|
Se puede descargar en formatos PDF y DJVU clic AQUÍ |
Acaba de nacer Cuaderno ático, una revista de poesía. La dirige Juan Manuel Macías. Su marca: una sobria y elegante factura, perfección tipográfica y textos de muy distintos autores. Tengo el honor de haber colaborado en su número inaugural con un poema, junto a textos de Martín López-Vega, Eduardo Moga, Julio César Galán, María Ángeles Pérez López, Sergio Gaspar, Antonio Rivero Taravillo, Juan Vico, Javier Lostalé,Mario Domínguez Parra, Ángel Cerviño, Luis Miguel Rabanal, Jeannette L. Clariond, María Antonia Ortega, Álex Chico y José Luis Piquero, además de traducciones de Goethe , Vasilis Laliotis y Cavafisa cargo de José Luis Gómez Toré, Mario Domínguez Parra y el propio Juan Manuel, respectivamente.
Larga vida.
DUERMEVELA
Las noches de los pensamientos ciegos
avanzan
aterradas de mar.
La vela que navega,
la que ya se ha apagado para siempre;
el mar, como un fantasma,
cede su sangre al viento y la marea
tira y tira de mí.
Mi corazón y el mundo hipnotizados,
los niños en el vientre de sus madres,
la arena de las playas,
los días de verano:
todo acaba danzando,
buceando,
moviendo las caderas de la tierra
agotada e impúdica.
Penélope, perdida la esperanza y el nombre,
es una mujer lenta que recuerda
un baile que olvidó.
Y el baile es ley y número y misterio.
El principio del sueño tiene una voz de coro
de doncellas, caballos y muchachos
que buscaban su muerte en ese mar.
Mis pensamientos dejan su costura,
como bellas y ajadas putas ensimismadas,
sacerdotisas presas
cuyo destino el tiempo envileció,
que no saben si esperan o descansan o son
más allá de este mar y de esta noche larga.
Como si todo fuese una tormenta
a punto de caer
sobre una plaza llena
de músicos rotundos y cobardes
(tan rectos, jesuíticos, soberbios)
los condenados santos del reino del rencor.
¿Y de qué me acusaban esos músicos?
¿Y qué les hice yo?
¿Por qué se suicidaban los caballos?
¿Por qué me puse alegre cuando el viento
se llevaba muy lejos los papeles?
Y por qué vuelve ahora la mirada tristísima
de aquel amigo al que insulté en mi infancia,
aquel dolor tan limpio en otros ojos
(si luego ha habido tantos otros ojos).
La carita de niña de la virgen
en los cuadros antiguos.
La mirada de hambre de aquel hombre
que inundó de palomas mis pulmones.
(Fumaba
como si él estuviera bebiéndose mi alma,
y respiraba yo de su ansiedad asmática
como si el aire fuera de cal caliente y vino).
La vez que me perdí sobre una cama.
La vez que me perdí dentro de un bosque.
Todas las veces que alguien me buscaba.
La vez que te encontré.
La vez que yo miraba fijamente
tu copa de cristal y se hizo añicos.
Sé que me asusté tanto que quería
pensar en otra cosa. Pero nunca
paraba de llover. Nunca paraba.
No sé, todas las veces
que no me has visto hundirme en estas aguas.
Un millón de caballos angustiados
cansados de callarse,
viniendo en avalancha y aún callados,
parecen pronunciar con la mirada
que todo tiene fin salvo el silencio
y las olas del mar.
Y por qué regresar si no podré salvarlos,
si al sueño viene todo menos tú.
Mira otra vez y duerme.
Todo se va cayendo sin ruido al mismo pozo
acogedor y oscuro
como el beso de un príncipe,
como la suavidad de su tiniebla.