miércoles, 30 de julio de 2008

Agosto espera

Cuando sea muy vieja y esté triste
recordaré veranos de mi infancia.
El mar era el milagro repetido,
lejana imagen del azul paciente
sobre agosto, que siempre volvería,
aparición tras largas carreteras,
deseo entre la niebla del invierno.
Más alto que esa niebla y aún más lejos
que el frío y las aceras destrozadas
donde duermen por siempre mis amigos,
flotaba agosto y el olor a brisa.
Yo flotaba en el agua cada agosto
y soñaba que el agua me llevaba
hasta el final del mar, hasta las calles
de todos los inútilmente ahogados
sin fuerza ni palabras, sin excusas.
Y me alejaba hasta el final del agua,
aquella línea al límite del cielo
donde empiezan los monstruos o se acaban,
aquel otro lugar que estaba al fondo.

Siempre supe que no me dejaría
(y era dulce y profundo abandonarse).
Ya sabía que el aire nos retiene
y es nuestra esclavitud la que respira,
respira al Sur, tan quieta sobre el agua,
jugando a ser un muerto que suspira
y flota y nada y llora contra el agua
y se deja llevar, pero es mentira.
El corazón explota más al fondo
y dócilmente elevas la cabeza,
fieramente respiras y respiras,
respiras obediencia y mediodía:
el salitre de agosto en las heridas,
el ruido de la playa en la memoria,
la vida que te llama y que te nombra.
Me nombra a mí, arena en la mirada
y seguir y salir y hablar con gente
y soportar el peso de mi alma.

Cada agosto marcaba una frontera.
La trinchera del mar se hizo pequeña.
Ahora sólo recorro las mareas
de la danza del mar sobre la tierra.
Y cada agosto acaba en la tristeza,
en el adiós al mar que siempre espera.

Olga Bernad

miércoles, 23 de julio de 2008

Jazmines sobre el mar

El perfume es una de mis pasiones. No son simples ganas de oler bien, qué va: yo quisiera perderme entre las flores, las hojas y los tallos, sin olvidar cortezas, maderas y raíces, ni tampoco las frutas, sin apartar semillas ni resinas. Yo sé que estos excesos no se llevan, pero a veces con nada tengo suficiente, y me siento exiliada de un mundo loco donde se impone la preocupante tendencia hacia una frescura fácil casi totalitaria. Es falsa y sintética y es sólo un producto de nuestra imaginación adulterada por el merchandaising y el purchaising. Ay, ese olor a mandarina, a chicle de melón, tan agradable y poco arriesgado como la gaseosa de los experimentos, tan mentira de sólo fruta fresca y de lo que no soy que me exaspera. Está muy bien la mandarina, pero no es eso, como decía Ortega y Gasset y, si no lo decía, debería haberlo dicho. No es eso, una mujer no es sólo algo sencillo y agradable. Después de perderme entre las flores, quisiera encontrar para todos los días un perfume natural y delicado, sin la confusión de las maderas de oriente pero con su inconfundible intensidad y su dulzura poco acomodaticia, una estela perceptible que me guste de verdad y que quiera llevar sobre la piel.

De todos los olores que recuerdo y que alguna vez llegaron a mi cerebro a través del misterioso sentido del olfato, siempre acabo eligiendo uno como el que elige un amor cuando es muy joven, sin importarme nada más que el hecho de querer tenerlo a él entre otros muchos. A mí me gusta oler a jazmín. Ahora mismo huelo a jazmín. Y es muy complicado encontrar un buen perfume de jazmín.

Antiguamente, para las flores delicadas como la que nos ocupa, se empleaba un sistema de extracción con disolventes volátiles, con éteres de petróleo bien rectificado. Se diluían las sustancias olorosas y resinosas de las flores hasta obtener la concreta, un pan que luego se depuraba para llegar a la absoluta, la esencia purísima, densa y viscosa, que ninguno de nosotros olerá jamás. Las flores de jazmín han desaparecido en Liguria y en la Costa Azul, dicen que sobreviven en Sicilia a pesar de la competencia de Egipto, pero cada vez se cultivan menos y los sintéticos reproducen de modo muy imperfecto este perfume. Oler esa absoluta sería insoportable; y un perfume derivado de ella, un lujo fugaz tan misterioso y ya imposible como oler el brento o tocar la piedra filosofal de los alquimistas (me la imagino volviéndose polvo blanco entre mis dedos, nada más rozarla). No volverá el despilfarro encantador de los franceses, cuando en 1870 y debido a la carestía, requisaron al perfumista Lubin todos sus aceites de jazmín para cocinar las pommes frites.

