Mi padre tenía un Simca 1.200 más bonito que un San Luis. Un Talbot Simca 1.200 L S. Sustituyó a un Seat 600 verde guindilla que ya era milagroso: en él pudo llevar a la playa a su mujer con sus tres hijos y la suegra, junto al equipaje para todo el mes de agosto. Pero cuando llegó a mi calle conduciendo el Simca, para mí fue una aparición. Aquel coche blanco con techo negro era grande y nuevo como los de la tele, no como los de mis vecinos, qué va. Nos duró hasta principios de los noventa y nos llevó por toda España y parte del extranjero. Siempre con abuela dentro, y a veces con abuelo.
Mi abuela devanaba sus recuerdos en los viajes. Para desesperación de mi padre y deleite mío, miraba blandamente por la ventana y no paraba de hablar. Mecida por los paisajes, escuché mil veces que tuvo un padre maestro, un gramófono y, desde la guerra, muchísima tristeza. La guerra fue un hachazo sobre sus veinte años. Había un novio muerto, una madre muerta, muchos vecinos muertos y dolor y mezquindad por todas partes. Un definitivo adiós a la juventud tal y como hoy la entendemos (o lo que sea que hagamos). Mi abuela tenía pocas cosas. Tenía un pueblo abandonado, en ese Teruel más duro que las piedras, al que aún íbamos con frecuencia para visitar a mi tía Joaquina y ocuparnos de cuatro viñas. Tenía también una inmensa capacidad de afecto y consuelo y unas emociones que mezclaban sin remordimientos lo práctico con lo sentimental. De hecho, mi tía Joaquina no era tía carnal, era “sólo” amiga suya; pero yo me enteré de eso mucho tiempo después, cuando no pudo valerse por sí misma y mi madre se la trajo a casa porque ya no le quedaba nadie. Nunca me había parado a pensar en los lazos familiares (es que en el pueblo te lías con tanto pariente). Ella siempre la consideró de su familia y punto. Y ese punto era tan tajante que todo el mundo pasó a considerarla así.
Además de esas cosas, mi abuela tenía frío. Cuando el Simca maravilloso de mi padre dejó de ser maravilloso de puro viejo, comenzó a hacer maravillas distintas: se le encendía la calefacción en cuanto lo ponías en marcha, vaya usted a saber por qué, y ella era la única que aguantaba como una jabata los viajes al pueblo en pleno verano. Hasta ese punto era friolera, la pobre. Y mi padre aguantaba mecha, calefacción, manías de su suegra y opiniones de su suegro, falangista voluntario, mientras pensaba en su propio padre, voluntariosamente socialista. Eran unos viajes maravillosos como el Simca.
Mi abuela es sus toquillas y el gesto de recogerse, y unas cuantas frases que el tiempo ha convertido en clásicos memorables. Toda mi infancia oyéndola decir, pegada a la estufa: “Hija mía, a ver si nos tocan los ciegos para poder comprarnos un piso con calefacción”. También llegó un momento en que mis abuelos no fueron capaces de vivir solos y vinieron a casa de mis padres. Por entonces, ya hacía años que teníamos calefacción. Y hasta aire acondicionado les pusimos, esos aparatos productores de corrientes asesinas a los que siempre miraron con desconfianza. A mi abuela la memoria se le fue volviendo rara, pero se le quedó la costumbre de sufrir. Mi padre en navidades: “Hala, señora Presen, cuéntenos penas”; y ella: “Ay, no os riáis de mí, que al año que viene ya no estaré”. Eso, todas las nochebuenas de mi vida. Hasta el año pasado, que fue verdad: no estaba. Porque la suegra de mi padre siempre acababa teniendo razón. A mi abuelo se le rompió el débil hilo de seda que le sostenía y se murió al mes siguiente. Y yo, que miro atrás cada vez con más nostalgia, echo de menos hasta las lágrimas las letanías de ella y los silencios de él, me arrepiento de lo que nunca pregunté, les respeto por lo que supieron no decirme. Me asombro porque ya no veré más la mirada húmeda y feliz, inconfundible, con que nos acarician los que nos quieren siempre y nos quieren gratis.
