(Y una vieja canción metida en la cabeza).
Cómo no echar de menos el fuego del corazón que enciende y limpia el mundo. Sentada al borde de un montón de certezas, mirando a un horizonte tan plano y tan difícil de defender, cómo hacer para que la frialdad no avance igual que un ejército entrenado. No es que no sepa amar o perdonar, es que la mayor parte de cada día concreto esas cosas no importan. No da tiempo. A pesar de saber dónde está lo esencial, a pesar de saber que la vida es siempre corta (incluso cuando es larga) y tan inexorable como un dios vengativo, hay días que miro hacia dentro y no encuentro piedad. Y mejor no esperarla tampoco de los otros. Pensamientos de viejos, diría yo de joven.
Soñé que me acercaba a un hombre alto y rubio, fuerte como un vikingo. Tenía la mirada nublada por un azul de acero y estaba parado en medio de una calle de Sevilla con la expresión de un animal polar y solitario aturdido en el absurdo centro de una fiesta nocturna. Esa mirada azul que me envolvía me dejaba en los huesos una sensación blanda. Reza por mí, me dijo. O se lo dije yo. Perdidos y conscientes, desconcertados por la soledad y por todo lo que jamás tendrá remedio. Qué será de nosotros.
Elías Moro recuperó hace poco un poema mío en su blog, dentro de su febrero literario. Gracias por compartirlo. Los poemas y el pan se alegran de ir de boca en boca.