miércoles, 29 de octubre de 2008

Escrito está


Escrito ‘stá en mi alma vuestro gesto
y cuanto yo escribir de vos deseo



Para bien o para mal, hay gestos que se quedan escritos en el alma. En el amor como en la guerra. Me gusta que las palabras se claven en el corazón.

Hoy he vuelto a estos dos versos de Garcilaso porque estoy harta de aleteos vanos, superficiales intimidades que no arriesgan nada, evocaciones a las que no les basta con ser recuerdos, libros de texto y babas sobre palabras que aún guardan algún tesoro. Hasta de mayo con sus flores estoy harta. Saliva envenenada al pasar la lengua por la dulzura frágil de las mejores líneas.

Vuelve pronto noviembre y yo también regreso a los cuatro renglones que se quedaron escritos en mi alma. Vuelvo a mi casa y clavo tacón y lanza. Me gusta estar de pie junto a la puerta.

Olga Bernad

sábado, 25 de octubre de 2008

Andábata XXX: Corazón (A piece of my heart)



Es como si ya me supiese mi vida futura de memoria, como si me contasen la de otra, otra que no muerde las paredes ni pierde el oremus aunque sea por dentro. Pero por dentro no importa, decía el psicópata de American Psycho.

Nunca he sabido estar a la altura de mis ocurrencias, esa es la verdad; y tampoco he tenido valor para aceptar a los demás en cuanto se han pasado de la raya. ¿Te acuerdas de Koldo? Sí, aquel chico obsesivo de mirada intensa que tanto te quiso, que tanto lloró. Cómo me asustaba. Tengo que decir en mi favor que él estaba loco de verdad, de los que acaban necesitando un psiquiatra. Recuerdo bien lo que quedaba de él cuando por fin el tratamiento “acertó”. Tan sereno y apagado, tan funcionario probo, tan voy a formar una familia for ever and ever. Sus padres me odiaban. Achacaban su última y más terrible crisis a mi influencia, aunque aquello no era cierto. Puede que nos uniera una extraña conciencia de gremio (Dios los cría, etc.) pero él no necesitaba ayuda de nadie para desquiciarse, lo juraría sobre la Biblia de su madre; en fin, que me animaron a dejarle porque menos novia y más religión era el freno que su hijo necesitaba.

Pobres tontos, pobre de mí; yo no podía creerme que mi Koldo (también pobre), el que me asustaba y al que seguramente tampoco habría tenido el valor de amar hasta el final, se hubiera vuelto un zombi más o menos educado, más o menos tranquilizado, sin obsesiones ni dolores del alma. Me desesperaba la idea que toda aquella fatalidad y aquella fuerza, su especie de locura zambullida en un lago negro y romántico, toda su ansiedad pero también sus más auténticos deseos y por añadidura toda la pena, no fueran una verdad furiosa e insobornable, sino que se explicaran químicamente y se curaran con pastillas de color de rosa y con prácticas médicas que estaban entre la magia y la sospecha.

Koldo, aquel día eras como un animalito al que hubieran extirpado un tumor y el cirujano, avaro de descubrimientos, sicario leal de un gobierno muy legítimo, hubiese hurgado de paso en tu corazón y se hubiese quedado el trozo más sediento, más soñador y anhelante, el pedacito raro que todos tenemos y que tú simplemente no sabías disimular. Sí, creo que los tratamientos se llevaron un trozo de tu corazón y te mataron las ganas incontroladas de vivir y morir y el poder de emocionarme.

Aún te quería por lo que quedaba de ti en tu gesto tranquilo, ahora un poco alelado, de hombre agotado por el amor y la guerra imaginaria y las decepciones. Sólo que esa vez, la última que te vi, no habían acontecido el sexo y las peleas, únicamente existía un doctor de bata blanca y sensateces, un hombre tan prescindible como un asesino en un cementerio desierto, aquel que me sonreía con gesto razonable, tal vez comprendiéndome desde muy lejos pero sin querer oír que era yo la que lloraba por el hermano muerto mientras su amabilidad tranquilizaba a tus parientes. Yo sentía esa amabilidad comprada como una prostitución del amor, como una estrategia de tierra quemada que avanzaba, inclemente y amnésica, por todas las montañas que yo vi sembradas y verdes y a veces también fueron serenas y siempre, siempre habían sido hermosas.

