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lunes, 22 de marzo de 2010

Hacia el infierno

(Imagen tomada de aquí)

Hace más o menos un año, por estas fechas,  me pidieron unos poemas para lo que iba a ser mi primera publicación, una plaquette que es para mí un recuerdo precioso de la velada poética que luego pasaríamos en La Cigale. En ese cuaderno, el número dos de la serie, junto a tres poemas de Caricias perplejas, aparecierton otros inéditos, entre ellos este Infierno que ni siquiera había visto la luz aquí.  Hoy le llegó su hora.
 

Mi lengua se ha enredado con la hiedra,
la dulce y dolorosa está amarrada
a una pequeña muerte sin palabras.
Debiera estar jugando con la tuya
en bares y postales, o en mis sueños.
Al menos en mis sueños removía
silenciosas mareas en tu sangre,
esa resaca abandonaba a veces
caracolas azules en la arena
y yo las acercaba a mis oídos
y bebía despacio de tu ausencia.
Mi sed, que multiplica los desiertos,
calcinaba una playa cada noche.
Palabras sucias de algas y de brea,
-la podrida distancia de las olas-
se han llevado el rumor del mar tan lejos
como si nunca más fuera posible.
Ingeniería frágil de mi vida,
peligroso sustento de las cosas.
Ahora que el mar no existe, ya estoy sola.
Cuando el amor convierta mi garganta
en cueva y en gemido,
no me quedará sueño al que agarrarme
ni muro al que trepar.
Nada tiembla en el aire cuando tiembla
mi sangre por las noches.
Ojalá el viento limpie de ruido la ciudad.
Quisiera distinguir lo que sostiene
mi alma en equilibrio,
reconocer los nervios de la cúpula,
esas venas de piedra que bombean
aliento al corazón, y mi silencio
hacia un cielo tal vez menos estricto
donde existes y escuchas, donde todo
es sencillo y sin fuerza,
como mirar un río.
Me da miedo quedarme del lado de la noche
y no encontrar la puerta hacia el infierno
que al menos luce lejos como la luz de un faro
sobre su torre oscura de finales.

Mientras, la luna arrastra brillos de sal al suelo.
Cualquier cosa se vuelve un pensamiento triste.

 (Imagen tomada de aquí)

Olga Bernad
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Hace un año: Sedeisken
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25 de marzoHace unas semanas, por pura casualidad, conocí a una mujer muy interesante, una mujer creciente a la que tal vez os guste visitar.  Me dio la dirección de su blog y hoy, por fin, he podido acercarme con más detenimiento.  Me he encontrado allí la agradable sorpresa que siempre supone la mención de un lector.  Porque lo que me importa es eso: el diálogo con el lector.  Y Mariano Ibeas ha terminado la serie de poemas que escribió a partir de mi "Puro azar".  Veré la forma de enlazarlos con su origen.  Gracias a ambos por establecer esa conversación con mis textos.
26 de marzo:  Más lecturas de Andábata en sendos blogs cuyos autores tienen la amabilidad de compartirlas.  Diego Morales  y  Belén Serrano.  Mil gracias.
Leo en Europa press una interesante entrevista con Javier Sánchez Menéndez a propósito de la reciente salida al mercado del primer número de la Revista Siltolá, en el cual aparecen dos poemas míos. 

martes, 17 de noviembre de 2009

Amigos invisibles

A Josep Alfred P. C., que ya no recordará quién soy.

Cuando era muy joven, un amigo me dijo que me había empachado de lucidez. Él era perspicaz, así que yo dediqué unos cuantos años de mi vida a demostrarle al mundo que podía ser tan inconsciente como cualquiera. Uno puede apagar la pequeña vela que la vida le ha puesto en la mano y seguir a tientas, porque la oscuridad es más acogedora que la intemperie.

Si un día volvemos a encenderla, en un extraño gesto de curiosidad y nostalgia, descubriremos que no podemos ver con luz. Avanzar a tientas es ya una costumbre, una manera de vivir; y el mundo abierto, una nueva noche de hirientes claridades que duelen y encandilan. Volver a ver el mundo iluminado, mirar las cosas serenamente, sin que las suavice la confusa e implacable borrachera de las excusas cotidianas, sin que las desdibuje un poco la irreflexión, ocupando toda la sensibilidad, con el alma lavada de la intoxicadora bruma de la experiencia, duele en los ojos y en el corazón.