Mi padre pensó en dejar el Simca en una de las viñas, allá arriba en la sierra, para resguardarnos si llovía durante la vendimia o la poda de los sarmientos. No me hubiera gustado verlo pudrirse bajo el frío de las heladas negras de esa tierra implacable, no me hubiera consolado poder meterme en él. Tal vez era mejor mandarlo al desguace, permitir que las cosas descansen en los cementerios adecuados y los recuerdos no se vuelvan fantasmas. Al Simca le siguió un Opel Vectra que ahora es mío y ya está para el arrastre. No sé si encontraremos maravilla con que sustituirlo. No sé qué pensarán mis hijos cuando crezcan.
Olga Bernad
Mi abuela devanaba sus recuerdos en los viajes. Para desesperación de mi padre y deleite mío, miraba blandamente por la ventana y no paraba de hablar. Mecida por los paisajes, escuché mil veces que tuvo un padre maestro, un gramófono y, desde la guerra, muchísima tristeza. La guerra fue un hachazo sobre sus veinte años. Había un novio muerto, una madre muerta, muchos vecinos muertos y dolor y mezquindad por todas partes. Un definitivo adiós a la juventud tal y como hoy la entendemos (o lo que sea que hagamos). Mi abuela tenía pocas cosas. Tenía un pueblo abandonado, en ese Teruel más duro que las piedras, al que aún íbamos con frecuencia para visitar a mi tía Joaquina y ocuparnos de cuatro viñas. Tenía también una inmensa capacidad de afecto y consuelo y unas emociones que mezclaban sin remordimientos lo práctico con lo sentimental. De hecho, mi tía Joaquina no era tía carnal, era “sólo” amiga suya; pero yo me enteré de eso mucho tiempo después, cuando no pudo valerse por sí misma y mi madre se la trajo a casa porque ya no le quedaba nadie. Nunca me había parado a pensar en los lazos familiares (es que en el pueblo te lías con tanto pariente). Ella siempre la consideró de su familia y punto. Y ese punto era tan tajante que todo el mundo pasó a considerarla así.
Además de esas cosas, mi abuela tenía frío. Cuando el Simca maravilloso de mi padre dejó de ser maravilloso de puro viejo, comenzó a hacer maravillas distintas: se le encendía la calefacción en cuanto lo ponías en marcha, vaya usted a saber por qué, y ella era la única que aguantaba como una jabata los viajes al pueblo en pleno verano. Hasta ese punto era friolera, la pobre. Y mi padre aguantaba mecha, calefacción, manías de su suegra y opiniones de su suegro, falangista voluntario, mientras pensaba en su propio padre, voluntariosamente socialista. Eran unos viajes maravillosos como el Simca.
Mi abuela es sus toquillas y el gesto de recogerse, y unas cuantas frases que el tiempo ha convertido en clásicos memorables. Toda mi infancia oyéndola decir, pegada a la estufa: “Hija mía, a ver si nos tocan los ciegos para poder comprarnos un piso con calefacción”. También llegó un momento en que mis abuelos no fueron capaces de vivir solos y vinieron a casa de mis padres. Por entonces, ya hacía años que teníamos calefacción. Y hasta aire acondicionado les pusimos, esos aparatos productores de corrientes asesinas a los que siempre miraron con desconfianza. A mi abuela la memoria se le fue volviendo rara, pero se le quedó la costumbre de sufrir. Mi padre en navidades: “Hala, señora Presen, cuéntenos penas”; y ella: “Ay, no os riáis de mí, que al año que viene ya no estaré”. Eso, todas las nochebuenas de mi vida. Hasta el año pasado, que fue verdad: no estaba. Porque la suegra de mi padre siempre acababa teniendo razón. A mi abuelo se le rompió el débil hilo de seda que le sostenía y se murió al mes siguiente. Y yo, que miro atrás cada vez con más nostalgia, echo de menos hasta las lágrimas las letanías de ella y los silencios de él, me arrepiento de lo que nunca pregunté, les respeto por lo que supieron no decirme. Me asombro porque ya no veré más la mirada húmeda y feliz, inconfundible, con que nos acarician los que nos quieren siempre y nos quieren gratis.
