domingo, 19 de abril de 2009

En el último mayo en que fui cierta

Las más hermosas juegan,
enredan en los dedos sus cabellos
y yo aprendo a fingir
que me aburro en la clase y que me esperan
mil tiendas, novios, libros,
roperos, minifaldas y una dieta
que subrayó mis ojos de morado
y mató de hambre y celos
al valiente soldado de mi infancia.
(Lo enterré sin más duelos
pues su recuerdo aún estaba cerca).
Perdiendo la inocencia, rizaba mis pestañas.
Dándole cuerda innoble
al reloj que avanzaba contra ellas
y al deseo vulgar de ser queridas,
mis amigas suspiran
y quieren que la clase se termine.
Solamente yo quiero que dure para siempre.
La voz del profesor y su dulzura
me hacen sentir tan sola y tan distante:
“El mar, la mar, como un himen inmenso…”
Recita y mira mis solemnidades
-mucho más inocentes que su orgullo-
y su voz saca brillo al calor ciego
que ya he visto en el centro de mi ombligo.
Pero se ha confundido.
No entiende que él no importa,
no importa el mar, el mundo
como un himen inmenso no me importa.
No sé qué me importaba pero quise
que aquella hora durase para siempre.
Ni el recuerdo la salva, ni el poema:
estar allí de nuevo y todavía,
saber que esos momentos son mi patria,
mi desolada patria estremecida
sin mar y sin nostalgia en la que hundirse;
su ley, su soledad y su costumbre,
mi condena al misterio de las cosas,
mi alma acariciada
por un ángel sin miedo, sin promesas,
sin compasión de mí, sin preguntarme.
Y luego las tareas cotidianas,
(sin su rumor de alas, sin su beso)
ya fueron un exilio permanente,
el triste, el invisible
incluso por los ojos que me miran.
Y yo un torpe naufragio de perplejas
caracolas que invaden las orillas,
un incendio en el pecho y un enjambre
de mares inventados y desiertos
y de estrellas pendientes de las olas
al acecho de luces de palabras;
una princesa inútil, una niña
consciente de sí misma, el monstruo dulce
al que nadie amará si tú no vienes.

Un soldado más vil que el enterrado
en el último mayo en que fui cierta.

Olga Bernad

Nota:

El pasado día 14 decidí cerrar el blog debido a un anónimo. Me desanimó de verdad. Ni siquiera quise decir que estaba recibiendo anónimos, como si yo tuviese la culpa de algo. Sus críticas no eran literarias sino absurdamente personales (y reiteradas).

Ayer por la noche asistí a la lectura de poemas que Miguel Ángel Yusta y Joaquín Sánchez Vallés hicieron en La campana de los perdidos. Hablar con Fernando Sarría, con Marta Navarro, con Luisa Miñana, con otros amigos, pasar una velada agradable alrededor de la poesía, me hizo darme cuenta de las pocas ganas que tengo de dejarlo. Y, como dijo no sé quién, la gana es sagrada.

Contar esta semana con el interés de Javier, Juan Antonio, José Miguel, Fernando, Ángeles, Manuel, Aurora, Sergio, María Luisa, Manoli, mis varios Antonios, Juan Manuel y tantos amigos que me han preguntado por qué paraba, e incluso de desconocidos que no sabía que me leían, me ha hecho ver muy claras tres cosas: me gusta escribir, hay gente a la que le gusta lo que escribo y no voy a pedir perdón por eso.

Y si a alguien le fastidia, que siga chupando su limón amargo.

Siempre he sentido una especie de vergüenza a la hora de dedicar textos, cuando la verdad es que muchas veces he pensado en personas concretas al escribirlos, pero voy a comenzar a hacer excepciones con mi pudorosa contención: le dedico esta entrada y todas las que vengan a ese anónimo o anónima de Madrid que tanta atención me presta y que ha acabado por hacerme ver las cosas tan claras.


Miguel Ángel Yusta en La campana de los perdidos.
Sábado, 18 de abril de 2009



lunes, 13 de abril de 2009

La pesadora de perlas


Alguno de ustedes recordará a Lucrecia Panciatichi, helada dentro de su ardiente vestido rojo, con esa rara calidez distante, atrapada en su cuadro, llevando con dignidad su condena y su reino. La sucia piel de la maldad y su variante sosa, el sentimentalismo, no rozan nunca esa mirada consciente, aunque pueden estropearla buscándole adjetivos. Pero ella no está sola. Bronzino murió hace tiempo y ahora sus ojos ya no sienten la imagen del pintor que la adoraba; sin embargo, ayer volví a buscar en el centro de esas pupilas y en ellas se asomaba el cuadro de la pared de enfrente. Mi habitación destartalada acoge, como la memoria, cuadros que se dibujan con exactitud y más tarde se velan, y un día vuelven a su sitio para quedarse.

Ella, la otra, había vuelto después de muchos años a pesar perlas blancas, tan concentrada y triste, igual que una virgen dócil y precisa pesaría nuestras almas: delicadeza y paz, justicia inamovible en la balanza que pende de sus dedos, la luz casi divina que prefiere su rostro concentrado y deja al fondo el Juicio Universal, el oscuro tapiz que enmarca su carita inmaculada.

Esa dulzura está llena de poder e inteligencia, ella está ensimismada pero ausente, lejos de sí misma y de las cosas. No juega con las perlas. Con la vida en su vientre, la balanza en su mano, la lucidez se entrega a su misterio. Y Lucrecia comprende. Lucrecia nunca teme, es joven para siempre y el miedo es imposible durante tanto tiempo. También yo entiendo que el juicio final tal vez sea dulce, pero será preciso, justo y necesario. Y será inevitable.

Todo es exacto. Vermeer no retocaba. Solidez inamovible, algo tan contundente y tan lleno de razones y, al mismo tiempo, la delicada luz y el frágil equilibrio, el peso de cada pequeña perla iridiscente, estremece el momento que ha parado como quien entrega una verdad y conmueve, fijando para siempre un instante privilegiado que ya no volverá.

Las tengo frente a frente en mi memoria, la habitación imposible donde aún elijo los motivos de mi complacencia. Las acuno con versos de mi gusto y acaso ellas vigilan mientras duermo. Me dejan muy adentro el recuerdo o el eco de lo lejano o alto, tres segundos de gracia en mis pulmones.

Y luego el mundo, que es mi territorio. Expulso el humo, apago el cigarrillo, cierro la puerta y cumplo la jornada.

Olga Bernad

lunes, 6 de abril de 2009

Andábata XXIII: La luz y yo.



Siempre estaba sentado en la mesa de al lado. Yo elegía la más apartada y solitaria porque la mesa de un bar sólo es mi territorio perfecto si me separa del mundo con esas normas no escritas que tienen los lugares públicos. Bares llenos de gente, vida alrededor, pero nadie que se crea con derecho a molestarme. Yo me atrinchero en mis pensamientos y en el papel. Escribo mejor que en casa. Recuerdo a mi hermana, diciéndome con un cierto rencor: “Quieres que estemos, pero en otra habitación”. Es cierto.