Avanzo a tientas y sigue haciendo frío. Carpeta en la mano, tabaco en los bolsillos, sonrisas que calientan y entretienen. Y la misma estepa desplegada hacia el horizonte, inmensa, plana, inquebrantable. Sólo el tiempo se ha ido. Al fondo, alguna ermita guardará su virgen como las murallas protegen a los pueblos que siempre, siempre, hubieran preferido crecer junto a algún río. Aquí, la asfixiante vulnerabilidad del llano, el agua remansada, la incertidumbre del pozo, bendito manantial o trampa líquida; tal vez veneno agarrándose a la sangre lentamente, metal pesado acumulándose sin prisa en cada corazón. Uno nunca sabe, pero hay que beber.

Tal vez a ese amigo, en aquel tiempo, hubiera podido contarle que pienso en ti a menudo como pensaría en un amado muerto que me protege desde el cielo (si tú fueses mi amado, si tú estuvieses muerto, si el cielo existiese, si tu lugar fuera aquél).

Algo parecido a un hombre se me aparece cada vez que encuentro agua y abro bien los ojos. Señala líneas con el dedo; escribo. En mitad del llano, una huella puede ser también una senda. Alrededor, el mismo abismo horizontal e indiferente. Adentro, esas ganas de ir hacia delante; y de no ir completamente sola.

Olga Bernad
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NOTICIERO
19 de noviembre: Si el martes la web de la casa del libro nos mantenía por segunda semana entre los autores aragoneses más vendidos, hoy, la lista del Heraldo de Aragón, configurada con los datos de varias librerías aragonesas, muestra que las Caricias siguen adquiriéndose. Un libro de poesía entre novelas. Es bonito mientras dura. Gracias por vuestro interés.
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Hace un año:
Los lobos del jardín
Ver para creer
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viernes, 28 de noviembre de 2008

El Cierzo y el suicida


Le oíste trabajar toda la noche

salmodiando razones extrañísimas


Juan Manuel Macías, Interludio en Marte (Azul de enero)


El viento tiene muchos nombres bonitos: el isleño Gregal y los Alisios, el cálido Levante, el Xaloc y el Lebeche cargado de desierto, la Galerna que azota las costas del Cantábrico, el Simún y el Siroco, el Mediodía. A mí todos me suenan a lamento y en todos ellos respira la locura, aunque alguno es tan dulce como la niña eterna de las cantigas llenas de saudade, la morriña de lejos, la tristura del mar azul del norte.

Pero el Cierzo que yo oigo es la voz sin amabilidades, un viento de Mistral, un desbaratador de pensamientos, el frío y seco, el fuerte. Jamás escucha a nadie, revolvedor de hojas, barrendero del mundo; el insensato, el que limpia la cara del cielo en días luminosos e imposibles, el que arrastra las nubes hacia el Este. Con su zarpazo invisible, curte la cara de los hombres que amo, les cierra la mirada, es responsable de arrugas y suicidios.

Es el enloquecido Cierzo de las capitanas sorprendentes y molestas que se estrellan de pronto contra los parabrisas de los coches barceloneses, el creador de brujas a lo lejos, brujas que danzan unos minutos como peonzas de polvo en movimiento sobre la línea rasa del horizonte que parece llamarnos con su esperanza de tierras siempre misteriosas y extremas llenas de mares, tramontanas y gaviotas.

Es tan seco e implacable, tan frío y testarudo, que su empecinamiento parece guardar una rectitud rara, la misma que mantienen los que no se dan tregua ni a sí mismos.

A veces me pregunto si la tristeza sin contemplaciones y el pudoroso desconsuelo que observo en mis paisanos y que siento tan claro y tan adentro, el que convive con la afabilidad cierta y comprobable de la que hacemos gala, con nuestra franqueza y a veces con nuestra alegría, nos lo ha traído el Cierzo o si, precisamente, eso es lo que ha dejado después de llevarse las nubes y el aliento hacia otra parte, soplando sin cesar desde la noche de los tiempos. Porque el día que sopla, no recuerdas que luego va a pararse.

Pienso en la imagen repetida de un hombre encorvado sobre sus propias manos, encendiendo un cigarro sabiamente, guardando el fuego con gesto de caricia; pienso ahora en un hombre mucho más antiguo, refugiado en su desierta soledad de masovero, con la mirada fija en el brillo asustado de la lumbre, en el frágil calor amenazado por el rumor del Cierzo, aturdido por el frío y los vaivenes insistentes de la ventolera, desalentado por la pregunta inmensa que supone la vida por delante. Y el Cierzo que no para. Y entiendo su cansancio por un viento que zoa hasta acabarte, las ganas de dejarse llevar por sus palabras: que no florezca mayo en los jardines ni octubre preocupe a los suicidas. Y me oigo a mí misma disculparle como en sueños: “le oíste trabajar toda la noche, salmodiando razones extrañísimas…”