Mi padre pensó en dejar el Simca en una de las viñas, allá arriba en la sierra, para resguardarnos si llovía durante la vendimia o la poda de los sarmientos. No me hubiera gustado verlo pudrirse bajo el frío de las heladas negras de esa tierra implacable, no me hubiera consolado poder meterme en él. Tal vez era mejor mandarlo al desguace, permitir que las cosas descansen en los cementerios adecuados y los recuerdos no se vuelvan fantasmas. Al Simca le siguió un Opel Vectra que ahora es mío y ya está para el arrastre. No sé si encontraremos maravilla con que sustituirlo. No sé qué pensarán mis hijos cuando crezcan.
Olga Bernad
29 comentarios:
Hermosa evocación, Olga. En tu abuela veo la imagen de muchas abuelas y abuelos de juventud truncada por la guerra. Sin ellos y sin la generación posterior, la de nuestros padres, la que soportó estoicamente una penosísima posguerra, este país no habría levantado cabeza. Qué pocas veces se reconoce esto.
Saludos.
Pues qué tontos hay que ser para no reconocerlo. Ya veremos cómo nos sale a nosotros.
Muchas gracias y un saludo, Antonio.
Yo cuando era peque. viajabamos con el coche de mi tio, porque mis padres no tenían coche,lo haciamos con un Seat 127, color aceituna y de tamaño "micromachine", delante 2, y detras 2 adultos + 3 niños, bueno, lo habitual para la época, que no hace tanto...unos 25años aprox. Nos juntábamos para ir al campo a pasar el dia, por lo tanto el maletero iba "a reventar", nevera,la pelota,el cubito,etc..
Y por el camino mis primos y yo jugabamos a la "curvas" dando el "coñazo" a los padres, claro. Lo recuerdo con mucha alegría.
Tambien recuerdo la mirada de mi "avi"(abuelo en catalán), el que tantas cosas me explico, y otras tantas nunca me dijo, lo recuerdo con ternura y cada noche buena, tambien como tu abuela decia "no se si el año que viene estare!", hasta que un año, él decidió no estar..y se fué sin más,sin despedirse. Marchó allá donde la gente se transforma en polvo, y quedó de él el recuerdo.
Un tierno recuerdo...
Gracias por tus recuerdos Betty.
Marta
Gracias a ti, Marta, por acompañar con el 127 de tu tío al Simca 1.200 de mi padre. Qué cochazos. Y qué época.
Saludos.
La memoria como la creación de una mitología. Pero tal vez alguien dentro de muchísimo tiempo lea este texto (porque se salvará de la coningencia de Internet, seguro), tal vez ignore lo que fuera un simca 1200, y le importará bien poco si todo eso fue real o no. Pero no tengas dudas de que verá en estas líneas una profunda verdad, inapelable. No hay desguace en el mundo que pueda con palabras así. Como andamos por aquí últimamente muy borgianos :-), has rescatado ese coche y esos momentos, y ahora viven para siempre, convertidos en "una música, un rumor y un símbolo". Prosa afinadísima, sensible (¡no sensiblera!), auténtica, sin imposturas de lugares comunes, pero sin dejar de ser nunca literatura, gran literatura. El que sabe, sabe :-) Besos, Olga.
Pero a veces escribimos para quien nunca nos leerá, y luego qué importan las contingencias de las que un texto pueda salvarse o no. Sí, quería rescatar ese coche y ese tiempo; hace cuatro días estaba demasiado cercano aún para que me importase y, de repente, han pasado unos treinta años desde que mi padre compró aquel Simca. Ojalá la sensibilidad no nos deje caer en la sensiblería, tampoco en la dureza: sólo quiero trasmitir mi emoción o mi opinión sin jugar demasiado con la buena voluntad de la gente. Esos equilibrios se compensan con comentarios como el tuyo, tan generoso como siempre.
Muchas gracias, Juan Manuel. Besos.
Cuantos recuerdos evoca este texto(magnifico como siempre)...y muchos coches y kilometros hechos...
Todos los que pudimos y supimos.
Muchos de ellos, por esas tierras que tú fotografías con tu cámara y tu mirada:-)
Gracias, MªTeresa.
¿Qué decirte Olga, si yo también tuve una abuela cuyo recuerdo me conmueve cada día , y que se sentaba conmigo en la parte trasera de un seat 124? Sabes bien cuántas entradas de "enredandopalabras" le he dedicado y cuántas , si tengo fuerzas, le dedicaré. Emoción, memoria vivida y compartida, porque ellos, los que ya no están viven eternamente en nuestro recuerdo, y a mí me conmueve profundamente esa suerte de vida eterna... Bello texto, como siempre.
