pero también, y también con un extraño orgullo. El corazón me latió debajo del ombligo. Me incliné ante él, apoyé las manos en las rodillas como una jugadora más, lo que ya no era, y recé por mi aliento.

No sabía entonces que en los breves segundos que pasaron mientras mi respiración se recuperaba y yo volvía a levantar la cabeza, se me estaba escapando la inocencia. Seguí jugando a baloncesto, seguí jugando en las conversaciones de mis amigas a tenerles miedo a ellos, y seguía temiéndoles, pero ya sabía que el deseo se iba a burlar del miedo cualquier tarde y que yo era capaz. Esa mirada llamó a todas las puertas, con su ritmo nuevo de selva antigua aparecida en medio de un campo de baloncesto. Tambores para mí, vibraciones sin ruido, olor de pólvora, y yo con un sabor metálico en la boca de boticaria inquieta que acaba de chuparse un dedo envenenado. Supe lo que quería: quería más. Esa conciencia clara, y la conciencia de que no podía decirlo, me hizo sentir mayor y sucia. Fuerte y débil. La fuerza que nos da lo que aprendemos, la que nos quita una pureza que nunca tiene dos oportunidades en la misma persona.

Después fueron cayendo las miradas de los hombres como la lluvia sobre un campo mojado.

Dejé de jugar a baloncesto, niñas nuevas formaron el equipo del colegio mientras yo paseaba, camino al Instituto, con novios y carpetas. Luego la Facultad y las oficinas y todas esas cosas que nos pasan. Alguna vez le veo caminar por el barrio. Me observa y me recuerda, pues ya nos conocíamos. Pasará los cincuenta. Yo subo al autobús con mis dos hijos, uno en los brazos, el otro de la mano. Hola, guapa.

Creo que no sabe nada.

Olga Bernad

viernes, 9 de enero de 2009

Otra vuelta de página y derrota

Otra vuelta de página y derrota.
De la victoria alada hasta ese gesto
nos separa la caricia discreta,
sentencia displicente y delicada
de una pluma invisible y categórica
sobre la piel del alma y la tristeza.

El latido más frágil de un pájaro asustado,
pequeño pájaro nervioso y débil
atrapado en la mano, y el recuerdo insistente
del momento preciso
en el que todavía podíamos matarlo
con sólo convertir la mano en puño.

Miro la palma de mi mano a veces,
noto un temblor de vida entre mis dedos,
la visita del pulso de mi sangre
o un misterioso adiós definitivo.
Pequeño baile de fantasmas y alas,
el beso alegre y cierto de la nada.
Pájaros que solté y tal vez han muerto.

Olga Bernad


Actualización del 12/01/09
He empezado el día con la sorpresa de que Luis Spencer ha colgado este poema como entrada en su blog.
Mil gracias, Luis, por ese honor y esa alegría.

sábado, 3 de enero de 2009

Andábata VII: Pequeños reinados del terror

He llegado a la conclusión de que soy una cobarde. Un saco de patatas lleno de miedos y vacío de voluntad. En el autobús, mientras iba a la oficina, me ha entrado repentinamente un pánico sordo, tan real como un bicho que sintiese deslizarse por mi nariz y tomar mis pulmones y mi estómago y convertirlo en su reino, una tristeza inmensa al pensar que tal vez mi vida se vaya a reducir a esto. Esto para siempre, nueve horas secuestrada para siempre, siempre, siempre. Llego a la oficina y me despido, con dos cojones. Pero sólo de pensarlo me ha cogido por el cuello un viejo conocido, el miedo pastoso al paro, ese estado semivital en que no eres nadie ni tienes un duro. Para evitar su ataque brutal me he centrado en la realidad pura y dura del atasco, tan increíble y de alguna manera sorprendente como cada lunes, y luego he decidido que había que hacer algo.

Al salir de la oficina me he ido corriendo a la librería Central y me he comprado un libro sobre cómo superar el estrés y la ansiedad. Un fiasco. Todo ridiculeces. Yo no sé si es que no lo entiendo, o es que no estoy preparada para la vida moderna y su fe en los diálogos, los organigramas y las memeces o, simplemente, es que no me salen bien las respiraciones que aconseja (por fumar tanto, seguro). O tal vez sea que la angustia no se cura respirando sino viviendo de otra manera, de una que no sé, que hoy no me sale.

