domingo, 28 de diciembre de 2008

Fin de los sueños

No nos queda casi nada de este año, dense prisa, si tienen algo por hacer… y que la naturaleza y los dioses sean generosos con ustedes y con sus sueños en ese 2009 aún por estrenar.






La soledad de la bella durmiente
seguía dibujando la certeza
de un dulce Sur y un corazón perdido
y años que se entretienen y resbalan
entre dedos desiertos de caricias.
Y tú que sollozabas escondido
en el ángulo oscuro de mi danza,
en el rincón mas quieto de mi sueño;
y yo que despertaba de repente
del único destino de las hadas,
de mi tiempo pasado entre unas ruinas
más perfectas que yo, desde los versos
de los cuentos amargos de las niñas,
amargos como hombres que levantan
los vestidos y rompen las almohadas
a las que me abrazaba por las noches
cuando el amor era un temor futuro,
cuando todo da miedo y tú no estabas
besándome la angustia de los párpados
ni esperando los pasos de mis piernas,
las mismas que sostienen y que guardan
tus labios en el centro de mi trampa.
Tus labios cuidadosos por mi alma
muerden mi corazón, leen los mapas
del calor en mi piel y las montañas,
el mar, el cielo, el sol, la luna y nada,
nada como tu peso me ata al alba.
Sobre mí tu deseo y la mirada,
sobre mí tu equilibrio y tu locura,
tú sobre mí, tu y yo sobre la cama.


Olga Bernad

Actualización del 29 de diciembre de 2008
:
Fernando Sarría lleva este poema a su Crepusculario siglo XXI.
Muchísimas gracias, Fernando.


martes, 23 de diciembre de 2008

Manos de barro

Ay, el amor a la Humanidad, qué pocos problemas trae. A mí no me cuesta nada querer a todos esos seres que no conozco y que nunca me molestarán, están ahí, con sus sonrisas y sus lágrimas, con su niebla y su imprecisión, con su manera de ser como yo pero bien lejos. La sensación es tan gratificante y cuesta tan poco esfuerzo que tiene algo de trampa y tentación. Os quiero a todos, tenedlo por seguro. Os quiero y es verdad. No miento y, sin embargo, si deseo pensar en el amor seriamente, no tardarán en llegar fogonazos de odio. El problema es que quienes nos mienten, quienes nos traicionan, quienes nos hacen la vida imposible en el trabajo o quienes, simplemente, nos desagradan, son también Humanidad. Que te digan que los respetes, vaya y pase; pero que, encima, los tengas que querer… Eso es para valientes o para mentirosos (y hablábamos del amor seriamente, hemos quedado).

Pero ese esfuerzo casi inhumano es el único que mejora un poco el mundo, esa es la verdad, lo pone un poco en orden, lo suaviza. Pone a prueba la inmensa carga de nuestra voluntad, la convierte en la joya que brilla sobre el pecho o en el collar de hierro de una esclavitud profunda. Cuando no puedo amar a quien me hace daño, pero no quiero odiarlo (porque el odio es muy impertinente de sentir, como enamorarse pero sin parte bonita) intento comprender. Es lo único que me salva, entender su dolor, meterme un poco en su piel, sentir su frío, compararlo con mi propio corazón helado cuando he devuelto mezquindad por mezquindad, tasada con ojo de amo. Y todos esos pequeños sufrimientos envenenando la vida cotidiana en cada historia de amor y en cada reunión de vecinos de la comunidad. Qué pérdida de tiempo y, en la mayor parte de los casos, qué gran tontería.

A veces, muy adentro, quisiera disculparme por ser tan débil, por haberme sentido herida, por no entender a los demás o no intentarlo. Casi nunca lo hago. Pero, mientras pienso en ello, hago algo parecido a rezar, imploro una compasión por mí y por todos que sólo ante Dios dejaría de resultar absurda, si es cierto que nos mira y nos escucha. Y el auténtico compromiso – y en muchos casos auténtica penitencia, seamos sinceros- es dejar de hacer lo que no debemos y punto. Sin excusas y sin autocomplacencias. Yo no sé qué pensará Dios de nosotros. A mí me cuesta creer que existe, pero me resulta casi imposible creer que no existe. En cualquier caso, si no volviese a nacer cada invierno, se aburriría de mirar y mirar con ojos viejos los gestos repetidos de los hombres, siempre intentando lavarse esas manos de barro sobre las que sopló la gracia.

En fin, pido un poco de belleza y compasión en estas fechas y les deseo a todos una feliz Navidad.

Olga Bernad

Actualización del 24 de diciembre:
Para completar esta entrada, pasen y vean la web de DVD Ediciones, donde encontrarán felicitaciones de muy diversa índole (incluida la de una servidora) durante estos días navideños junto a sus otras habituales e interesantes secciones. No se las pierdan. Gracias al coordinador de la página, el simpar Juan Manuel Macías, por su amable invitación.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Canciones de extraño amor



Estoy segura de que nadie en el mundo ha visto este vídeo tantas veces como yo. Tengo una copia en la habitación destartalada donde sólo entra lo que amo y de la que ya les he hablado algunas veces; la misma habitación de la que no saldré algún día, cuando el sentido común deje de interesarme o me abandone, aburrido de cuentas por cuadrar y tonterías.