Mágico y dudoso, el perfume. No es difícil comprender a las mentes más puritanas y toda la resistencia a caer en las garras de su embriagadora naturaleza que, adelantándose a la propia presencia, parece hablar de una cierta disponibilidad de quien lo lleva para el placer de los sentidos. Porque es sutil e impalpable pero muy real, y subraya lo visible y lo invisible. Yo he acabado encontrando uno muy bueno. Los perfumes son una de las pasiones que pueden comprarse y dejan que el dinero participe del amor. Son tan inequívocamente sensuales que resultan muy difíciles de imaginar, eso es lo malo: los tienes que tener. Pero, una vez pagado el precio, se entregan con su generosidad de frasco abierto y saben hacerte disfrutar.

A pesar de todo, el amor sigue siendo gratis y yo amo los perfumes. Cuando mi presupuesto está lejos de los exactos jazmines que prefiero, no caigo en el desconsuelo, ni hablar, porque mi vocación de fidelidad hacia mis pasiones me lleva a disfrutar del perfume en todas sus posibilidades. De todos los componentes ya nombrados al principio, se obtienen no sólo aromas sino hermosísimas palabras mezcladas en uno de mis desbarajustes preferidos lleno de cedro, sándalo y aloe, lavanda, menta, romero, la rosa centifolia que es de mayo, la yerba moscatel, mi jazmín y las flores del naranjo; escuchen: jengibre, cálamo aromático, angélica, saxífraga (por Dios), bergamota y anís y nuez moscada, y también petitgrain, canela china, mirra e incienso. Y la antigua raíz del vetiver y el rizoma del lirio florentino. No me digan.

Esa borrachera de perfumes en palabra suele darme ganas de brisa marina, de aire para limpiar mis límites (que existen), pero estoy tan perdida que todo el ancho mar, tan suave y tan lejano, ya no me llevará a palabras frescas sino a caricias o zarpazos de olas tan bellas como el lenguaje de la marinería, como jarcia, ese áspero amor, junto a noray, tan dulce como una isla del Pacífico o una princesa prometida o más: Noray, Reina del Catai (no me digan) seguramente perfumada con almizcle. Ese lenguaje y sus obenques, sus drizas, sus escotas e incluso sus amantillos. Los tangones y la baluma. ¿Y la botavara? ¿Y la fogonadura? Y las gazas de los cabos de amarre, que se encapillan por seno; los barcos que recorren la bordadura, ciñéndose, sí, mientras no cambien de amura. No, no me digan. No saben lo que es eso para una chica de secano. Y el primer verso del Himno a Venus de Jaime Siles “Amor entre las jarcias de un velero”, y el último para volver siempre al perfume: “…gimen gemas de jades y jazmines”. En fin.

Olga Bernad

jueves, 17 de julio de 2008

No me dejes caer


Soy presa fácil de las tentaciones
y no sé si soy totalmente mala
o el placer me sostiene y me condena
al país triste de los arrepentidos.
Dentro de eso, soy de claros límites,
piadosa cumplidora de algunos mandamientos,
devota y mendicante de muy pocos deseos:
ni traicionar la gracia por un poco de amor
ni tan siquiera
traicionar el amor por cobardía.

No caer en la conspiración de la prudencia
ni aceptar nunca el calor de la vergüenza,
polvo heredado de miradas de otros,
que me llene de arena los bolsillos
y me empuje hacia abajo,
hacia la nada,
que ensucie de ceniza mi casa, mis vestidos,
las sábanas que guardo y acaricio,
como si fueran prendas de ellos,
los que saben decir una y mil veces
“estaba escrito, todo es así y tú eres como todos”.
“Y él también, también es como todos”,
nadie es mucho mejor y no me importa,
no me importa ahora mismo no me importa,
ayúdame a quedarme levantada
leyendo oscuros mapas, levantada,
mirando tercamente las murallas,
porque la verdad es que ya sé
que tienen la razón y que si alguien
me viera con cuidado no podría
seguir disimulando el desencanto
que acabará con lo que siento mío,
ni las ganas de darles su razón
con el gesto preciso del que entrega
las llaves tras rendir la ciudadela
inexistente y sola, hermosa y sola,
y, tenebrosa y sola, se encamina
hacia la plaza gris llena de gente
para sentarse en el bordillo
y charlar otra vez de cualquier cosa
como si le importara
(no me importa ahora mismo no me importa)
y nunca me importó, eso es lo cierto.
Pero he ido y he vuelto varias veces,
vacía de alegría y de entusiasmo,
también vacía de rencor u odio
pues de nadie es la culpa de que nunca
estuvieras entre ellos.