Él me miraba con atención y sin descaro. Yo podía ignorarle. Pero un día cometí el error de sostener esa mirada un segundo de más, y ya está, sonrisa inmaculada. Entonces me dijo cosas en un español medio inventado, me dijo: “Tú escribes mucho, tú fumas mucho”. “Sí”, intenté cortar; pero ya no era posible. “Yo te veo días y días”. (Lo sé). “Tú no enfades, tú ojos de mi hermana”. (Ay). “Oh”. “Muy bonitos”. (Ayayay). “Sí, bonitos”. “Pues no sé”. Y una larga parrafada en árabe con una mirada soñadora y algo como miedo y sabiduría. “¿Tú tienes marido? (Por Dios). “Sí”. “Yo, dos mujeres y cinco niños” (Anda). “¿Tú tienes niños”. “Sí”. “Perdona, hace frío en este país”. No puedo, no puedo con la tristeza de los demás. Mis monosílabos le habían humillado y a mí no me gusta humillar cuando no quiero hacerlo, así que sonreí: “Aquí no se tiene más que una mujer o un marido”. “Es poco”, me dijo muy serio.

Bajé la vista y seguí a mis cosas para no dar más oportunidades a sus preguntas, comencé a decirle por escrito lo que jamás le diría en la vida real. Ay, Alí, si yo fuese otro emigrante, un hombre negro de sonrisa blanquísima y mirada líquida, te contaría mi vida esta mañana, mi vida y algún milagro, te acompañaría en este día helado de mitad de invierno, te haría reír. Te explicaría quién soy yo.

¿Quién soy yo, Alí? ¿Tú lo sabes? Soy la reina de las cicatrices. Un dolor en el costado para siempre, siempre, siempre. Si hubiese muerto, no me dolería. Le pregunté al cirujano, justo antes de dormirme: “Pero si veo la luz, ¿la sigo o no la sigo?” Me di cuenta de que no lo tenía claro, me asaltó aquella duda terrible de repente (y era vital para mi supervivencia); me arrepentí de no haber escuchado a todos los que contaban por la tele sus testimonios al borde de la muerte. Ahora no sabía qué hacer ni hacia dónde iba. Yo estaba rota en manos de otros y eso era nuevo y difícil. No vi la luz, o ya no lo recuerdo. Soñaba al salir del quirófano con sonrisas blanquísimas y campanas muy alegres. Una bandada de palomas asustadas levantó el vuelo delante de mis ojos, una lluvia pacífica me despertó. Creí que viviría de verdad y no he sabido. Vivo igual que antes.

Es porque ya no soy una superviviente sino una loca normal, con mi carpeta, con mis papeles, con mi indiferencia. Disimulando mi locura con todos los detalles de la normalidad. Todos los detalles absolutamente probables con los que se construyen los embustes. Años atrincherada, Alí, tengo que coger del cuello a mi pobre corazón cincuenta veces al día, lo tengo en un puño para que no se me desmande y arrastre con él este orden que ves. Soy la joven funcionaria que sonríe y nada más. Un día el corazón se me asfixiará en la mano y ya verás, aparecerá esa luz y seguiré sin saber si hay que ir tras ella. Entornaré mis párpados árabes para siempre jamás. Te contaré estas cosas. “Tú, ojos de mi hermana”. Sister, sister. Hubieras sonreído a mi dudosa luz.

Ahora no puedo. Tú mismo no entenderías mi cordialidad ni mis cálidas ganas de decirte que estoy triste y qué es lo que me pasa. No creas que lo sé, aunque quisiera sorprender a tus preguntas con un montón de frases perfectamente estructuradas, con todos los sintagmas cordiales de mi lengua. Pero eso no se hace, Alí, no puedo. Tengo que protegerme incluso de mis buenas intenciones. Tú no sabes lo complicado que es ser mujer.

Me instalo en mi correcta soledad. Lo convencional, lleno de conciencia y de desierto. Dignidad. Rodillas juntas. Mi manera de elegir es sincera y, sin embargo, miro atrás cuando parto y mi estatua de sal se queda a escribir otro capítulo de la nostalgia que ahogaré en palabras inventadas.

Hace semanas que no viene a la cafetería, seguramente no volveré a verle nunca más.

Olga Bernad

martes, 31 de marzo de 2009

El fuego que nos mira

Cansada estoy de danzas junto al fuego.
Guardé todo el invierno las llamas insaciables,
las rojas y voraces, y no supe
volverlas luces blancas para el alma.
Me asusta su incansable rezo sordo,
su arrebato de luz que nunca es mía.
Alimenté las lenguas del incendio
por si llegabas antes de que marzo
volviera inútil mi dolor de lumbre.
El invierno se ha ido y tú no vienes.
Quemé el bosque y la casa; suena el río
y el viento contra el fuego de mi hoguera
(todo el maldito invierno junto al fuego).
Los restos de mi cama para el fuego
y las sábanas blancas son del fuego,
en mis ropas prendidas mira el fuego
lo único que queda en torno al fuego:
mi cuerpo ensimismado frente al fuego.

Olga Bernad

lunes, 23 de marzo de 2009

Sedeisken

Honrar a los que murieron
tal vez porque nunca me podrán
juzgar por el hambre que siento ahora.

Agustín Calvo Galán, Magisterio (Poemas en el entreacto)



Hoy he estado en Azaila. Sentada sobre una piedra del yacimiento íbero, desde la elevación que te permite, como si fueses un soldado vigilante aburrido por la ausencia de enemigos, vislumbrar treinta kilómetros de llano imperturbable, he pensado esta entrada. Tantas cosas pensaba que no sé cómo empezar a contárselas.

Tal vez por el principio: lo que roza la mano que luego excavará, porque excavar es preguntarse y encontrar lo que fuimos mirando hacia nosotros, dar permiso a lo escondido para que aparezca, ponerlo delante de nuestros ojos y dejar que nos los abra. Mis dedos tocan la muesca en la piedra dura. Una inscripción de la guerra. 1937. “Viva la C.N.T.” Veo tropas republicanas oteando la misma tierra que tengo junto a mí. El frente del Ebro y su carga de angustia. Nunca he podido pensar en Belchite con tranquilidad. Esa manera de pelear las guerras, que siempre son derrotas, casa por casa, habitación por habitación, vida por vida, donde se mezclan en un caldo oscuro el heroísmo y la crueldad hasta límites insospechados. Me asusta llevarlo dentro, es el fundido en negro que a veces intuyo en mi propio corazón, contra el que muchas veces vivo. Esa imaginaria de mi propia oscuridad me lleva hacia la otra ciudad, la destruida por segunda vez y para siempre sobre el año 75 antes de Cristo, porque la tropa que labró esa piedra estaba ya instalada sobre ruinas que dominaban un paisaje y sólo repetían la historia sin cesar.

La Hispania Citerior fue testigo en aquel tiempo de las guerras civiles romanas. Sertorio fue nombrado gobernador por el senado de Roma, pero se rebeló contra ella. Casi todo el Valle del Ebro tomó partido por Sertorio, y la ira terrible de la madre romana cayó sobre sus pueblos. Esta ciudad no pensaba rendirse. Fortificada alrededor de su muro y su foso, alta como una torre sobre el llano, resistió un primer asalto. Pero a los que resisten no sólo se les vence, se les destruye por completo. Y Roma trajo toda su tormenta, la palabra que designa -tan poéticamente- la maquinaria romana de guerra usada en los asedios: las catapultas inventadas por los cartagineses y perfeccionadas por los macedonios; y también ballistas, scorpios, onagros, arietes, torres de asalto.

El foso y la muralla eran seguros; la fuerza romana, sin embargo, no sólo residía en sus armas. Numerosos soldados levantaron una lengua de tierra, la arquitectura de la rampa de asalto que después fue encontrada por las excavaciones. Muy cerca, se halló también el hueco en la muralla derrumbada, el resquicio por el que entraría la segura derrota.