Pero verme retrasaba tu supuesta recuperación, más bien recaptación, el doctor amablemente me instaba a abandonar mis combates y me convencía de que eso era lo mejor para todos. No me fui sin más, te prometo que sufrí. Quise decirle que tal vez un día se le apareciese el mago Merlín para recordarle que, cuando un hombre miente, mata una parte del mundo. Entiéndeme, perdóname, yo no quería acabar también siendo sospechosa de merecer tratamientos intensivos; y tú no respondías, y ya la comodidad y la esperanza se habían instalado en la paciencia y en las cuentas bancarias de tus padres. Años después supe que nada sirvió de nada, aunque ya lo sabía en aquel momento. Al menos yo te hubiese hecho feliz durante un tiempo. Pero entonces era muy joven para enfrentarme a todo eso, era más débil y tú habías dejado de ser tú. Y yo no tenía fuerza sin ti. No sabía qué hacer con toda aquella angustia.

Por eso me volví a casa sabiendo que no volvería a verte, indigna de mi propia historia, buscando la asfixia del aburrimiento y las mismas calles de esta ciudad. Preferí avanzar hacia atrás (hoy es ya costumbre), regresar para permitir que otra vez la vulgaridad sucediera a un tiempo encantado. Que mi perro me lamiera las manos, que algún chico más normal me besara la frente, que también mi médico me diese de vez en cuando pastillas de colores normalizadoras de lo desconocido, el latido desbaratado de todos los trozos de mi corazón y el vértigo gris de los días que se repiten y se repiten.

Olga Bernad

viernes, 17 de octubre de 2008

La dureza

He encontrado en el suelo una esmeralda falsa
y la he mirado.
Ella vio desde lejos el brillo de unos pasos
y vigila.
Ella sabe que nunca
escuchará violines en el aire
y que jamás despegará del suelo.
Sé que su bienvenida
es sólo una serpiente de sonrisa y siseo
y yo siento vergüenza de mirarla,
vergüenza de latir como campana,
miedo invisible a dar un paso en falso.
Sin embargo,
el anillo que brilla entre mis dedos
me recuerda tus versos,
su rotunda verdad y su silencio,
su recta y simple frase,
la alegría redonda de metal bien templado,
la dureza
de la luz más perfecta sobre el rostro.

Olga Bernad

martes, 14 de octubre de 2008

En un Simca 1.200

Mi padre tenía un Simca 1.200 más bonito que un San Luis. Un Talbot Simca 1.200 L S. Sustituyó a un Seat 600 verde guindilla que ya era milagroso: en él pudo llevar a la playa a su mujer con sus tres hijos y la suegra, junto al equipaje para todo el mes de agosto. Pero cuando llegó a mi calle conduciendo el Simca, para mí fue una aparición. Aquel coche blanco con techo negro era grande y nuevo como los de la tele, no como los de mis vecinos, qué va. Nos duró hasta principios de los noventa y nos llevó por toda España y parte del extranjero. Siempre con abuela dentro, y a veces con abuelo.

Mi abuela devanaba sus recuerdos en los viajes. Para desesperación de mi padre y deleite mío, miraba blandamente por la ventana y no paraba de hablar. Mecida por los paisajes, escuché mil veces que tuvo un padre maestro, un gramófono y, desde la guerra, muchísima tristeza. La guerra fue un hachazo sobre sus veinte años. Había un novio muerto, una madre muerta, muchos vecinos muertos y dolor y mezquindad por todas partes. Un definitivo adiós a la juventud tal y como hoy la entendemos (o lo que sea que hagamos). Mi abuela tenía pocas cosas. Tenía un pueblo abandonado, en ese Teruel más duro que las piedras, al que aún íbamos con frecuencia para visitar a mi tía Joaquina y ocuparnos de cuatro viñas. Tenía también una inmensa capacidad de afecto y consuelo y unas emociones que mezclaban sin remordimientos lo práctico con lo sentimental. De hecho, mi tía Joaquina no era tía carnal, era “sólo” amiga suya; pero yo me enteré de eso mucho tiempo después, cuando no pudo valerse por sí misma y mi madre se la trajo a casa porque ya no le quedaba nadie. Nunca me había parado a pensar en los lazos familiares (es que en el pueblo te lías con tanto pariente). Ella siempre la consideró de su familia y punto. Y ese punto era tan tajante que todo el mundo pasó a considerarla así.