Y he vuelto sola, sola, sola,
y sola aguantaré si tengo fuerzas,
sola llorando o sola imaginando,
sola rezando, sola resistiendo,
pensando que tal vez te complacía,
suplicándole a Dios que se moleste,
que sea verdad que existe y cuando muera
no esté sola otra vez
y para siempre.

Olga Bernad

domingo, 13 de julio de 2008

De Profundis

Creo en los hombres desesperados, no encuentro otra manera decente de estar en el mundo. Y me parece admirable que la misma lucidez que les lleva sin remedio a la desesperación, no les lleve también a una impaciencia más simple, y ésta no los venza, y no todos escojan una metralleta y una secta entre la variada oferta del mercado para ahogar su angustia solos o en compañía de otros, sino que algunos todavía hagan poemas, crucigramas, juegos de salón, malabarismos o se aventuren a tener descendencia. Y hasta de vez en cuando sonrían. Y a veces amen y anhelen, como yo, las cosas más peregrinas. Encuentro una cierta grandeza en esa resistencia entre pueril y heroica a caer totalmente en el error, a emborracharse de miseria y olvidar, a entregarse por completo a una maldad más fácil que la nada. Sí, creo que puede ser más sencillo matar que amar, y puede salir menos caro. Pero una profunda e innegable querencia por el bien aún nos sostiene, tira a veces de un hilo muy largo, invisible, que nos ata a la luz y no hemos roto. Desde el principio de los tiempos y en toda la tierra, esa querencia se ocupó de la invención o la intuición de Dios. Finalmente, creyó reconocerlo.

Borges, en Una vindicación del falso Basilides, nos muestra un fragmento precioso en el que la imaginación más brillante del hombre intenta explicar su propio origen: “…la tiniebla y la luz habían coexistido siempre, ignorándose, y cuando se vieron al fin, la luz apenas miró y se dio la vuelta, pero la enamorada oscuridad se apoderó de su reflejo o recuerdo, y ese fue el principio del hombre.”

No hay amor más hondo y sencillo que ese encandilamiento con la luz, ese redundante e inevitable misterio tan fácil de entender. Pero la enamorada oscuridad no quiere nada fácil: no es dejarse deslumbrar, que sólo ciega; ni dejarse enfocar por un instante, que inmoviliza el momento y esa luz; es seguirla con los ojos exactamente así, encandilados, sentirla posible, hacerla suya, quedársela también. Desearlo profundamente.

Me gusta ser parte de esos hombres, me gusta esa imagen del hombre enamorado de la luz, aun cuando ésta le da la espalda, y me gusta el amor humilde e inevitable por una salvación que parece escaparse cada día entre las rendijas tristes de la vida, los huecos de la equivocación y la ignorancia. Porque los rescatados por una fe cierta, sabia, solvente y sin fisuras ya tienen esperándoles todo su inmenso mar, el cielo de los justos, y sé que yo nunca tendré el consuelo de poder llorar junto a ellos ni por ellos desde la oscuridad visible de mis dudas.

Olga Bernad

miércoles, 9 de julio de 2008

Mujeres sin corazón

Tengo que empezar hablando de la voz que no es pronunciada delante de la cámara pero nos deja oír al narrador, quizá desde un lugar distinto al mostrado, quizá desde otro tiempo: esa voz que cuenta y envuelve, la voz en off del cine. Me gusta escuchar el principio de Rebeca y dejar que la deliciosa protagonista femenina sin nombre me lleve volando hasta sus sueños: “Anoche soñé que volvía a Manderley…” Ya me sé la historia y en su niebla flota el miedo a otra mujer terrible contra la que es imposible luchar porque no tiene corazón, pues está muerta. En Rebeca triunfa el amor tras las dificultades: todo como Dios manda. Ese principio, o más bien el hechizo que causó en mí, es otro curioso objeto de mi colección, está junto a Lucrecia Panciatichi en el cuarto destartalado que tal vez algún lector ya me habrá oído nombrar y en el que guardo todo lo que elijo. Desde seres humanos vivos a bajorrelieves de Nimrud, lo que sea. Las piezas originales de esa confusión de preferencias exigen nuevas compañías, y no es fácil. Pero escucho cada voz en off con el esmero del coleccionista que valora una adquisición, y con mi capacidad de asombro lo más limpia posible, a estas alturas.