Pero los tercos habitantes de esta tierra no se preparaban para rendirse: se dispusieron a la lucha sin cuartel. Levantaron las piedras de su propia calzada, eso explica los campos de lajas hincadas bajo esa rampa de asalto, en un intento por entorpecer las maniobras del enemigo; eso explica la catapulta de torsión en el interior del templo, ya no enfocando el llano, sino la puerta de su propia ciudad; explica los restos de barricadas en sus calles, cada vez más interiores y más desesperadas, explica por qué fueron salvajemente aniquilados, tanto, que una ciudad que había tenido vida casi ininterrumpida durante más de mil años no volvió a habitarse nunca más, a pesar de su perfecto emplazamiento.

Inútiles para siempre se volvieron su dos torres cuadradas, el molino, el templo in antis de cuyas figuras principales sólo los pies quedaron anclados al suelo, los pies del hombre y los cascos del caballo. La hermosa victoria que lo coronaba voló en mil pedazos, su orgullosa cabeza apareció entre los restos del naufragio, destronada por la historia y envilecida por la caliza del beso largo y lento del suelo y la derrota. Inútil el foro y el único túmulo que llegó hasta nosotros; inútil el arrabal, las termas más antiguas de la península y el gran aljibe; inútiles las perfectas calles empedradas donde aún pueden notarse las obstinadas entallas de las rodadas de sus carros.

Dos mil años después la ciudad fue rescatada por la arqueología, y desde ella avistaron este paisaje los republicanos que labraron sobre la piedra del templo la inscripción a la que me refería al principio. Todo eso explica también mi escalofrío, explica las palabras de Pompeyo al senado de Roma en el año 74 antes de Cristo: “La Hispania Citerior que no está en poder del enemigo, o nosotros o Sertorio la hemos devastado hasta el exterminio”.

Pero tenemos que excavar un poco más, ésta no es toda la historia. Aquella ciudad romana y rebelde ya se había asentado sobre otra destrucción de la que casi nada queda. El poblado tuvo su origen en el siglo IX antes de Cristo, en la Edad del Bronce final, y no parece caber duda de que fueron íberos, con su misterio lingüístico y tenaz que pervive en alguna parte de nosotros mezclado con una amable música celta y otras muchas aportaciones de la aventura del devenir. Posiblemente se llamó Sedeisken y estuvo habitada por sedetanos, pueblo ibérico también presente en otras localidades del Valle Medio del Ebro: Damaniu, Lakine o ese Alaun ahora convertido en nuestro Alagón cercano.

Lo íbero mantiene su secreto, cerrado y contundente, pero de sus usos y costumbres sociales nos ha llegado lo que se llama el culto al jefe, una manera de ser que cartagineses y romanos aprovecharon en su beneficio. Los romanos lo nombraron con el término devotio, y con ello intentaban atrapar en una palabra la fidelidad de vida y muerte al líder. Sus hombres vivían por él y morían por él y con él. Si llegaba el caso, se inmolaban. Es una constancia en la lealtad que roza la demencia. Y tal vez una decisión tomada por su sangre: la de no querer contemplar nunca la derrota desde el lugar del esclavo.

La bella, tosca y antigua Sedeisken acabó quedando en zona cartaginesa, cuando Cartago y Roma usaron el Ebro como frontera para intentar repartirse una paz que jamás pensó ser cierta. La margen izquierda, influencia romana; la derecha, para Cartago. Ese tratado se firmó en el 226 antes de Cristo y nació muerto. Durante la segunda guerra púnica, Roma se apropió de la ciudad, pero para eso tuvo que devastar aquel primer pueblo misterioso que estaba en ese momento bajo influencia cartaginesa y del que apenas quedan restos que nos sirvan de testigos. Tan sólo una necrópolis cercana, situada a favor del viento dominante, ese Cierzo que se empeña en llevarse lejos hasta el olor a muerte; un cementerio que el tiempo humilló partiéndolo por la mitad con una carretera. Quedan noventa y un túmulos, un campo de urnas que la cultura hallstática sembró de ceniza y huesos y ajuares funerarios.

Hoy, con la calma de un sol tibio sobre la frente y las risas y las quejas de mis hijos, tan sinceramente dispuestos a aburrirse pronto de piedras y pensamientos, he sentido que el sumario de la historia suele ser simple y cíclico igual que mi tristeza. No me he hecho preguntas que ya están contestadas: “Aquí pasó lo de siempre. Han muerto cuatro romanos y cinco cartagineses”. Pero, a pesar de todo, el sentimiento que he encontrado al final de mi conciencia, de pie sobre esta tierra, se parecía al amor.

No quiero excavar más.


Zaragoza, 21 de marzo de 2009.

Olga Bernad

Nota:
La Villa de Azaila se encuentra a unos cincuenta kilómetros de Zaragoza, en la margen derecha del río Aguasvivas y dentro de la Comarca del Bajo Martín. Pertenece a la provincia de Teruel. Los primeros asentamientos se localizan en el Cabezo de Alcalá, junto al río Aguasvivas y en dirección a Vinaceite.

martes, 17 de marzo de 2009

Las afinidades electivas




En noviembre del año pasado, con motivo de su participación en Las afinidades electivas, Juan Manuel Macías tuvo a bien mencionarme en su lista de poetas. Para diciembre me animé a preparar algo, pero no me decidía a enviarlo. Me impresionaban un poco algunos de los nombres que por allí podían leerse y no estaba segura de lo que pintaba yo entre ellos.

Como siempre, creo que al final lo mejor es hacer caso a la simple verdad que piensas y sientes, y la verdad es que me hace ilusión por doble motivo: por mostrar un poco de mi poesía, como he hecho aquí en el blog; y porque esa mención ha venido de una persona a la que yo ni siquiera conocía, salvo por el acercamiento mutuo que supuso ir leyendo cada texto de cada entrada, una tras otra, y nada más. Y nada menos.

Agustín Calvo Galán, artífice de ese edificio en permanente construcción, tuvo para conmigo la mayor de las amabilidades en todo momento.

Me decidí por dos poemas ya publicados aquí en mayo y junio, y que tal vez recordarán los lectores más veteranos de esta bitácora; luego añadí otros dos de ésos que posiblemente iban a quedarse para siempre en los inquietantes ataúdes sin cruces en que suelen convertirse nuestros armarios particulares para algunos de los que tenemos esta manía de escribir.

Aquí están. Espero que les gusten.

Olga Bernad

Actualización del 18/03/09:
Las Diosas se hicieron eco. Gracias al simpar administrador de sus designios y a todos los que allí habéis participado.

Actualización del 19/03/09:
Gracias también a Álex Chico por la amable referencia en su Isla de Elca.


lunes, 9 de marzo de 2009

El mal amor

Lo peor del mal amor es que está condenado a la mentira. Se miente a sí mismo cuando interpreta y sigue mintiendo cuando habla. Con motivos o incluso sin ellos, tenemos derecho a decir no, y deberíamos poder soportar que nos lo dijesen.

Las personas normales se entristecen, los apasionados sufren e investigan los límites de su dolor, aprenden; los mejores escriben poemas. Pero el acosador, por encima de todo eso, no acepta al otro, ese otro desligado de sí mismo y su vanidad; busca mil explicaciones, se crece de una manera equivocada, refuerza sus actitudes hasta hacerse minuciosamente odioso a los ojos de quien quiere poseer.

