
Que sean verdad las luces,
que promulguen
al viento sur su abierto acantilado.
Que los hombres no callen cuando digan
y que no digan nada
cuando sus ojos mienten.
Que el temblor de algún cielo nos perdone,
y, después de juzgarnos, nos devuelva
con limpia crueldad al mar inexplicable.
(La nieve se caía de mi alma
y tú seguiste andando. Yo sabía
que en cada soledad hay un destierro,
una genuflexión frente a la lámpara,
un amor al papel sobre el que escribes.
Nieva mentiras el abecedario,
nieva miel lenta mientras miente el mundo,
y rompe sal y nieve con sucia voz de mieles,
y nieva tanta sal
con indecente y dulce voz de azúcar
quien mendiga el salario del amor y la pena…
que yo agradezco al cielo tu existencia,
tu misterio blanquísimo:
frente a la falsa, estúpida belleza
del predecible encanto de un culto repetido,
de la impaciente urgencia
de sus canciones huérfanas
de valor y de fe, de alma, de todo,
yo elegiré acabarme sobre un poema tuyo).
Que algo más sea cierto,
no sólo la plegaria de esta caligrafía
con la que olvido apenas
el mar de los veranos y las copas
colmadas del espíritu del vino.
Ya son insectos muertos
las dolientes, inútiles luciérnagas.
No me calentará cualquier hoguera
que secuestre ojos ciegos.
Pero estoy atrapada a ras de frío.
Mírame, luz de otoño,
en Europa es invierno para siempre.
Olga Bernad