Olga Bernad

La foto, cortesía de Fernando González Seral

lunes, 15 de septiembre de 2008

Ejercicio literario nº 29

Cuando alguien me cuenta una tontería y no sé qué decirle, acabo sugiriéndole que la escriba. Es una de las muchas vilezas que cometo. No he encontrado persona que no crea que la actividad continuada e insignificante de su memoria atribulada, o de su corazón, o de su metafórica conciencia, merece la verdadera pena de ser puesta por escrito. Me incluyo en la fiesta de la confusión con el agravante de que a mí no hace falta que me lo sugiera nadie. Con el tiempo he intentado que en el ejercicio de la escritura haya un entendimiento más o menos cordial entre el vómito y la belleza. Es lo único que puedo decir en mi favor, aunque no sé si es mucho.

Pero a veces hay sucesos (o incluso textos) con los que nos topamos y nos obligan a ir más allá, o tal vez a pararnos. Pararse a pensar sobre la palabra, como haríamos en una iglesia silenciosa y vacía, a solas con la luz, apoyados en la sombra de los muros, es un acto de honestidad y valentía. Mantener el valor es otra cosa. Apenas salimos al ruido y al frío, los mismos vicios amables nos circundan. Siempre vuelvo a fumar, siempre quiero dejarlo. Y siempre vuelvo a escribir. Pero no he conseguido ir más allá de lo evidente, me da mucho miedo que no haya final ni caminos de vuelta ni entendimientos cordiales con los que consolarse.

Me da pánico andar por la llanura helada de la estepa que tengo en la cabeza, totalmente visible y expuesta, sin abrigo, sin carpeta a la que agarrarme, sin amores que sonrían, sin tabaco.

Olga Bernad

viernes, 22 de agosto de 2008

Las reglas del desierto



A muy pocos kilómetros de Zaragoza comienza un desierto grande y raro. Los Monegros, los olvidados Montes Negros de mi alma, el único paisaje que es realmente mío. Estepa que contempla con la misma vieja indiferencia los diez grados bajo cero que los cuarenta grados a la sombra, cuando hay alguna sombra que llevarse a la cara. Por encima de la tierra devastada, por debajo de un cielo incontestable que parece asolar toda esperanza y muy lejos de benévolos paisajes, rebulle un hervidero de vida y de silencio, una extraña manera de agarrarse a la dudosa suerte de estar en este mundo. Hasta esa consideración es gratuita, un exceso de niña malcriada. Ni un gesto de más ni un ademán de menos. La seriedad que quiero habita en cada araña y en cada una de sus telas densas y resistentes, tan engañosamente delicadas que, cuando llueve, atrapan el agua más violenta con su fuerza flexible y forman collares alambicados, propios de una princesa a la que nadie espera (pues no hay nadie esperando y quien no espera sabe que no sólo no existe esa princesa, sino que nunca viene a este desierto). Abalorios de perlas de agua sobre los hilos hechos en sus entrañas negras: los collares de lluvia y telarañas son joyas para nadie.

Pero no hay raíz más tenaz, ni romero más intenso, ni manzanilla más pura, ni tomillo más fragante que éste que sobrevive entre la nada, con una aristocracia de planta olorosa por derecho propio y de sangre tan azul como el reflejo del imposible verde de sus hojas, que no llegan a ser exactamente hojas, sino filos estoicos de olor denso. Cuando quiero tener entre mis dientes un poco de pureza sin contradicciones, muerdo siempre una fruta de secano. Su esfuerzo no es inútil ni orgulloso, es la increíble pulpa fabricada con sed y con sudor, bella porque sí y punto (a veces muerto).

Y junto a todos los puntos muertos del camino, junto a las arañas y las princesas insubsistentes, hay a veces chillones girasoles de estío, ejércitos vencidos en otoño. Los extraños fardachos vigilan sus derrotas, vestigios del estupor de aquellos inmensos dragones de los cuentos, que se han hecho al tamaño de la supervivencia; lagartijas de medio kilo, impasibles y lúcidas, con su algo de mercenarias y de bestias comprensivas que leyeron a Arquíloco y sueltan sus escudos sin dar explicaciones porque la vida es siempre lo importante. Y no tienen remordimientos pero tampoco ganas de ironías. Los fardachos de aquí entienden hasta la saciedad y hasta la soledad más absoluta ese ritmo del hombre que Arquíloco cantaba, yo lo creo, pues saben cómo tratarlo: se esconden ciegamente de sus pasos. Y nunca se entristecen demasiado ni entienden la alegría sino como una loca extravagancia de los que tienen tiempo y paisaje para ensueños más bellos que la vida, y acaso más importantes que mantener el corazón en marcha hasta que no se pueda y por ninguna otra razón dejar de hacerlo.