Toma café en tu bar, pasea por tu calle, va a los mismos cines que tú, propicia mil coincidencias cotidianas e interpreta las del otro como mensajes en la misma lengua. Te espía, te importuna, y tú te vuelves sensible al mínimo roce de su mirada. Enseña su dolor constantemente, su dolor de monarca indignado, de mentirosa víctima, de serpiente que sabe arrastrarse y quiere hipnotizar. El acosado llega a preguntarse si tiene derecho a marcar su territorio, si eso será amor, si debe decir no tan claramente, si esa honestidad no forma parte de cuantas margaritas echamos a los cerdos. Si tendrá razón o se estará volviendo loco. Pero el rechazo es tan rotundo que no es fácil fingir cordialidad. Es tan cierto que aclara cualquier duda. No puedes.

Cuando el acosador pasa a la acción, comprendes que tu instinto olió su sangre negra antes que tú. Que tu mirada le dice lo que no quiere saber: le dice quién es. Le dice que no. Que es no, es no, es no y lo será siempre.

Olga Bernad

miércoles, 4 de marzo de 2009

Rectas

Contigo solo estaba,
en ti sola creyendo;
pensar tu nombre ahora
envenena mis sueños.

Luis Cernuda


Sólo tú, nadie más, nadie me mira.
Solamente tu nombre me envenena.

Las rectas que imagino se parecen
a los días en los que pienso en ti:
encrucijada de crucifixiones
y delirio de dudas y destinos.
Algo como un dolor de despedida
y un fiero amor; navajas de juguete
en la espina dorsal de los caminos.

La vida es un enorme precipicio,
lo que queda delante de la vista.
Sólo la fe dibuja líneas rectas
y busca rectos versos en sus filos.

Olga Bernad

jueves, 26 de febrero de 2009

La morena de la copla

La veo claramente en algunas canciones. Pero esas morenas lo tienen muy difícil: las mujeres las odian y los hombres sospechan que no valen para novias decentes. Los profesores nunca creerían que pudieran amar las matemáticas. Ésta es la más morena de la copla: los frívolos la encuentran muy antigua, los formales ven en su morenez salada un algo incompatible con las mechas rubias que ahora son institución en las señoras; los ricos la ven pobre, los pobres nunca la han necesitado porque necesitar es otra cosa.

Las miradas de deseo son casi siempre nocturnas y alevosas, quieren alimentar el pálido placer del egoísmo, tener los diez segundos de gloria y babas sobre su escote de mujer vivida. Secretamente, todos los poetas la persiguen para tenerla al menos una noche a su disposición; cada alcalde del pueblo la quiere de su parte; cada pueblo, del lado de su virgen el día de la foto y la patrona; cada cruzada sueña con convertirla en mártir de su causa, pues el martirio oscuro de una mujer hermosa es materia poética que comprende cualquiera, una morena es sustituible por otra y los muertos de ese tipo, eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.

Mientras tanto, ella ve lo que pasa en la calle y se maquilla y, al mismo tiempo, tan despacio que asusta, muy despacio, como a través de siglos y de ruido, se escribe interminable la historia de su vida para jóvenes que no querrán leerla.

Incomprendida como el sortilegio que no sabemos quién nos enseñará, pues fue perfeccionado por el recuerdo y el olvido y se perdió entre las voces de la gente, la morena de esta copla se va a morir de amor.

La imagino dispuesta a cumplir su destino de morenaza sobre la que rechina el gozne litúrgico de las leyes severas. Apoyada en el quicio de la mancebía o colocada, tal vez a su pesar, bajo un rutilante neón de color rosa, cada vez más rancio y más absurdo, guardará para siempre, con pureza de novicia equivocada, la tragedia de ir dejando de existir, el desbordamiento telúrico de sus caderas y, en la punta de sus dedos, pervivirá la memoria y el tacto de la perfecta columna dórica desde la que quiso sonreír a los hombres por primera vez.

Olga Bernad

lunes, 23 de febrero de 2009

Andábata XIX: Mens Sana

Eva y yo hemos decidido cuidarnos y lo único que se nos ha ocurrido es apuntarnos a un gimnasio. Desde luego, a mí me va a venir muy bien quemar todas esas toxinas últimamente acumuladas en mi organismo y, además, el cansancio físico es el tranquilizante más antiguo del mundo (junto con la comida y el whisky, pero en eso no hay que pensar). Sólo podemos ir al mediodía, porque ella no puede cerrar su negocio para atender el cuerpo y porque yo estudio después de mi horario laboral para triunfar en la vida y ser funcionaria de verdad cuando sea mayor.

Bueno, ayer nos lo pasamos bomba comprándonos mayas de colores y camisetas muy anchas con la esperanza de tener un aspecto más o menos deportivo y, a la vez, disimular en lo posible esos michelines asquerosos que yo no considero de mi cuerpo y que no quiero ver bajo ningún concepto. Formalizamos la matrícula muy contentas y hoy hemos hecho nuestro debut.

Tengo que reconocer que yo estaba bastante ilusionada y decidida a machacarme hasta la extenuación. Ha pasado mucho tiempo desde que entrenábamos a baloncesto y comenzábamos con un calentamiento que consistía en trotar veinte minutos. Veinte minutos, y no lo notábamos. Ahora no sé qué me pasa pero no puedo correr ni treinta segundos, me duele mucho el corazón o algo así. Tal vez sea psicológico. Ninguno de mis músculos se acuerda de que estuve seis años en un equipo de baloncesto, te lo puedo asegurar.

En fin, nos hemos puesto esa especie de disfraz rumboso, mezcla de deportistas y cubanas desacomplejadas habituadas al colorido, nos hemos hecho una coleta alta y hemos salido a la palestra. Esta es la hora de las ejecutivas agresivas que trabajan todo el día y vienen aquí a quemar calorías en su rato de la comida, en vez de ingerirlas. Qué tipazos, qué cantidad de músculos tiene la gente, yo no tengo ni la mitad, o los tengo bajo una espesa manta de grasa y ya han perdido la esperanza de volver a asomar al mundo. Qué culos más redondos pero más estrechos. Los anuncios de la tele no son mentira: hay personas así y vienen todas a este gimnasio. Claro que, con esa cantidad de máquinas tan bien inventadas y que yo nunca he usado, seguro que es cosa de coser y cantar, ya verás, y yo tengo una buena estructura ósea y soy muy alta, que es lo importante; bueno, no tan alta, la verdad es que no llego al metro setenta (pero paso mucho del uno con sesenta y ocho) sin embargo, con unos tacones parezco una reina, ya verás, tengo remedio y estoy dispuesta a sufrir lo que haga falta.

Pensando así de positivamente nos hemos acercado a una de las máquinas para empezar, una en cuyo letrero explicativo ponía que era muy buena para las tetas, y yo le he dicho a Eva que la iba a hacer con todos sus ladrillos o como se llamen, sin sandeces, hay que aprovechar el tiempo que este gimnasio es carísimo, oye. Entonces un chico muy guapo, muy musculado y bastante más joven que nosotras, se nos ha acercado con mucha seriedad, nos ha dicho que es el preparador físico (¡guau, tengo de eso, yo creo que este gimnasio es incluso barato!) y que sería conveniente que nos dejásemos guiar por sus consejos, sobre todo al principio, simplemente hasta que consigamos una mejora en nuestra forma física y conozcamos bien cada uno de los aparatos. Hemos estado de acuerdo en todo.

Entonces, el muy traidor, nos ha echado un vistazo rápido, sobre todo a mí, lo sé, nos ha sacado de la zona moderna de las máquinas de película y de la gente guapa, nos ha llevado a un rincón con un espejo como para que nadie nos viese demasiado, como si no fuésemos una buena publicidad para su asqueroso antro, y nos ha traído, aún no me lo puedo creer, una especie de palo de escoba, y nos ha dicho que nos lo pongamos detrás de la cabeza y hagamos unos giros de lo más tonto. Sólo nos ha dejado hacer eso y un poco de bicicleta estática.

