sábado, 7 de febrero de 2015

Una visita a la Escuela de Teatro de Zaragoza


(A María Perez Collados,
 que me invitó a visitar su clase,
 y a mi hermana Gema Bernad,
que fue alumna de la Escuela)

El jueves por la mañana fui a la Escuela de Teatro de Zaragoza para impartir un pequeño curso a los alumnos de primero. Ellos están trabajando ahora sobre algunos textos de Calderón y Lope de Vega y no hay excusa más perfecta para charlar del verso en el teatro.  “Acomode los versos con prudencia…”, decía Lope.  Hablamos de acento, ritmo y rima, cómputo silábico.  Hablamos de pausas y encabalgamientos, de cesuras, de octosílabos y endecasílabos, de silvas y romances, de versos sueltos, blancos, libres.  Hablamos de la grandeza del teatro de nuestro  siglo de Oro pero también de juglares y de todo lo que se ha perdido. ¿Cómo respiraría Safo en sus poemas? No lo sabemos, pero elegimos imaginar y dotar a nuestra imaginación de contenidos que nos ayuden a cercar esa verdad contundente y sutil que implica el acto de pronunciar y escuchar versos y que de alguna manera debe de tener algo en común desde la noche de los tiempos: la música, el misterio, la belleza.  Si Picasso dijo con respecto a la pintura que desde Altamira todo parecía decadencia, quizá un amigo mío tenía razón cuando apuntaba que todos somos imitadores de Safo, la de la luna de rosados dedos.
   
Yo intenté regalarles lo poquito que sé y ellos me regalaron su atención y su natural curiosidad. Me sentí bien allí, me da fuerza sentir la compañía de gente que tiene una pasión y, frente al derrotismo individual y social que nos circunda, lo que hace es apostar por el trabajo, la formación y la seriedad para alimentarla.  En la escuela de Teatro, además de ensayar obras,  estudian música, danza, canto, expresión corporal, literatura…  nada puede ser ajeno a un actor.  Las pasiones se alimentan desde el esfuerzo y la sonrisa y sin pedir garantías de recompensa, pues es la única manera realista de hacerlo y los soñadores irredentos necesitamos mantener los pies muy bien anclados al suelo.

Salí de allí con una inmensa sensación de agradecimiento y con el deseo de que tengan toda la suerte del mundo.