A este mundo acomodado que vivimos le sobran cosas. Sin embargo, a este mundo acomodado que vivimos, le falta el corazón sobre las cosas, ese raro proceder, antaño tan frecuente, por el que un reloj, una mesa, un escritorio se convertían en genealogía existencial de quienes nos habían precedido en la común tarea de ponerle nombre al sol cada mañana. ¡Y tú lo recuperas hoy pasando sobre un Simca 1200 la mágica varita de tu palabra!
Dice bien (como siempre) Juan Manuel que no es tarea vana; que “alguien dentro de muchísimo tiempo (…) verá en estas líneas una profunda verdad…” Quiero insistir en lo que ahí se entiende: esa verdad es la vida. Mejor aún, el corazón; las ganas de que todo se llene de él porque “se sobra”, como ahora se dice, porque late más allá de su perfección fisiológica. Como a Miguel Hernández, Olga, te “sobra corazón”; es bueno que nos hagas deudores de su exceso.
Un beso (perdón por la consonancia).
PS.: Me ha llegado al alma un nombre: mi madre se llamaba Presen.
La verdad es que a mí me cuesta hablar de mi familia y tal vez por eso los meto en el coche, los arropo. No tendría por qué ser así, al fin y al cabo uno habla desde su recuerdo unas veces o desde su recreación, otras; y no hay que dar explicaciones. Pero así es. Me cuesta.
Gracias, Marisa, por traer tu Seat 124 y tus recuerdos a esta especie de concentración de coches gloriosos.
No sé si me sobra corazón, Antonio. A veces siento que me falta, o que no me llega; pero el que tengo, lo pongo. Eso puede dar unos resultados tan excelentes como nefastos, y no siempre es excusa para escribir (ni, desde luego, hace escribir bien por sí solo). Pero sí tienes razón cuando vienes a decir que las cosas atrapan un poco la vida que las rodea, el corazón de las personas. Esos coches eran el símbolo del consumismo que llegaba a nuestras vidas para quedarse, el juguete de una generación muy machacada y también un espacio con vistas al mundo que unía a las familias con más frecuencia que la Nochebuena. Pasar la varita mágica de los recuerdos por encima (y por dentro) de aquellas carrocerías es ponerse a hablar de historia. Gracias por haber leído la mía con generosidad.
Te perdono totalmente la consonancia del beso, y te mando otro.
Y qué casualidad, ese nombre, Presen, Presentación. Te volvería a copiar el salmo de las rosas:-)
Me gustaría poder recordar el verde guindilla de ese Seat 600, verde siempre ha sido mi color favorito, pero mi memoria no llega tan lejos y para verde ya tengo la toquilla de nuestra queridisima yaya.
Para mi "coche solo hay uno" y es ese maravilloso sinca blanco y los inolvidables, miles de kilometros recorridos en él. Escritora sólo una también y es mi hermana.
Mil gracias por esta dulce memoria aunque me cueste otro paquete de pañuelos.
Muchisimos besos.
Me acordé mucho de ti y del poco espacio que ocupabas en el Simca, de llevarte encima (sin silla homologada ni nada parecido:-) y me imaginé que ese pobre australiano que no entiende nada y que te ve llorar cada vez que te metes en el blog de tu hermana tendrá un concepto de mí espantoso. Así que déjate de pañuelos y acuérdate de las discusiones aquellas de nuestra abuela y sus amigas por ver quién estaba más enferma, qué profusión de nombres de enfermedades y pastillas y qué enfados más solemnes. Y cómo le tomaba el pelo papá con eso. Porque ella pretendía estar más enferma incluso que las que ya se habían muerto. Te acabas riendo aunque no quieras.
Besos, guapa, cuídate mucho.
Yo también tuve un Simca, pero 1000Al leer tu maravilloso y evocador relato, he vuelto atrás.
Sí, mi primer coche fué un Simca-1000, color verde "botella". Con él me sentí la más feliz del mundo, llevaba a mi hija al colegio y a todas las niñas del barrio, ni cinturones ni nada, hasta que se llenaba.
Más tarde cuando mi hijo cumplió 18 años (28 Enero), estaba en el último curso de instituto, se lo prestaba, no veas como "lucía", también para él fue su primer coche.