Qué estafa más total, qué ridículo más espantoso, allí, frente al espejo (un espejo que hace mucho más gorda, por cierto) con el palo de escoba, con las piernas un poco abiertas (que hace mucho más baja), con aquellas mayas tan crueles en esa postura, sin tacones, sin pintar, con la coleta que hace cuatro días me quedaba tan bien y ahora me hace una cara redonda que no es normal, con ese aspecto de avergonzadas de nosotras mismas… Vaya, que me he dado cuenta de que soy horrorosa, pero horrorosa. Y Eva mucho más.

Pues yo para esto no necesito gastarme tanta pasta, que en el trastero de mi casa tengo una bicicleta estática del año catapún y un montón de escobas, no te fastidia, y no tengo que hacer el ridículo delante de ningún espejo que engorda ni delante de ninguna ejecutiva agresiva, sí, de ésas que nos miran de reojo, como vaya se van a enterar de lo que es una gorda empedernida con un montón de frustraciones y un palo de escoba en la mano.

- Cállate de una vez y haz los giros como Dios manda, Olga.
- Los hago como mi pobre cintura me permite, oye.
- Ánimo, aguantaremos y les demostraremos en poco tiempo que en alguna parte de nuestros deformes cuerpos tenemos unos culos y unos abdominales parecidos a los suyos, después de todo somos de la misma raza, ¿no?
- Pues no lo sé, Eva, ellas tienen pinta de replicantes o algo así, como en Blade Runner. Tal vez formen parte de un ejército secreto creado por ordenador para incitar al suicidio a las gordas del mundo. Una suerte de guerra psicológica, no sé, algo perverso y auténticamente efectivo.
- Dios no lo permitirá, Olga, Dios nos ama, recuérdalo y mueve el culo, hija mía; es verdad, mira que estás gorda, mucho más que yo, las cosas como son.
- Pero yo no tengo pistoleras, Eva, no es por desanimarte pero parece que vas a rodar una película del oeste, maja.
- Vete a la mierda.

Y nos hemos picado de tal manera que parecía que nuestros respectivos palos de escoba nos estuvieran hipnotizando con sus reflejos en el espejo que engorda, y venga a hacer giros con cara de obesas obsesas y cabreadas. Luego, el pretencioso que se llama a sí mismo preparador físico nos ha obligado a hacer unos estiramientos (también frente al espejo, cómo no) que sólo tenían por objeto desarrollar unas posturas que evidenciaban aún más, si cabe, nuestros monstruosos michelines y acabar de hundirnos en la miseria más absoluta.

Finalmente nos ha felicitado y animado a seguir y nos ha mandado a la ducha. Otra vergüenza propia de un campo de concentración, el hecho de tener que vestirte delante de esas flacas asquerosas, tan deportivas y tan simpáticas. Me he dado cuenta que llevo unas bragas feísimas (tipo algodón, es que son muy cómodas) y que ellas, sin embargo, se ponen una lencería como para rodar una película porno de un momento a otro. Yo no estoy a la altura de la vida, no. Una guarra de ésas me ha mirado (¡qué braga más fea llevo, madre de Dios, qué tripa más gorda tengo!) me ha sonreído y me ha dicho condescendientemente (ella fingía amabilidad y comprensión, pero a mí no me la da) que con unas braguitas tanga iguales a las que llevaba ella no se me marcaría la antiestética goma en medio del glúteo (¡glúteo!, ¡hipócrita!) ni con los vaqueros ni con ningún pantalón justo, que lo probase. Yo también he sonreído y me he puesto a pensar en el aspecto que tendría mi trasero con una de esas monerías y le he dicho que gracias, pero el algodón y la holgura me perece lo más sano para la piel y la circulación, sobre todo ahora que apenas hace veinte días que he dado a luz y que sólo pretendo comodidad y hacer un poco de ejercicio ligero, que me preocupan las cosas importantes y nada más.

- Oye, pues estás estupenda para acabar de dar a luz, en cuanto te quites esos quilos de más te vas a poder presentar a un concurso de Miss Mamá. Mi hermana también se quedó muy ancha de caderas, pero en un año a dieta se recuperó del todo y, oye, al fin y al cabo esas caderas te habrán facilitado mucho el parto, qué suerte. Yo, en cambio, no sé cómo voy a dar a luz cuando me llegue el momento, hija, qué desgracia, pero así es la genética y hay que aceptarlo. Oye, y qué suerte también, casi no tienes estrías para lo estirada que tienes la piel; y qué curioso, las tienes en las caderas y en… lo que te digo, misterios de la genética.

Eva ha salido disparada del rinconcito en el que intentaba pasar desapercibida, ha recogido las bolsas a toda prisa con un brazo, me ha arrastrado a mí del otro y se ha despedido con un montón de sonrisas. Yo también he sonreído mucho, creo, o más bien he puesto una mueca sonriente y, en cuanto hemos salido de aquel horror, Eva me ha aconsejado que dejase de poner cara de loca y de tener ganas de matar gente y de inventarme bebés recién paridos, que la gente nos miraba.

A pesar de que el musculitos no nos ha dejado usar ningún aparato moderno, tengo unas agujetas increíbles. Me duele todo, todo mi cuerpo. Dado el volumen visto en aquel espejo, eso es demasiado dolor. Y pensar que el tal musculitos decía que los estiramientos eran beneficiosos para evitar las agujetas... qué sabrá ése, ay, qué dolor. Así no se puede estudiar en paz. Pero no me voy a tomar ni un sorbo de whisky para consolarme, ni un solo mordisco de chocolate con licor, menuda soy yo si me pongo, esa Irene de los cojones se va a enterar de lo que es una recién parida emocional y de lo que es esa genética que tanto le gustar nombrar y de lo buena que puedo estar yo, sí, yo, que aunque tenga las caderas un poco generosas por lo menos soy guapa de cara y tengo dos ojazos de gitana más grandes que sus bragas tanga, ay, no me hagas reír que me duele todo mucho más. Esperemos que no le dé por hacerse la simpática y preguntarme por mi bebé constantemente; va, qué mas da, no pienso concederle confianza a nadie en ese gimnasio de mis tormentos, ni mantendré ningún diálogo con esos seres no-humanos. Además, como creo que voy a estar exiliada en la zona del espejo que engorda por un largo tiempo, pues eso, que no podré hacer amigos y no me importa, yo tengo aguante para ese exilio y para muchos otros, yo soy muy yo, ay.

Olga Bernad


miércoles, 18 de febrero de 2009

Muerta en combate (a golpe de extrañeza)

Ese hombre me conmueve. No sé cómo, pues nunca necesita recurrir al chantaje de la emoción ni al barro del mediocre. Y jamás manosea lo importante, apenas roza, busca o ilumina con el áspero brillo de metales de su amable desdén, mi desconcierto. O convierte en espada esa distancia cálida, su pacífica forma de ser frío y mirarte con versos como ojos que se abren para enfocar la invisible y remota parte del mundo que nunca ha sido mía. Y allí hay largas fronteras esperando, cerca de un horizonte lejanísimo.

Después de él, todo es incontinencia, pornográfica muestra de pesares. Hasta la desesperación se vuelve blanca (profunda pero blanca). Sólo el desierto puro me convence, o sólo el mar, que tiene la costumbre -esa terca costumbre de sus versos- de llegar hasta el límite del cielo y pararse en la línea que separa la tierra y el misterio, resumir ese mar en esa línea y no esperar nuestro agradecimiento ni quedarse a mirar mi indiferencia, muerta en combate a golpe de extrañeza.

