Han sido unos días muy intensos y todavía me dura la resaca de aroma sevillano. No visitaba la ciudad desde el 85, cuando tenía 16 años y la poesía no era para mí algo que escribir, sino mucho que vivir. Pero, igual que entonces, quería bebérmelo todo; e igual que entonces, lo he intentado.
Llegamos al hotel el jueves por la tarde, y rápidamente nos preparamos para la presentación en la Biblioteca Infanta Elena, en pleno parque de María Luisa. Llegamos al atardecer y enseguida nos encontramos con
Javier Sánchez Menéndez, atento, tranquilizador, controlando todo. De repente, avalancha de presentaciones:
Jesús Cotta, nervioso como yo;
Juan Antonio González Romano, también inquieto a pesar de las tablas con los alumnos;
Elías Marchite, un navarro de pura cepa, alegre, llano y tranquilo; luego se unió
Miguel Agudo, al que tampoco se le notaba el nerviosismo. Antes de la presentación conocí también a
Aurora Pimentel, ángel de la guarda que se desplazó desde Madrid; algunos navegantes de la red sevillanos con los que alguna vez he coincidido:
Miradme al menos,
Miguel Estrada, amigo antes de conocerle,
Joaquín Alegre,
José Luis Garrido…
Comenzó Javier como maestro de ceremonias. Mi intervención fue la última, así que tuve tiempo de tranquilizarme, aprender de ellos e ir reconociendo entre la sala abarrotada más amigos: me hizo sonreír especialmente la presencia de
José Miguel Ridao al lado de
Angós, que me acompañó también en mi periplo sevillano.
A pesar del nerviosismo, disfruté de la intervención; el público, cálido como la ciudad, nos hizo sentir de maravilla.
Luego llegó la firma de ejemplares, se nos quedaron cortos y al final entregué hasta el que había guardado como recuerdo para Angós (pobre), pero no le importó. Sigo conociendo gente, ya más relajada, entre los comentarios del evento:
Enrique Baltanás,
José María Jurado,
Antonio Rivero, tan jovencito y tímido…
Tomamos algo antes de cenar y vamos al hotel, una preciosa sala-biblioteca cerrada para nosotros. La noche fue estupenda, con Javier,
Araceli y
Marta, de la Fundación, y todos los autores con sus acompañantes. El chef, hermano de nuestro Ridao, se lució de verdad; el vino, el cava y la compañía hicieron lo demás. Por el sabio consejo de la mujer de Juan Antonio descubrí una maravilla llamada vodka caramelizado que va a ser un nuevo vicio en mi vida, estoy segura. Y es que siempre hay que aprender de los otros.
Me dormí como de niña, después de un día lleno de cosas maravillosas, levemente mareada por la bebida y los acontecimientos, feliz.
El viernes fue un torbellino: desayuno con Aurora en el hotel, que salía rápidamente para Madrid; unas pintas de cerveza con
Antonio Rivero Taravillo, recién llegado de Liber, en un pub irlandés de la calle Alemanes, al lado de la Catedral. Comida y tarde con José Luis Garrido, guía y maestro por su Sevilla, paseos por el barrio de Santa Cruz que finalizaron en una terraza entre la calle Vida y el callejón del Agua. Cenamos con José Miguel Ridao y su mujer,
Lola, y con su hijo pequeño, tan chiquitín que aún no puede separarse de su madre por cuestiones alimenticias. Se nos portó de maravilla, y eso que nos iban cerrando hasta las terrazas…
El sábado, un poco de turismo, muchas llamadas teléfónicas, visita tranquila a la Catedral y subida a la Giralda. Sevilla desde arriba, miles de fotos en mi corazón. Por la tarde, antes de partir, no pude evitar meterme diez minutos en un cíber, contestar algunos correos y descubrir
esta entrada de
Antonio Azuaga, siempre cerca, desde Sevilla también.
Por fin, la interminable noche de tren y la llegada de madrugada a Zaragoza, en plenas fiestas del Pilar recién estrenadas… Dejé el libro en la mesilla, esas Caricias Perplejas que tantas cosas han traído a mi vida. Pensé la palabra “gracias” antes de caer rendida y la volví a pensar al despertar. Gracias, gracias, gracias.