Cuando la escasa lluvia se convierte en tormenta, en tromba de agua o pedregada infame, este cielo vuelve a inventar un gris que nunca habíamos visto, un agujero profundo y asustador de buitres y de quebrantahuesos audaces que han olvidado serranías y alturas y planean por estos enormes descampados de nubes. Ese cielo lleva en sí su amenaza y su paciente fin del mundo y se burla del temor de los vivos con alguna esquina que brilla claramente por un sol irreal de puro intenso. Las águilas reales lo acarician, y sojuzgan desde arriba la inquietud que su sombra produce sobre el llano. El cielo agita el miedo de conejos y zorros esteparios. En el cielo entero vive el desconcierto del más y el menos y la certeza de que quien manda, manda. Y el cielo manda sobre los Monegros.

Si me da la tristeza y la manía grandilocuente de hacer poemas, recuerdo que yo también soy de esta tierra y que no hay que llorar más de lo imprescindible. Me miro en el espejo y me sonrío, sin mucha confianza y sin pasarme, el gesto suficiente que te afirma y te dice quién eres entre mil quinientas dudas

A veces imagino que un predicador absurdo, escapado de una película del oeste y de alguna religión falsaria, con su levita negra y su barba extranjera, va paseando su biblia por este hermoso infierno con la excusa de dar esperanza a las arañas. Pero ellas están tan inmunizadas contra la esperanza como incapacitadas para el desconsuelo. Bajo las piedras, los alacranes se aburren de escucharlo y las culebras más descreídas del mundo esperan que anochezca. Y sobreviven no se sabe bien cómo, pues todas las rendijas de las catedrales de arena donde se esconden y el suelo donde encuentran sus humildes guaridas, no cuentan con la protección de raíces suficientes que sujeten la exagerada bendición del golpe de agua. Y entonces, tristemente, la tierra se hace barro y sus rendijas, antes de dilatarse y encharcarse, se tragan esa lluvia y se la llevan hacia capas inútiles y profundas mientras la superficie de su piel se dispone a agrietarse nuevamente. El charco se hace barro; y el barro, tierra prieta, porque el sol, tan atroz como el cielo y todas las tormentas, insiste en caer de lleno sobre las humildes llanuras sin defensas. Llanura impenitente o suaves lomas que jamás se atreven a contestar al cielo y nunca terminan de levantar sus picos hacia el viento.

Mirada desde lejos es una inacabable tortura horizontal de tierra seca; desde cerca, una piel llena de arrugas hondas, un rostro del que alguien expulsó la vanidad a navajazos largos. Pero en su dureza es una tierra viva y dignamente amarga, con su monotonía desmentida con razón matemática por cerros bajos y barrancos, por las praderas de amapolas en mayo y su mar amarillo de hierba seca en los veranos; por los curiosos tonos de la muerte fingida y el frío arrasador en los inviernos. Para quererla bien hay que mirarla muchas veces. Y hay que pensar en ella. Recordarse en la magia imbebible de sus balsas, paraísos de ranitas alegres a montones, remansos de agua y limo que alguna vez saben a sal y confunden otras lluvias más dulces.

Adoro esta tierra, la quiero con toda mi alma, me rompe el corazón y me desquicia y, al mismo tiempo, guarda la única paz que tengo. Más terca que las flores del desierto, de ahí nace la raíz que me sujeta. Y en ella encuentro la infinita paciencia y el extraño consuelo que me ofrecen sus ermitas perdidas. Cómo decirlo y enviar de viaje hacia los otros esta caravana de sentimientos, caravana sin sedas ni camellos, sin dunas y sin príncipes, sin cuentos orientales que distraigan su ritmo limpio de latido y nada más. Pero también, sobre todo, sin traicionarla y convertir mi amor en otra cosa: el absurdo orgullo de patriota de pueblo que me canso de ver y jamás siento.

De aquí partieron muchos peregrinos hacia Roma, puede que demasiados, y no siempre volvieron. El horizonte sigue siendo una larguísima pregunta y el mar una neblina suave que invade de vez en cuando el pensamiento, una furia distinta o una brisa mojada que es verdad allá lejos, donde la bruma malva y la ternura. Yo sueño con el mar desde esta tierra, y el mar es más azul desde la norma rigurosa, las implacables reglas del desierto y sus inexistentes trenes a la nada.

Olga Bernad

Nota: La fotografía es de Fernando González Seral, a quien agradezco su cortesía por permitirme utilizarla para ilustrar el texto. Fue publicada el pasado 29 de marzo en su blog Los Monegros.