Olga Bernad

miércoles, 11 de febrero de 2009

Malos sueños (Sweet Dreams are Made of This)




En el momento lúcido de la última vigilia, cuando sabes que entrarás al sueño por la puerta que abren los párpados al cerrarse, la fiebre de los días intenta aún la rectitud de un verso, quiere ser geometría, el mapa melancólico y perfecto de quien ya no debe conquistar territorios pues rindió armas y cuentas al anochecer, el pacífico gesto de una final esperado y merecido, la tregua momentánea del orgullo implorando a los dioses el pacto del descanso.

Algunas noches el diablo tira piedras contra ese lago en calma, un torbellino incontrolable danza para enredar los hilos y las gentes, los rostros que no viste, y las montañas muestran precipicios hambrientos que invitan a saltar. Cuando comienza el sueño, sabes que con él vienen espacios aún más negros que se harán esponjosos y profundos, no dura superficie de plana realidad contra la cual se puede, al menos, terminar de caer.

No habrá consuelo, no vendrá nadie. Sólo queda el silbido del viento en los oídos, la voz de unos fantasmas aulladores que ni siquiera existen, el vacío indiferente por el que te derramas, sin fondo y sin final. Un trayecto interminable que sólo acabará si te despiertas.

Mano en el pecho que tranquilice el galope de todos los caballos desbocados y calme a los jinetes imposibles, lágrimas en los ojos, aire en los pulmones. Respirar es la meta. Latir es la única necesidad del corazón, su verdad más sencilla y más antigua. En su ritmo tranquilo se adormece el dolor y yo voy recuperando la rienda de seda que solté al dormirme. Si yo sólo quería el paraíso, la mano de mi madre apartando el miedo y el dolor de cabeza, la tranquila penumbra en la que ella sabía convertir la oscuridad.

Pero es mi hijo el que llora y yo la que debo levantarme con mi desbarajuste en el centro del pecho. Sonrío y acaricio como si el mundo fuese un lugar cálido y seguro y no el planeta frágil, solitario y absurdo que seguramente es, esa pequeña piedra azul y peligrosa danzando en un salón interminable, frío, oscuro de no poder saber.

Ahora soy yo la que debe poner parches a otros miedos, la maga de manos frescas y mirada serena. Se acabó para mí el tiempo del consuelo: ya no lo creería. No hay más ángel que yo, no vendrá ni el demonio.

Olga Bernad

jueves, 5 de febrero de 2009

Obediencia ciega

Quiero que el viento zoe y limpie cada verso
como limpia los puertos y las playas,
rompiendo el orden de los vertederos.
Que lo que pienso sea
del loco transparente que sopla en nuestras bocas
y mueve dunas y olas, y mueve la miseria,
pues no quiero enredarme en la dulzura
ni tropezar en cada sentimiento,
tender trampas inútiles
con mi dolor inútil como excusa.
Quiero seguir de pie mientras me acerco.
Tal vez si un día me miras
caminaré despacio sobre el agua,
el mar de mar sembrado -el mar desconcertante
que estaba enamorado de la calma-
y el desierto sereno respirando en la arena
y las cosas huidas de sus nombres,
acunadas tan sólo por su ritmo,
por mi obediencia ciega a su misterio,
por el abismo propio
del trozo de vacío que negaron
y la imposible ciencia de entenderlas.

Olga Bernad

domingo, 1 de febrero de 2009

Veintisiete horas de vuelo sobre el mar

A Angós y su perfecto Espíritu de San Luis.



Creo que nuestra atracción por el riesgo suele tener más de flirteo que de amor. Por eso nos arriesgamos deportivamente (puenting, rafting, singermorning) y conjuramos su auténtica naturaleza con fines de semana planificados al detalle, un equipo supertope guay y unas cuantas pólizas de seguros que aseguren la carencia de inseguridad. Es como buscar el orgasmo sin pasar por la aventura de contar con otro (lícito pero no igual, digo yo) como querer descubrir la cuadratura del círculo y arriesgar, pero reservándote el derecho de reclamación si, en el traicionero camino de la aventura, la suerte deja de estar de tu parte y te rompes la crisma. La mera posibilidad parece excitarnos, pero los atisbos de realidad no son bienvenidos. Por eso yo busco a mis arriesgados héroes en historias llenas de una rara pasión, la que no siempre entiendo, la que les elevó por encima del miedo y les llevó muy lejos.

A mister Lindbergh le llevó de Nueva York a París en 1927, a bordo de un avión con un solo motor. Un hombre de veinticinco años, una fe y unos cuantos pilotos previamente muertos que no consiguieron convertir esa fe en duda razonable. Pero su idea no tenía nada que ver con la locura, sino con la valentía, el deseo, la incertidumbre, la esperanza y la razón. Todos los mares procelosos sobre los que debe mantenerse a flote el convencimiento.

Su éxito se forjó lentamente, mientras abandonaba sus estudios para hacerse piloto, mientras se bautizaba de aire en pie sobre las alas, mientras agotaba el combustible de aviones que iban a estrellarse para que no se prendieran fuego y poder así, tal vez, salvar alguna de las cartas que llevaba como carga. Uno no bate el récord de salto al vacío desde aviones incontrolables porque sí. Uno lo bate para algo, para que en su momento la suerte le sonría con una sonrisa mucho más bella que la mueca de los incrédulos, los que aplauden sólo al final y sólo si no te matas.

Cuentan que durante el vuelo, que duró en total más de treinta y cinco horas, el cansancio le hizo hablar con sus fantasmas. Que sólo llevó cinco bocadillos y cinco litros de agua porque, si llegaba a París, no necesitaría más. Si no llegaba, tampoco. Que sólo podía llevar un hombre y un motor para evitar peso, que calculó y no sólo soñó. Que tenía razón.

Se equivocó seguramente en muchas otras cosas, y la suerte no le sonrió para siempre, pero esas veintisiete horas de vuelo sobre el mar son más valiosas que la vida entera de algunos hombres y su completa traición a sí mismos. Qué fácil era perderse en el Atlántico, qué sencillo no haber empezado a volar.

Por un sitio en el “Espíritu de San Luis” volando sobre el mar, por estar ahí dándole la mano, tan a salvo como una nunca está, tan encantada por el miedo y la alegría, tan sonámbula por el esfuerzo, regalaría mi reino si lo tuviera. Por decirle muy en serio, vamos, mister Lindbergh, no hay que pensar en pilotos muertos.

martes, 27 de enero de 2009

Feliz donde no hay nada

No sé de dónde sale la nostalgia
que me inunda los ojos y las letras.
Creo que soy feliz y, sin embargo,
dulcemente me envuelve
la certeza más fría:
sé que nada me importa algunas veces.
Como un niño siniestro,
inocente y perverso en el desorden,
sonríe desde lejos la locura.
¿Y por qué a mí? Si yo esperaba mayo
y miraba las manos de la gente.
Vi a una mujer bailando entre los coches.
Los demás se reían.
Tengo miedo a bailar entre los coches.
No quiero ser feliz donde no hay nada.
Yo quiero la insistencia de los lirios
y también la conciencia y la crudeza,
olas de rabia y miel sobre mi pecho.
Siempre lo quise todo, ¿lo recuerdas?
Y quiero ser capaz de soportarlo.
Aunque todos sabemos que tendré que elegir
entre la risa absurda de esa vieja
y los gestos más tímidos que veo en otros rostros
(pero es la misma triste risa vieja,
la enloquecida venda que salva tantos ojos)
o la certeza mucho más absurda
de saber que no hay nada,
que toda salvación es una venda
y que, si en este instante
fuésemos condenados para siempre,
no pasaría nada.