Paseó a todos/todas, no veas como presumía...
¡Que recuerdos me ha traído tu léctura!
GRACIAS, GRACIAS
Un beso grande.
Qué adelantada a tu epoca, María Luisa, tienes que colgar alguna foto tuya conduciendo (si tienes) en tu blog.
Otro glorioso, el Simca 1000, a saber qué usos le daría tu hijo:-)
Mira, no me extraña nada que te haga recordar, me hago recordar hasta a mí misma, jeje. Es que mi novio tomó en usufructo a los 18 años un SEAT 127 viejísimo con el que no podíamos ir ni al Alcampo,porque se le reventaban manguitos o no sé qué y empezaba a sacar vapor de agua. Pero paseos dimos todos los del mundo. Ese 127 tenía que estar aquí también:-)
Un besote, María Luisa.
Mí querida Betty: Te cuento, en el instituto a mí hijo le llamaban el "derrapes".
Tenía a las chicas locas y a los padres también.
Mi segundo coche, lo que son las cosas, fue un SEAT-127, más pequeño ,más manejable. Se lo dejaba a mi hijo para ir a visitar a su novia en Caspe. Lo que pasamos con la dichosa carretera, y sin "moviles". Estudiaba en Zaragoza hizo Derecho y cada quince días se iba con el coche a ver a su novia... ????.
No veas un novio con coche y todo, que manera de presumir. El niño con 20 años.
Mí hijo tendría ahora 43 años.
Fue una época bonita.
Estos pequeños detalles nos hacen estar más cercanas.
Besos. Besos
Yo apenas soy un lustro menor de lo que lo sería tu hijo, y no me imagino a mi madre conduciendo, ni recuerdo haber visto muchas mujeres conduciendo en aquella época... y préstándole el coche al hijo.
Me impresiona tu fuerza para recordarlo así, María Luisa, te lo digo de verdad.
A mí cada quince días no me parece mucho, mujer, que una novia es una novia; y un novio con coche, una maravilla (aunque sea un 127). Jeje, esto lo digo porque aún me veo más de novia que de madre de uno que tiene novia, claro:-) Ya veremos lo que pienso dentro de unos años... ¿Sabes que yo me guardé la matrícula del 127 de mi novio, hoy marido, cuando lo llevó al desguace? Es que un coche es un mundo y en según qué épocas, más.
En fin.
Todo evoca mi pasado como si yo misma estuviera viajando en ese Simca 1.200 que también tenía mi padre. Ese coche donde cabíamos todos. Ahora los coches son más grandes, más seguros, y sin embargo se quedan pequeños a la hora de llevar a la abuela, y su seguridad los convierte en objetivo.
Decirte que me has abierto las puertas para recuperar algunos escritos guardados en mis cajones cibernéticos que hablan de esa época en la que una es tan feliz con tan poco.
Ha sido un placer viajar contigo en el tiempo.
Un abrazo.
Gracias. Desde luego, ese coche hizo época.
Ahora tener coche es lo normal y no tenerlo, lo especial. Ni siquiera viajar me parece tanta aventura:-(.
Alguna culpa tendré.
Saludos.
De nuevo tus palabras me llevan al territorio de la infancia en otro espacio/tiempo, parecen escritas en los margenes del álbum de Mazinger Z entre manchas de pastelito de la Pantera Rosa.
Una infancia bastante más austera que la de nuestros niños de ahora, pero no por ello menos feliz. Yo tenía una abuela en el pueblo, la única de la que puedo recordar su voz.
“Madre”, como la llamaba la mía, vestía de negro y con moño, era un “taponcito” de metro cincuenta pero había criado a 12 hijos en la posguerra, un verdadero carácter en un cuerpo pequeño, que tomaba la sopa casi escaldando y me renegaba por beber demasiado agua en las comidas. No he olvidado sus cabreos y sus esplendidos tacos: “lalechequ'asmamao”, “tontolapichorra” aplicados certeramente a aquellos que se lo merecían.
Y yo me veo allí con mis dos añitos sentado encima del Renault 4 entre mis primas mayores que jugaban a mamás en un pueblo que muy pronto abandoné en la diáspora hacia la gran ciudad. Aún volví muchos veranos hasta que ella se nos fue.
¡Ah! el Renault 4 sería de un señor del pueblo, porque mi padre jamás ha tenido coche ni ganas de tenerlo, eso no encaja en su austeridad castellana.
