En septiembre el verano comienza a convertirse en una
fotografía, un solitario banco en el que apenas ayer aún nos sentábamos y hoy va quedando lejos,
inevitablemente abandonado. Alguna vez nos sentiremos allí y las instantáneas
de muchos veranos se mezclarán en algún sueño, asomarán en los poemas cuando no
me lo espere, como rachas de viento que rozan o golpean. Así respiran los recuerdos, así se desvanecen
o se aclaran… o se transforman.
Estuve allí. Recuerdo
en qué pensaba. Pero dónde se queda el
tiempo, dime, a dónde se va el alma de todos los paisajes y los rostros después de ser atrapados y de sentarse al borde de algún confuso río en la memoria, de qué nos salva agarrarnos a la terca quietud de las imágenes, las que no cambiarán mientras tú sí lo haces.
Miro fotografías y me ahogo de nostalgia. A veces tengo amoríos con el pasado. Me gusta esta tristeza suave que marea como un vaso de whisky escocés y acaricia como una zambullida en un lago caliente. Pero sé que es un placer envenenado. Un río detenido es una gran mentira. La vida estará siempre aquí, en lo que
ocurre y no puedes atrapar (pero te atrapa), en dejarse llevar por este río imparable del tiempo que se va. Y en la
bendita incógnita que aún se llama futuro.
Tomé estas fotografías el 15 de agosto en el pueblo de Dunkeld (Escocia). Desde la catedral, mirando hacia el río Tay, que nace en las Highlands, y hacia el bosque de Birnan, donde Shakespeare quiso imaginar la derrota de Macbeth.
Macbeth seguirá invicto y con ventura
si el gran bosque de Birnam no se mueve...
si el gran bosque de Birnam no se mueve...