Actualización del 30 de enero de 2009:
Para olvidar la nada, nada mejor que un paseo con amigos.
Mil gracias a Antonio Rivero Taravillo por dedicarme su entrada y llevarme a Edimburgo .
Y os quiero invitar también a vosotros, a los que habéis padecido mi nada con generosidad. Lo bueno hay que compartirlo.

Olga Bernad

viernes, 23 de enero de 2009

Al borde del invierno y la tristeza



Esperábamos oír una campana,
la campana que late y llama a los perdidos,
si alguna vez la suerte
nos olvidaba en lo alto de su noche.
Sabíamos confiar en el sonido,
su silencio presente era la nota
más precisa y la prueba irrefutable
de que nunca nos habíamos perdido.

Pero aquella mañana del principio
estrenábamos tránsito y adioses,
con el sol ocupando todo el cielo,
la guerra en el pasado, el mundo por delante,
las botas sobre el suelo,
las inquietantes hachas en las manos
y el camino y la gloria,
la muerte y el amor y la fortuna
sin repartir, disuelta por el aire,
y sin saber qué parte era la nuestra;
esa mañana no era de silencio
ni de temblor futuro,
de pensar en la fe de nuestros padres,
ni era el momento de la sabiduría,
sino el golpe del aire en los pulmones
y de beberse el tiempo en grandes copas,
inmenso mar de tiempo bajo un cielo
que nunca iba a agotarse de mirarnos.

Me da miedo que un día
nos llegue a parecer que no fue cierto,
que no existió ese cielo y su mañana
fría de luz, radiante de futuro,
hambrienta de destino desbordándose
en los precarios límites del cuerpo.
Cuando ese día llegue,
llamarán a mi corazón como testigo
y quiero que recuerde.
Por eso me repito cada noche
que una vez fuimos jóvenes y fuertes,
nuevos y en blanco, puros, aprendices,
crueles conquistadores y milicia,
novicios consagrados al acaso,
peligrosos de amor y de violencia.
Y vivir importaba
y el porvenir olía a incertidumbre,
a fiesta y a dureza, a beso húmedo.
Mucho antes de perderte lentamente
tras cada borrachera de renuncia
que convirtió mi fuerza en soledades
y tu entusiasmo en luz de cobardía.

Por eso me acurruco en el rincón oscuro
que da miedo a los niños
y rehuyen los viejos
con su mirada líquida de espanto
lavada por tragedias cotidianas.
Soñar es ver el mapa del camino;
ponerse en marcha es
acariciarlo en serio como a una compañera.

Aún no necesitábamos abrigos de palabras,
las amnésicas trampas de tus ojos;
no existían cuchillos de silencio
frente a nuestras seguras ganas de llamarnos,
de decir en voz alta nuestro nombre
y reír porque el eco lo repite.
Danza de voces sobre las montañas,
ganas de irse tan lejos
como fuera posible.
Y nos fuimos muy pronto, ¿lo recuerdas?
Cuando nada recuerdes
enterraré tus restos
al borde de tu invierno y mi tristeza.

Olga Bernad

lunes, 19 de enero de 2009

Perfección sentimental

Fabrícate, en secreto, una ciudad sagrada,
y equilibra en su centro la rosa primitiva.

Efraín Huerta, La rosa primitiva


Muchas veces me pregunto dónde reside la magia de lo exacto, o al menos su razón, de aquello a lo que no le cambiaríamos ni una coma, de esas palabras que leemos y hacemos nuestras y siempre son de otros. Sospechamos que nuestro propio espíritu confuso debió intuirlas una vez en algún breve momento de claridad que más tarde olvidamos como un sueño o como un capítulo más del desconcierto.

No es algo al alcance del artesano ni del que ha interiorizado simplemente, aun con honestidad y dedicación, las normas de una lengua, afiladas a través de los siglos por la inteligencia, el material sensible, el sentido común y ese enfrentamiento con la realidad que supone hablar todos los días. Es eso y algo más que eso, es recoger toda la herencia que arrastran las palabras, resumirla y hacerla crecer, elegir las adecuadas, expresar algo que nace de nosotros y va más allá de cada uno. El pensamiento certero que da en el blanco de otras memorias.

Lo genial. Concebir y mostrar de una forma precisa su delicado equilibrio, su rara perfección sentimental.

Olga Bernad

jueves, 15 de enero de 2009

Andábata XVII: Mariposas a sus órdenes

Acababa de cumplir trece años y empezaba la primavera. En ese preciso instante, aún no sabía qué cruel es abril. Fue un abril frío, pero yo estaba jugando a baloncesto y tenía calor. El baloncesto es un juego rápido y te envuelve, te hace pensar y, a la vez, no te lo permite. Sigues sin pausa el balón deseado, te enreda la voluntad si sabes entregarte: fuerza y reflejos, aguante y rapidez, engaños, las ágiles cinturas, el salto hacia delante, el lanzamiento y esa gloriosa manera de acertar, el ruido del balón venciendo el hueco de la red y, luego, el breve aplauso que es como una tregua. El balón para el otro y continuar; más lucha, diversiones, enfados, el dolor del cansancio y la alegría del partido. Yo me concentraba tanto que me olvidaba de mí misma. Alguna vez paré y me di cuenta de que el agotamiento estaba a punto de hacerme vomitar, pero nunca le oía acercarse porque siempre jugaba con los cinco sentidos, porque íbamos perdiendo y eso puede cambiarse, porque íbamos ganando y eso es frágil hasta el final.

Llevaba aquellos pantalones de las niñas de antes, los azules de espuma, cortos y ajustados, la camiseta blanquísima, las medias largas hasta la rodilla y las John Smith que me daban suerte. Llevaba el pelo suelto y la sangre alborotada, y el esfuerzo hacía que me ardiesen los ojos y los labios y la punta de los dedos. Tenía mucho calor.

Logré rozar el balón en un pase muy torpe, la mano surca el aire y lo consigue, rompe la voluntad del contrario; toqué la piel rugosa de aquel balón pero no pude atraparlo. El silbido del árbitro sonó a la vez que mi fastidio, y yo corrí a recuperar el balón perdido, lo lancé con rabia contra el suelo antes de devolverlo con un golpe violento hasta la pista. Entonces le miré. Y él me miraba. Me miraba desde hace mucho tiempo, estaba claro. Aquel hombre me miraba de cerca y desde lejos. Me miraba. Era alto y me miraba en silencio, con una calma rara, quieto y callado en el margen de la cancha. Recuerdo la cazadora verde con la cremallera subida hasta arriba, las manos en los bolsillos, la tensión felina que sostenía sus hombros completamente inmóviles. Mirada interceptada. Fue como una exigencia y una súplica, y un ejército de mariposas a sus órdenes se metió en mis pulmones y llegó hasta mi estómago, un golpe de sangre me inundó las mejillas y no tenía nada que ver con el rubor, pero también, y también con un extraño orgullo. El corazón me latió debajo del ombligo. Me incliné ante él, apoyé las manos en las rodillas como una jugadora más, lo que ya no era, y recé por mi aliento.