Además de esas cosas, mi abuela tenía frío. Cuando el Simca maravilloso de mi padre dejó de ser maravilloso de puro viejo, comenzó a hacer maravillas distintas: se le encendía la calefacción en cuanto lo ponías en marcha, vaya usted a saber por qué, y ella era la única que aguantaba como una jabata los viajes al pueblo en pleno verano. Hasta ese punto era friolera, la pobre. Y mi padre aguantaba mecha, calefacción, manías de su suegra y opiniones de su suegro, falangista voluntario, mientras pensaba en su propio padre, voluntariosamente socialista. Eran unos viajes maravillosos como el Simca.

Mi abuela es sus toquillas y el gesto de recogerse, y unas cuantas frases que el tiempo ha convertido en clásicos memorables. Toda mi infancia oyéndola decir, pegada a la estufa: “Hija mía, a ver si nos tocan los ciegos para poder comprarnos un piso con calefacción”. También llegó un momento en que mis abuelos no fueron capaces de vivir solos y vinieron a casa de mis padres. Por entonces, ya hacía años que teníamos calefacción. Y hasta aire acondicionado les pusimos, esos aparatos productores de corrientes asesinas a los que siempre miraron con desconfianza. A mi abuela la memoria se le fue volviendo rara, pero se le quedó la costumbre de sufrir. Mi padre en navidades: “Hala, señora Presen, cuéntenos penas”; y ella: “Ay, no os riáis de mí, que al año que viene ya no estaré”. Eso, todas las nochebuenas de mi vida. Hasta el año pasado, que fue verdad: no estaba. Porque la suegra de mi padre siempre acababa teniendo razón. A mi abuelo se le rompió el débil hilo de seda que le sostenía y se murió al mes siguiente. Y yo, que miro atrás cada vez con más nostalgia, echo de menos hasta las lágrimas las letanías de ella y los silencios de él, me arrepiento de lo que nunca pregunté, les respeto por lo que supieron no decirme. Me asombro porque ya no veré más la mirada húmeda y feliz, inconfundible, con que nos acarician los que nos quieren siempre y nos quieren gratis.

Mi padre pensó en dejar el Simca en una de las viñas, allá arriba en la sierra, para resguardarnos si llovía durante la vendimia o la poda de los sarmientos. No me hubiera gustado verlo pudrirse bajo el frío de las heladas negras de esa tierra implacable, no me hubiera consolado poder meterme en él. Tal vez era mejor mandarlo al desguace, permitir que las cosas descansen en los cementerios adecuados y los recuerdos no se vuelvan fantasmas. Al Simca le siguió un Opel Vectra que ahora es mío y ya está para el arrastre. No sé si encontraremos maravilla con que sustituirlo. No sé qué pensarán mis hijos cuando crezcan.

Olga Bernad

jueves, 9 de octubre de 2008

De la tristeza

No quiero que mi tristeza sea la conversación inútil con esa hermana tonta de la felicidad con la que casi todos jugamos cada día. Ni el mentiroso espejismo de lucidez de algunos sabios, cuya sabiduría me importa tanto ahora como que una pequeña mariposa mueva las alas en Nueva York y se desate la tormenta en otro mundo. No quiero saber cosas ni entenderlas, quiero montarme en un tren lento y marchar hacia un país maldito o bendecido donde me espere un poco de belleza. Y no quiero dejar la misma estela de amargura y renuncia vista tantas veces; no quiero que al final los sueños no cumplidos se conviertan en hambre amarga y atrasada, ni la vida en un lobo cruel y cansado que acecha presas fáciles. Si pudiese elegir, preferiría matarla con mis propias manos. Quiero mirarla flotando sobre el agua, sin ninguna impaciencia, como una dama blanca muriendo para siempre sobre un río. Sin nada que la dote de contenido preciso; sin nada que la atrape. Quiero guardarla así. Quisiera protegerla.

Olga Bernad

domingo, 5 de octubre de 2008

Lo que tardamos en olvidar un nombre

Lo que tardamos en olvidar un nombre
que no ha dejado nada entre nosotros,
ese demoledor segundo en blanco
asesinado por nuestra memoria,
sólo ese tiempo muerto del olvido,
ese pequeño instante que perdimos
una y mil veces
en mil sinsentidos,
vendrá y se vengará cuando no queden
ni segundos ni arena en los relojes;
vendrá para gritar, para callarse,
para quedarse solo y guarecerse
bajo el toldo golpeado por la lluvia.

Debí pensar en ti, tú me ofrecías
un poco de verdad entre la nada.

Y la lluvia que insiste en la memoria
acunará en los golpes cada letra,
pronunciará mi nombre y el recuerdo
se quedará sentado en esta calle
en la que hoy pienso en ti.

Olga Bernad