Ahora que es la hora del después, cuando después de publicar un libro
todo empieza a desdibujarse y sólo queda (ay, Dios mío) hablar de él, y
tú no sabes muy bien qué decir ni hacia dónde va lo siguiente, pero
sabes que un proyecto terminado es siempre otro capítulo de la
melancolía, es ayer, es no sé, es qué más da ya lo que sea si lo tuyo ya
lo hiciste; ahora que las circunstancian mantienen el mar tan lejos,
vuelvo al consuelo de las iglesias barrocas, esos muros en los que
aún puedes confiar: la soledad sonora de la columnas salomónicas y los
panes de oro. Aunque viejos profesores nos mostrasen el barroco desde
su miopía (la cual deseaba ser clásica y sólo era torpe), algunos fuimos
cayendo en toda esa verdad, el viaje del manierismo y el escorzo al
sentimiento, la perspectiva rara, la belleza y el horror (vacui). Por
eso nunca (jamais!) nos sentimos a gusto en las habitaciones
minimalistas de nuestros ligues. Mobiliario indigno de personas
adultas, todo como habitaciones para niños tontos que pudieran tal vez
abrirse la cabeza contra alguna esquina. Y sí, podrían. Ese menos es
más tan mentiroso. Esa simpleza, esa desolación. En la sombra barroca
de San Carlos me abanica el talento, la precisión, la angustia y la paz
de unos hombres complicados, atormentados, algo farsantes, tan humanos y
divinos como el hombre del barroco y el de hoy. Esa sociedad sucia. La
impostura del disfraz y esa terca verdad bajo sus muros. Todo junto. Y
revuelto, como mi corazón. No sé qué capítulo nuevo escribirá mi
ansiedad, pero estoy deseando instalarme en el futuro.