Mientras esperaba a Eva me he puesto a hacer una lista de temores, como aconseja el libro, con sinceridad no exenta de vergüenza porque sé que mis miedos son pequeños, repetidos y vulgares. Concretando, tengo miedo:
  • Al trabajo
  • Al paro
  • Al amor
  • Al desamor
  • A conducir
  • A la soledad
  • A la miseria (no a la pobreza, me pilla acostumbrada)
  • Al cáncer de pulmón
  • Al dolor de cabeza
  • A ponerme gorda como una pelota
  • A la vejez
  • A perder el tiempo
El tiempo. Qué palabra. Por suerte, su escurridizo significado me ha devuelto la cordura momentáneamente y he visto con claridad que el primer paso para empezar a hacerme un gran favor era abandonar esa especie de lista de la compra de los horrores, hacer otra cosa —romperla, por ejemplo— y empaquetar el libro del estrés en un papel bonito y así ya tengo regalo de cumpleaños para mi jefe, cuando quiera que sea.

Eva ha llegado agotada y ausente a nuestra cita repetida del final del día, esa parada en el bar de la esquina antes de volver a casa. Ella llegaba con los labios sin pintar y yo he comenzado a hablarle de mi tristeza con una urgencia muy torpe.

—Todos los días con rollos, no estoy para hostias, Olga, ¿hasta cuándo esa actitud de adolescente?, ¿hasta que seamos viejas?

—Voltaire decía: “Me repetiré hasta que me entiendan”

—No jodas, ¿y tú también dices eso?

No nos hemos reído. Hemos ido al súper porque teníamos que hacer la compra y allí la realidad ha vuelto a entretenerme, como en el atasco, como en la oficina, otra parte de este día ocupada en asuntos concretos y mecánicos: cajas de carnes y pescados, cereales y compresas, latas de sardinas. Las buscas, las coges y esperas en la cola para pagar. La luz blanca y cruel, tan ficticia y tan reveladora de arrugas, me mostraba a mi amiga más vieja que ayer, más aburrida y apática, mucho más indiferente y resignada. El espejo terrible de los que están al lado desde siempre. Sentía en aquel momento una enorme ternura hacia ella, de una forma un poco teatral pensaba que le decía —que me decía a mí misma— alguna palabra de raro consuelo capaz de llenar de otra luz el supermercado y el trozo de tarde que ya se me estaba escapando, otro pedazo de pastel devorado por un ogro. Pero la sensatez se impone tantas veces, la pereza era tan atroz y el ingenio, el buen humor, se agotan hasta tal punto… Entonces he pensado en la vuelta a casa, en la cena, en Álvaro, en la tele, en el libro que me estoy leyendo, en el día siguiente, en otros atascos y otras colas de mercado o de cine, de concierto o de autobús. Y todo me sonaba a circo viejo, a cara de payaso entristecido.

Con la misma intensidad creciente y obsesiva, absolutamente absurda, con que el insomne siente que tal vez es posible que nunca vuelva a dormir, yo he tenido miedo, miedo del de verdad, a no volver a sentir un poco de magia en mi vida cotidiana, a que el juguete se me haya roto, a no ser más una mujer joven, a tener que comprarme la ilusión en el teatro y la ficción de otros, a sólo recrearla, olerla desde lejos y hasta olvidarla.

Un empleado del súper nos ha pedido paso con su carro lleno de restos de la verdulería. Ya estaban a punto de cerrar y quedábamos muy pocos, todos ajenos, adultos y cansados. Al pasar por nuestro lado ha golpeado el carro de Eva y ella se ha vuelto hacia mí con cierto despiste.

—Qué bien huele la fruta.

Fruta madura, hoy demasiado dulce, muy olorosa, mañana invendible.

Le he sonreído porque su inconsciencia tenía una parte de razón físicamente innegable. Qué bien olía.

Olga Bernad