No sabía entonces que en los breves segundos que pasaron mientras mi respiración se recuperaba y yo volvía a levantar la cabeza, se me estaba escapando la inocencia. Seguí jugando a baloncesto, seguí jugando en las conversaciones de mis amigas a tenerles miedo a ellos, y seguía temiéndoles, pero ya sabía que el deseo se iba a burlar del miedo cualquier tarde y que yo era capaz. Esa mirada llamó a todas las puertas, con su ritmo nuevo de selva antigua aparecida en medio de un campo de baloncesto. Tambores para mí, vibraciones sin ruido, olor de pólvora, y yo con un sabor metálico en la boca de boticaria inquieta que acaba de chuparse un dedo envenenado. Supe lo que quería: quería más. Esa conciencia clara, y la conciencia de que no podía decirlo, me hizo sentir mayor y sucia. Fuerte y débil. La fuerza que nos da lo que aprendemos, la que nos quita una pureza que nunca tiene dos oportunidades en la misma persona.

Después fueron cayendo las miradas de los hombres como la lluvia sobre un campo mojado.

Dejé de jugar a baloncesto, niñas nuevas formaron el equipo del colegio mientras yo paseaba, camino al Instituto, con novios y carpetas. Luego la Facultad y las oficinas y todas esas cosas que nos pasan. Alguna vez le veo caminar por el barrio. Me observa y me recuerda, pues ya nos conocíamos. Pasará los cincuenta. Yo subo al autobús con mis dos hijos, uno en los brazos, el otro de la mano. Hola, guapa.

Creo que no sabe nada.

Olga Bernad

viernes, 9 de enero de 2009

Otra vuelta de página y derrota

Otra vuelta de página y derrota.
De la victoria alada hasta ese gesto
nos separa la caricia discreta,
sentencia displicente y delicada
de una pluma invisible y categórica
sobre la piel del alma y la tristeza.

El latido más frágil de un pájaro asustado,
pequeño pájaro nervioso y débil
atrapado en la mano, y el recuerdo insistente
del momento preciso
en el que todavía podíamos matarlo
con sólo convertir la mano en puño.

Miro la palma de mi mano a veces,
noto un temblor de vida entre mis dedos,
la visita del pulso de mi sangre
o un misterioso adiós definitivo.
Pequeño baile de fantasmas y alas,
el beso alegre y cierto de la nada.
Pájaros que solté y tal vez han muerto.

Olga Bernad


Actualización del 12/01/09
He empezado el día con la sorpresa de que Luis Spencer ha colgado este poema como entrada en su blog.
Mil gracias, Luis, por ese honor y esa alegría.

sábado, 3 de enero de 2009

Andábata VII: Pequeños reinados del terror

He llegado a la conclusión de que soy una cobarde. Un saco de patatas lleno de miedos y vacío de voluntad. En el autobús, mientras iba a la oficina, me ha entrado repentinamente un pánico sordo, tan real como un bicho que sintiese deslizarse por mi nariz y tomar mis pulmones y mi estómago y convertirlo en su reino, una tristeza inmensa al pensar que tal vez mi vida se vaya a reducir a esto. Esto para siempre, nueve horas secuestrada para siempre, siempre, siempre. Llego a la oficina y me despido, con dos cojones. Pero sólo de pensarlo me ha cogido por el cuello un viejo conocido, el miedo pastoso al paro, ese estado semivital en que no eres nadie ni tienes un duro. Para evitar su ataque brutal me he centrado en la realidad pura y dura del atasco, tan increíble y de alguna manera sorprendente como cada lunes, y luego he decidido que había que hacer algo.

Al salir de la oficina me he ido corriendo a la librería Central y me he comprado un libro sobre cómo superar el estrés y la ansiedad. Un fiasco. Todo ridiculeces. Yo no sé si es que no lo entiendo, o es que no estoy preparada para la vida moderna y su fe en los diálogos, los organigramas y las memeces o, simplemente, es que no me salen bien las respiraciones que aconseja (por fumar tanto, seguro). O tal vez sea que la angustia no se cura respirando sino viviendo de otra manera, de una que no sé, que hoy no me sale.

Mientras esperaba a Eva me he puesto a hacer una lista de temores, como aconseja el libro, con sinceridad no exenta de vergüenza porque sé que mis miedos son pequeños, repetidos y vulgares. Concretando, tengo miedo:
  • Al trabajo
  • Al paro
  • Al amor
  • Al desamor
  • A conducir
  • A la soledad
  • A la miseria (no a la pobreza, me pilla acostumbrada)
  • Al cáncer de pulmón
  • Al dolor de cabeza
  • A ponerme gorda como una pelota
  • A la vejez
  • A perder el tiempo
El tiempo. Qué palabra. Por suerte, su escurridizo significado me ha devuelto la cordura momentáneamente y he visto con claridad que el primer paso para empezar a hacerme un gran favor era abandonar esa especie de lista de la compra de los horrores, hacer otra cosa —romperla, por ejemplo— y empaquetar el libro del estrés en un papel bonito y así ya tengo regalo de cumpleaños para mi jefe, cuando quiera que sea.

Eva ha llegado agotada y ausente a nuestra cita repetida del final del día, esa parada en el bar de la esquina antes de volver a casa. Ella llegaba con los labios sin pintar y yo he comenzado a hablarle de mi tristeza con una urgencia muy torpe.

—Todos los días con rollos, no estoy para hostias, Olga, ¿hasta cuándo esa actitud de adolescente?, ¿hasta que seamos viejas?

—Voltaire decía: “Me repetiré hasta que me entiendan”

—No jodas, ¿y tú también dices eso?

No nos hemos reído. Hemos ido al súper porque teníamos que hacer la compra y allí la realidad ha vuelto a entretenerme, como en el atasco, como en la oficina, otra parte de este día ocupada en asuntos concretos y mecánicos: cajas de carnes y pescados, cereales y compresas, latas de sardinas. Las buscas, las coges y esperas en la cola para pagar. La luz blanca y cruel, tan ficticia y tan reveladora de arrugas, me mostraba a mi amiga más vieja que ayer, más aburrida y apática, mucho más indiferente y resignada. El espejo terrible de los que están al lado desde siempre. Sentía en aquel momento una enorme ternura hacia ella, de una forma un poco teatral pensaba que le decía —que me decía a mí misma— alguna palabra de raro consuelo capaz de llenar de otra luz el supermercado y el trozo de tarde que ya se me estaba escapando, otro pedazo de pastel devorado por un ogro. Pero la sensatez se impone tantas veces, la pereza era tan atroz y el ingenio, el buen humor, se agotan hasta tal punto… Entonces he pensado en la vuelta a casa, en la cena, en Álvaro, en la tele, en el libro que me estoy leyendo, en el día siguiente, en otros atascos y otras colas de mercado o de cine, de concierto o de autobús. Y todo me sonaba a circo viejo, a cara de payaso entristecido.

Con la misma intensidad creciente y obsesiva, absolutamente absurda, con que el insomne siente que tal vez es posible que nunca vuelva a dormir, yo he tenido miedo, miedo del de verdad, a no volver a sentir un poco de magia en mi vida cotidiana, a que el juguete se me haya roto, a no ser más una mujer joven, a tener que comprarme la ilusión en el teatro y la ficción de otros, a sólo recrearla, olerla desde lejos y hasta olvidarla.

Un empleado del súper nos ha pedido paso con su carro lleno de restos de la verdulería. Ya estaban a punto de cerrar y quedábamos muy pocos, todos ajenos, adultos y cansados. Al pasar por nuestro lado ha golpeado el carro de Eva y ella se ha vuelto hacia mí con cierto despiste.

—Qué bien huele la fruta.

Fruta madura, hoy demasiado dulce, muy olorosa, mañana invendible.

Le he sonreído porque su inconsciencia tenía una parte de razón físicamente innegable. Qué bien olía.

Olga Bernad