Miren a su alrededor: en su trabajo, en la calle, en el autobús o encapsulados en su coche entre el tráfico; miren un poco y comprendan de qué viven rodeados y, luego, dediquen dos minutos a esta canción.

Ni siquiera la entiendo del todo: sé que habla de marineros que bailan en el puerto, que brindan a la salud de las putas de Ámsterdam y a veces mueren al despuntar el día, ebrios de cerveza y dramas; habla de lánguidos océanos, del sonido de un acordeón y de mujeres infieles, de monótonas orillas, de manteles muy blancos, de miseria. Oigo el rumor de un mar vivo y triste, duro como una roca, en ese gesto hipnótico que se ha ido irremisiblemente a otro lugar y desde allí nos habla, dejando mi incredulidad agazapada hasta que acabe, poniéndome la carne de gallina.

Nadie canta así, con la emoción creciente del que se va dejando herir por la historia que desgrana, enamorándose de ella hasta desesperarse y hacernos desaparecer. Yo quiero estar ahí, quiero estar a su lado mientras canta. Seguro que el aire quieto de los auditorios vibraba con la voz y el calor de esos sentimientos tan normales y tan extraños que palpitan en su gesto masculino, distintos como copos de nieve que no dejan de caer, llenos de una rara perfección de miel y rabia. Y yo me siento ahí, casi siento el calor que se levanta de cada uno de sus movimientos, y me gustaría que esas manos que acarician o golpean el aire cuando siguen la música, torrentes de algo como un amor contenido que se escapa, rozasen un segundo mi mejilla.

Olga Bernad
Actualización del 17 de julio de 2009: lamentablemente el vídeo mostrado en la entrada ya no está disponible. Adiós a los subtítulos en griego... os dejo éste subtitulado en inglés, que no es lo mismo, pero nos permite oír a Brel. Sin su voz, el texto estaba muy triste.

martes, 9 de diciembre de 2008

El cielo para quien sepa tocarlo

A Fernando G. Seral, que mira mucho al cielo...


Casi al final del día
da el águila real la última vuelta
sobre el llano de plata.
Sobre el campo,
la tierra y las razones cartesianas,
linderos y murallas, paredones
que tranquilizan a los propietarios.
Por encima de él,
surcando el infinito mar del aire,
el águila se adueña del misterio;
sus alas reconocen, acarician y marcan,
delimitan
su parcela de cielo insobornable,
la soledad azul que se oscurece.


Olga Bernad

Nota: El autor de la fotografía es Fernando González Seral y fue publicada en su blog Los Monegros el pasado cinco de agosto bajo el título "...cielo"

jueves, 4 de diciembre de 2008

Manuel

Olía a tabaco negro y a pensamientos tristes. Nunca escuchaba música y yo creo que nunca cometió la imprudencia de leerse un libro entero. En 1960 se cayó del andamio, estuvo un par de meses en coma y casi tres años de hospital en hospital. Mi abuela contaba que volvió de aquella guerra igual que de la otra: callado y taciturno, mucho más solo, con la calma sin adornos del que ahorra fuerzas para el tajo, con misterios nuevos bailando en las dos luces oscuras de sus ojos negros. Dos olivas mojadas que disparaban recto.

No tenía dinero, no tenía libros y no tenía palabras; liaba los cigarrillos con alguna ternura y los fumaba despacio mirando hacia la nada. Miraba muy adentro y bebía coñac por las mañanas.

Supongo que su vida no fue buena. La guerra, la tierra dura a la que pelearle cada fruto, estériles arcillas y rocalla y, luego, la huida hacia la urbe: la fábrica, el cemento, los andamios, la sucia periferia sitiada por descampados deprimentes; los rezos insomnes a San Jornal Sagrado, el más espiritual, el intangible.

Nunca contaba penas, no sabía. Miraba tan despacio, hablaba tan poquito. Nunca me metió su odio en el cuerpo, si le quedaba odio, ni me legó antorchas sucias que pudieron haberme convertido en un fantasma más de la diversa Santa Compaña que aún ameniza nuestras incógnitas. A lo mejor encontraremos las nuestras, luces y cruces antiguas pero propias que ir llevando adelante. No me dejó en herencia su derrota, tan sólo su recuerdo y, con eso, volvió verdad un poco de la libertad futura soñada en el pasado; tampoco quiso compartir su amargura, la inmensa, la que estaba cada día entre el gesto paciente de sus manos callosas. Qué pocas caricias ásperas dieron esas manos toscas.

Nunca tiraba el pan, se lo guardaba en uno de esos bolsillos ocultos que tienen los abuelos. Desmigajaba más tarde los mendrugos para dar de comer a las palomas grises que acuden a las aceras, lo hacía con prisa, con cierta vergüenza de que alguien lo viese, sin ninguna dulzura, con el mal genio o el silencio mortal en que refugiaba su orgullo o sus perplejidades, ignorándolo todo. No miraba a las palomas, seguía caminando, cargaba con su cruz.

Se murió de puro viejo sin hacer aspavientos, hace apenas un año. Y no quiero, jamás, por nada del mundo, manipular su recuerdo hasta enterrarlo en las mil frases gastadas que todos pueden imaginar, pues tienen corazón y seguramente saben cómo se vuelve el mundo cuando se va marchando la gente que conocemos y amamos de verdad. La gente que nos quiere.

Olga Bernad