Besicos Betty.
Bueno, Black, esas pateras rosas siguen siendo mi perdición, y Mazinger Z mi héroe, fue el primero, junto con nuestra querida Heidi, de esa avalancha terrorista de dibujos japoneses que luego me abrumaría. Sé que es nuestro deber evolucionar como los Pokemon, pero no me da la gana. Es curioso lo que cuentas de tu abuela, que tomaba la sopa casi escaldando. Eso también lo hacía la señora Presen, y una de sus obsesiones era que no se enfriase la comida y, desde luego, no tirar pan. Le parecía un pecado imperdonable. Ahora que los críos quitan hasta los bordes del pan bimbo porque no les gustan, cuánto necesitan mentes claras que les llamen “tontolapichorra” como Dios manda.
Te imagino recibiendo broncas de tu abuela y sentado entre primas que juegan a mamás en el Renault 4 de un señor del pueblo y, sí, te reconozco perfectamente. No cambies, Black (por Dios, no evoluciones), y sigue mandándome tu textos. Me gusta mucho que tengamos un blog a medias.
Besicos.
Vaya, acabo de recibir un comentario que es indudablemente para esta entrada. Lo firma "Enrique", pero su perfil no está disponible. No sé si por error a la hora de enviarlo ha aparecido publicado como comentario al poema "Lo que tardamos en olvidar un nombre". Aunque te he contestado allí, lo transcribo aquí porque supongo que aquí lo buscarás. Qué cosas nos hace el Internet Dichoso.
El comentario de Enrique dice:
"Mi padre tenía una Seat 600 de color rojo intenso al que llamaba "gotica de sangre".
Nos llevaba a toda la familia de vacaciones a Lanjarón, en las alpujarras. Un viaje que duraba casi un día entero..."
Madre mía, aquello era viajar, Enrique:-) Bienvenido otra vez.
Bueno Betty, te diré que tu relato me ha recordado "Historias de Familia" de Muños Rojas. Y no sólo en el fondo, sino tambien en la forma; ese tono como infantil que a mí me encanta.
Estaría bien recogerlos en un librito.
.
Gracias, Alfaraz. Ya elegiste en tu anterior visita una de mis entradas preferidas, y me gusta que te guste. Pero me temo que estoy a años luz de tu comparación, salvo en mis intenciones:
"Quiero contarte cosas que me pasan.
Cuando digo me pasan tiemblo, Rosa,
porque «me pasan» dice muchas cosas".
Gracias por reincidir.
Perdón por el retraso, hoy he tenido tiempo y he leido un poco.
Simplemente maravilloso, me ha encantado este texto, se me han llenado los ojos de lágrimas por la cercanía que siento con lo que cuentas y el cariño que sé tienes hacia esos abuelos que ya nos han dejado físicamente, aunque yo sigo pensando que sus "almas" nos inspiran y su cariño sigue presente entre nosotros.
Felicidades y por favor, sigue escribiendo
Un abrazo
Aquí nunca es tarde, Izarbe. Hay gente que escribe algo a una entrada publicada meses antes...
No es la primera vez que hablamos de esto, ya que, por ley de vida, nos han pasado cosas parecidas en los últimos tiempos. Pero hemos tenido suerte de conocer a nuestros abuelos y de tenerlos al lado muchos años. Te agradecí en su momento tu consuelo, y ahora te agradezco tus palabras.
Un beso, Izarbe.
Te ha salido "Cuéntame". Precioso. Tienes mucha suerte de haber disfrutado de tus abuelos. A mí apenas me quedan cuatro fotos y cuatro de esos grandes 'clásicos', frases celebradas que pasan de generación en generación y que al final se fosilizan y se vuelven arqueología.
Sí, jeje, tengo mi propio “Cuéntame”. Es verdad que tuve suerte, disfruté de los abuelos maternos hasta el año pasado, y de los paternos hasta hace unos años. Los quería muchísimo. Sólo ahora, al faltar los abuelos, empiezo a ver a mis padres más mayores (tienen la edad de la jubilación pero hasta ahora no los veía como abuelos). Y me veo a mí misma como un adulto sin disculpas.
Muchas gracias, Julio. Seguro que esos “clásicos” que recuerdas son antológicos:-)
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