No hace mucho, en uno de esos desmantelamientos del VHS que hacen los videoclubs cada tanto desde que el DVD llegó a nuestras vidas, me compré por un euro una película de precioso título, La Noche y el Momento, porque me gustó el título (precioso). Está ambientada en la Francia del siglo XVIII y es bastante aburrida; abunda en aristocracias, palacios, sensualidades y encantos de aroma decadente sin llegar a ofender pero tampoco a interesar. La luna es testigo: demasiada conversación. Se basa en la novela homónima de Crébillon Fils y está dirigida por una tal Anna María Tato a la que no tengo el gusto de conocer, pero mi incultura cinematográfica es amplia, tal vez Anna sea conocida. La protagonizan Willem Dafoe y Lena Olin. A él sí lo conozco y ella me sonaba cuando la vi.

Sin embargo, el comienzo de esta película me parece de una belleza, aunque feroz, poco habitual. Se trata de un breve pensamiento pronunciado por una voz masculina, la del doblaje en español, a la que no hace falta ponerle más adjetivos para que resulte trascendentalmente conmovedora, dados los tiempos que corren. Con esto último sólo quiero decir que me gusta el sonido de la voz masculina, nada más. Será física y química; será culteranismo (porque para mí pocas cosas intensifican los elementos sensoriales como la voz de un hombre) o incluso conceptismo (porque me gusta también que entrelacen conceptos y a veces prefiero que en el juego verbal se escuche el sonido de la testosterona) o será cualquier otra cosa que ustedes piensen, pero no hay mala intención sino unos tiempos salvajes.

Bien, a lo que iba: un coche de caballos viene hacia nosotros atravesando un bosque, lleva de pasajero a un hombre que piensa y mira hacia ese bosque, mientras el cielo se vuelve oscuro entre los árboles. Con el ruido del galope como banda sonora, nosotros le oímos pronunciar sus pensamientos. Al final, la imagen de una perfecta luna llena es el telón de fondo de su cruel carcajada. Mi inquietud revolotea ante esa luna que podía haber sido tan hermosa.

“Siempre estamos seguros de que el día acabará, pero nuestra certeza es menor respecto a si acabará la noche y el sol volverá a aparecer. En algunos países cada noche arrancan corazones de mujer para ayudar a que amanezca. Por lo visto, es eficaz. O al menos lo será mientras las mujeres tengan corazón”.

Olga Bernad

viernes, 4 de julio de 2008

Un poco de felicidad

Dicen que la felicidad no es un buen tema literario, y es cierto. Pero qué importa, alguna vez hay que dejar constancia de ese pellizco dulce en el corazón: el roce de una pluma blanquísima sobre la piel del alma, y la marea alegre que despierta en la sangre; ese vértigo exacto con su rumor de cascabel que va arrastrando, conforme pasa, la orgullosa tormenta de la mente. Y deja un poco de paz con chispas de colores. Un poco de paz con chispas de colores. Un poco de felicidad. Ojalá nombrándola se quede conmigo toda la tarde, se quede aquí y me cambie, mientras flamea su espíritu, la luz de la mirada, la que voy a guardar, la que recordaré cuando esté triste.

Olga Bernad

martes, 1 de julio de 2008

Tatuaje

Me gustan los hombres con cicatrices. Siempre me han gustado las cicatrices. Como las marcas de un accidente sobre el asfalto de las carreteras, me hacen preguntarme qué pasó. Jeroglíficos en el cuerpo, letras de alfabetos personales que quieren contar su historia; me parecen tatuajes que el dolor ha hecho en la piel, recuerdos físicos de su posesión momentánea y también el hierro que la realidad deja sobre sus esclavos, la certeza de que ya no estamos en el territorio virgen de los sueños.

Frente a los sueños y frente a la belleza perfecta del moderno anuncio publicitario, mis ojos se van hacia la ruta natural que la piel ha dibujado sobre sí misma con sus propias manos, intentando recomponer la antigua perfección ya imposible, una perfección original a la que le faltaba ese arte del dolor y la sensualidad de las cosas de la vida.

Me gusta verlas adornar los músculos y tocarlas, pasar la yema de los dedos sobre su rugosa escritura y leer así, en sus recorridos, la posible reparación de nuestra existencia y la tenaz sumisión a un orden que el albedrío de la sangre parece recordar. Me gusta que encierren la humildad del reconocimiento de la herida, la fuerza para curarla sin olvidarla y, sobre todo, la dignidad del que está dispuesto a dejarse hacer más. Me gusta que me las enseñen.

Olga Bernad